Mew miró por tercera vez el número del portal para ver si se había equivocado, pero no era así. Gulf vivía en un barrio no demasiado bueno, de esos que aparecían a menudo en los periódicos por sufrir diversos altercados. El edifico era antiguo y estaba descuidado; la pintura de las paredes se caía a trozos y la escalera por la que subió después (puesto que no había ascensor) no tenía mejor aspecto. Él no recordaba la última vez que había puesto un pie en un sitio tan destartalado y viejo, pero allí estaba aquel lunes por la noche.
Cuando Gulf le abrió la puerta de su casa, le sorprendió verlo vestido de forma informal. Llevaba unos vaqueros ajustados y una sencilla camiseta de algodón, iba descalzo y tenía el cabello húmedo tras la ducha. La cara lavada, sin una gota de maquillaje, aunque, aun así, a él le pareció que estaba extrañamente guapo; parecía más joven y natural.
Solo cuando dejó de mirar al chico que tenía delante se fijó por fin en el piso donde vivía. Era como una caja de zapatos. Casi un agujero. Aunque se veía que Gulf había hecho un esfuerzo por decorarlo para que fuese un lugar cálido y agradable, era difícil ignorar el pequeño espacio. La cocina estaba separada del salón por una barra y la única puerta conducía al baño. No había nada más. Al parecer, el sofá se abría en una cama y Mew no pudo evitar pensar en la inmensa cama que él tenía en ese ático de casi doscientos metros en el que vivía. Las diferencias entre ellos eran tan abismales que se sorprendió en un primer momento y eso que él no se sorprendía con facilidad. Pero fue como una especie de azote.
—Puedes sentarte en el sofá —le dijo Gulf con timidez.
Mew solo tuvo que dar dos pasos para llegar hasta allí y acomodarse entre los cojines. Mientras Gulf preparaba café en la cocina, él se fijó en las estanterías. Había plantas, libros y velas como adorno, pero ni una sola fotografía familiar. Nada que mostrase quién era Gulf.
Se movió con incomodidad en el sofá. Era como estar metido en una casita de muñecas siendo él grande y alto. Tenía la sensación de que solo con respirar podría romperlo todo.
Gulf se sentó a su lado unos minutos después y le tendió el café.
—No lleva un toque de canela ni leche de soja, pero te la he puesto natural —espetó.
—Gracias. —No añadió nada más sobre el hecho de que Gulf supiese exactamente sus gustos en todo al haberse encargado de ello durante meses—. Así que aquí es donde vives…
—Sí. La verdad es que adoro este sitio —contestó Gulf tras dar un trago y mirar a su alrededor con un brillo en la mirada. Mew se quedó alucinado al darse cuenta de que era sincero. No podía imaginarse cómo alguien podía sentirse satisfecho en un lugar así.—Será mejor que empecemos por el principio.
—Está bien. Todo empezó cuando, supuestamente, mi madre empezó a trabajar para tu familia. Yo tenía por aquel entonces cinco años y tú siete, ¿no es así? —Mew asintió. Lo que le gustaba de Gulf era que iba directo al grano, no se andaba con rodeos como otras personas que conocía y que lo ponían de los nervios—. Crecimos juntos. Fuimos inseparables hasta que, a los dieciocho, tú te fuiste a la universidad.
—Exacto. Durante esos años nos vimos menos.
—De acuerdo, tiene sentido. Y cuando terminamos…
—Nos reencontramos —siguió Mew—. En una comida familiar, por ejemplo, por Navidad. Tú acababas de dejarlo con un chico con el que habías estado saliendo en la universidad porque te diste cuenta de que jamás podrías superar lo que sentías por mí. Lo que sentías desde siempre, desde que eras un niño y me mirabas con admiración.
—Creo que te estás metiendo demasiado en el papel.
Gulf lo miró divertido, pero Mew intentó reprimir la sonrisa.—Hazme caso, es creíble —replicó Mew convencido.
—Está bien. Así que al volver a encontrarnos…
—Nos dimos cuenta de que estábamos enamorados.
Gulf lo miró en silencio. Por alguna razón, escuchar la palabra enamorados en la boca de Mew le sonaba tan extraña como si hubiese dicho bomba nuclear. Ni siquiera podía imaginárselo en esa situación. Pero asintió con la cabeza, siguiéndole el juego.
—Y empezamos a salir. De modo que, ¿cuánto tiempo llevamos?
—¿Qué edad tienes? —Mew lo miró con interés. Le sorprendió darse cuenta de que ese interés era real, no solo por aquella farsa; quería saber qué edad tenía Gulf.
—Veinticuatro años —contestó Gulf bajito.
Mew frunció el ceño y se frotó el mentón.
—¿No se supone que para el puesto de secretario se pedía a alguien mayor de treinta años? Normalmente en recursos humanos lo hacen así cuando buscan a gente con experiencia.
—Mentí. —Gulf respiró hondo, mirándolo. Mew arqueó una ceja, asombrado—. ¡No me mires así! Necesitaba el trabajo. Y no, no tenía experiencia. Pero sé sincero: no has tenido un secretario mejor en toda tu vida, ¿me equivoco? —le sonrió juguetón.
Mew sintió que esa sonrisa le golpeaba el estómago, pero se recompuso rápido. Carraspeó para aclararse la garganta, porque estaba un poco aturdido. Al final resultaba que Gulf, ese chico que llevaba trabajando para él dos meses y al que no le había prestado demasiada atención, era alguien de lo más interesante. Se fijó unos segundos en sus ojos de mirada inquieta, también en el cabello corto, con pequeños mechones rizados, que ya había empezado a secarse y enmarcaba aquel rostro de aspecto frágil que en realidad escondía a un chico fuerte.
—Así que mentiste para conseguir el puesto.
—Sí, pero como te estaba diciendo…
—Eres un buen secretario, de eso no hay duda —lo interrumpió Mew y se puso bien el cuello de la camisa que vestía—. Puede que deba replantearme los requisitos que pido.
Así que la Bestia puede bromear, descubrió Gulf maravillado.
—Nunca es tarde para rectificar. ¿Qué edad tienes tú?
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El Secretario y la Bestia.
RomanceEl Secretario y la Bestia. 🌻☀️ Hermanos Jongcheveevat, libro 1. Sinopsis: Todo el mundo teme a Mew Suppasit Jongcheveevat, el director de la revista más vendida de Nueva York, al que sus trabajadores apodan como "la Bestia". Es hermético, impertur...