Capítulo Veintiséis

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—¿Hola? ¿Sigues ahí, cariño? ¿Tu madre está bien? ¿Necesitas que mandemos a alguien?

No soy capaz de responder, no soy capaz de articular una palabra mientras la operadora me me hace miles de preguntas. Estoy petrificada, con la boca abierta y los ojos muy abiertos, sin parpadear y llenos de lágrimas.

—Estás más alta, has crecido mucho— añade él, mientras me mira de arriba a abajo —, y todavía de una pieza— menciona, deteniéndose en la escayola que envuelve mi pie —. Veo que estos desgraciados han cuidado muy bien de ti y por eso no has vuelto conmigo.

El pánico me envuelve, me incita a perder el control, a volverme loca, a salir corriendo incluso si me duele el pie y dejar mis muletas atrás, a rogarle por mi vida y por la de Janice, a tumbarme en el suelo en posición fetal y llorar a gritos.

Pero no puedo hacerlo. Tengo que mantener el control para poder manejar la situación, para poder salvar a Janice y salvarme a mí, asegurándome de que se llevan a este hombre lejos de nosotras y de que yo no lo vuelva a ver jamás. Necesito mantener la calma para poder pensar en un buen plan.

—Quiero que sueltes ese móvil, ya— me ordena, amenazándome con una palanca que sujeta su mano derecha. Probablemente golpeó a Janice con eso en la cabeza.

Trago duro y disimuladamente, pongo el móvil en altavoz y lo dejo lentamente sobre la mesa de la isla, sin dejar de apoyarme.

—¿Qué le has hecho a Janice?

—Nada— responde, encogiéndose de hombros con despreocupación —, solo se ha quedado dormida.

—Le has golpeado en la cabeza con una palanca— lo acuso, para que la operadora que está al otro lado de la línea pueda oírme bien. Ella se mantiene en silencio, seguramente porque ya ha pasado por una situación similar y sabe cómo actuar.

—Iba a llamar a la policía, y no podía dejar que me impidiese ver a mi hijita— no retrocedo cuando se acerca a mí por mucho que quiera hacerlo. Sé que solo es cuestión de tiempo que la policía rastree mi localización mediante el móvil y envíen a alguien a detenerlo —te he echado de menos. La cárcel es un lugar frío y horrible— me estrecha entre sus brazos. Huele a algo podrido, a sangre y a tierra.

Tengo ganas de vomitar.

—¿No te has dejado crecer más el pelo?— inquiere, cuando se separa de mí y coge entre sus dedos un par de mechones de mi cabello, que me llega por los hombros y está cortado a capas —Pareces una prostituta.

—Me gusta mi corte de pelo.

—A mí no— los deja caer con desprecio y me examina otra vez con la mirada —Vámonos a casa.

Lo miro con terror, sin saber cómo reaccionar, cuál es la mejor respuesta ante eso.

—Ya estoy en casa— balbuceo —, eres tú el que tiene que irse.

—No me pongas las cosas difíciles, Gwendolyn, he venido a buscarte— dice, con los dientes apretados —. Ahora, vámonos.

Me quedo donde estoy, sin moverme, como si fuera un animal a punto de devorame, un depredador delante del que yo no debía hacer ningún movimiento brusco.

—¿Por qué mataste a mamá?— escupo, mirándolo directamente.

Hay que ganar tiempo. Tengo que ganar tiempo.

—Yo no la maté, se dio un golpe en la cabeza contra la esquina de la mesa y murió— se defiende él.

—La mataste— mantengo —, dejaste que muriera.

—¡Iba a dejarme!— grita él de repente, golpeando con fuerza la puerta de la cocina. Yo retrocedo un par de centímetros, asustada ante su repentina y violenta reacción. Unas tijeras sobre la mesa lucen y aprovecho que mi padre baja la cabeza para inclinarme sobre ellas, cogerlas y ocultarlas en mi espalda —Iba a dejarme y a alejarte de mí, ¿crees que le iba a dejar hacerme eso? ¿A mí?

Tiemblo ante su confesión.

—Ahora, vámonos.

Lo miro directamente, seria. Me acerco a él con cuidado, apoyándome en la mesa y con las tijeras detrás de mí. Sé que quitarle la palanca a un hombre que es el doble que yo me es imposible, así que tengo que defenderme con otro arma.

Lucha.

Pelea.

Sobrevive.

—Eso es, buena chica.

En cuanto se da la vuelta para guiarme hasta la puerta, mi brazo se alza, agarrando las tijeras con fuerza, y se las clavo torpemente en el brazo, no buscando asesinarle, pero sí hacer que suelte la palanca.

Al mismo tiempo que mi padre suelta un aullido de dolor, la palanca se le cae al suelo y sus manos temblorosas y sucias se aferran al mango de las tijeras, intentando sacarlas. Se da la vuelta tambaleándose y me mira con los ojos inyectados en sangre por la ira, la boca babeante y aprieta los dientes. Jadea irregularmente y se mantiene en una postura encorvada hacia delante.

—¡Zorra desgraciada!— me insulta, en un gruñido que suena como el de un animal enfurecido —¡¡Te mato!!

Recojo rápidamente el móvil subiéndome a la mesa y me agacho para recoger una de mis muletas del suelo. Lo empujo lo más fuerte que puedo. Después, salgo corriendo apoyándome en la muleta como si fuera un bastón y subo las escaleras torpemente, hasta mi habitación. Cierro la puerta detrás de mí, pongo el pestillo y me encierro dentro de mi armario.

—Por favor, manden a alguien rápido— susurro, jadeando.

Pero no hay nadie en la otra línea.

Intento encender el móvil, pero no funciona; se le ha agotado la batería y no sé desde cuándo.

¿Y si no mandan a nadie? ¿Y si...?

—¡Gwendolyn!

Me llevo las manos a la boca para evitar que me escuche respirar mientras yo le oigo subir las escaleras.

—¡Ven aquí, joder, voy a matarte!

Se me escapan lágrimas de los ojos mientras pongo silenciosamente ropa delante de mí para que le sea mucho más difícil encontrarme si abre el armario. Tiemblo con violencia y rezo interiormente.

—Tú también quieres dejarme, ¿verdad? ¿¡Eso quieres!?

Cierro los ojos con fuerza y pego la frente a mis rodillas.

—Pues no vas a conseguirlo.

Quiero gritar, gritar por la ventana. Asomarme y gritar todo lo fuerte que pueda por ayuda, hasta que mis cuerdas vocales se desgarren, hasta que mi garganta quede al rojo vivo y ya no tenga aire en los pulmones.

—¡¡Gwendolyn!!

Los golpes en la puerta de mi habitación me arrancan un pequeño sollozó y me pegó todavía más al interior del armario.

—¡Ya basta de juegos, niñata!— me grita. Y sé que está furioso. Sé que no parará hasta encontrarme.

Y cuando me encuentre...

Escucho la madera del marco de la puerta crugir ante los golpes, las bisagras chirriar como gritos o risas enfermizas.

Está cediendo. La puerta está cediendo.

Entonces, un golpe final hace que el pestillo se rompa y ruede por el suelo. La puerta se abre con un chirrido desagradable y escucho cómo mi padre pone la habitación patas arriba, gritando e insultando, hasta llegar al armario.

—Gwendolyn..., Gwendolyn...— murmura, canturreando.

Abre la puerta y yo me cubro con las manos, como si pudiera hacerme invisible.

Entonces, escucho un grito.

Schizophrenic[Masky]© Book 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora