𝙾𝚌𝚑𝚘| 𝚄𝚗 𝚙𝚘𝚌𝚘 𝚍𝚎 𝚎𝚜𝚝𝚞𝚙𝚒𝚍𝚎𝚣

63 9 0
                                    


Waine exhaló aire con cansancio al llegar a su hogar, colgó sus llaves donde yacían los demás juegos de éstas. Arrastró los pies con la mochila colgada de la mano, el sonido de su áspera tela contra la alfombra entretuvo a sus oídos. Subió a su habitación sin ser perturbada por su hermano mayor, lo cual no tardó por extrañarle, pero dejó pasarlo de inmediato.

Al entrar a su privacidad, se arrojó a la cama y a su mochila a algún lugar de la habitación. Suspiró contra las cobijas, tenía deberes por hacer, pero sus ganas de dormir estaban más presentes que la responsabilidad escolar. Así que se permitió cerrar los ojos, acomodó su cuerpo de modo fetal, brindándose comodidad. Relamió sus labios y su cerebro comenzó a centrarse en crear sueños para mantener en la mente de Waine. Todo sonido del ambiente se convirtió en eco para sus oídos, sin embargo, el grito de su madre llamándola no. De hecho, estaba segura que la sintió gritarle con la boca pegada al oído.

Arrugó la cobija entre su puño, y ante los insistentes llamados de su madre, se levantó cual zombie, acomodó su cabello desordenado y bajó casi arrastrándose. Apoyando su mano de la pared para no caer, logró llegar a la planta baja, donde era forzadamente solicitada.

Talló sus ojos para despertar lo más pronto posible, sus ojos ardían, todo el día. Al entrar al espacio en el que la cocina estaba, sus globos oculares se abrieron. Como si hubiese tomado cinco litros de café, con esa misma intensidad se abrieron.

-Hija, saluda a Constance. -pidió amablemente su madre al verla entrar por el marco de donde se supone que había una puerta.

-Hola...señora, Constance -concedió mirando la escena desconcertada, carraspeó la garganta volviendo-. Buenas tardes.

-Qué tal, Waine - Constance sonrió mientras mezclaba el jitomate con queso-. Tu madre me contaba que te encanta la lasaña, justo eso preparamos.

Sin que la misma Waine se diera cuenta, sus ojos ya buscaban al hijo de Constance por todos lados. Le preocupaba que él estuviese ahí, sin la presencia de Marco. Tate la ponía nerviosa, su mirada, su presencia. Sin Marco estallaría en presión, no quería que él estuviese en su hogar, el único lugar donde no miraba su casa solitaria, donde ni existían los Langdon.

-¿Por qué no vas con Tate? -propuso Laurent con una media sonrisa-. Se suponía que fue a buscarte, tal vez se perdió, encuéntralo. -hubo cierto tono cómplice, una sonrisa macabra, al parecer de Waine. Su hija simplemente asintió rendida, rezando para no encontrarlo jamás.

Laurent no sabía cómo su hija sufría al tener que convivir con él, era extrañamente incómodo. Tate era completamente caótico, por donde lo vieras, era casi como una cualidad del chico. Sin embargo, para Waine no lo era, le molestaba tenerlo cerca, respirar el suave aroma de su cuerpo, mirar sus ojos casi negros y su sonrisa tan...horrible. Una total tortura para ella.

-¿Dónde estás, Langdon? -canturreó Waine en voz baja con una sonrisa socarrona, caminando lenta y sigilosamente por los pasillos. Le sorprendió escuchar movimiento cerca de su posición, bastante cerca, podía escucharse como un lugar casi vacío.

Caminó casi por toda su casa, incluso asegurándose de que el chico no se encontrara en el jardín o el porche, en los baños, las habitaciones de invitados o las que ya estaban en uso. No había ninguna señal de Tate, ni un murmuro del viento indicándole por dónde se encontraba. De pronto, como si un foquito sobre su cabeza se encendiera, un lugar en específico le llegó a la mente, no tenía esperanzas de encontrarlo ahí, pero no perdía nada con investigar.

The eyes never lieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora