Mi caballo, con paso parsimonioso me condujo a través de una vía principal hasta una plaza en la que destacaba una gigantesca fachada de piedra. Sobre ocho plintos de planta cuadrada se elevaban otras tantas columnas inmensas que soportaban el peso de un frontón de proporciones titánicas. Todos estos elementos constituían un pórtico extraordinariamente bello, anexo a una singular nave de planta ovalada cuyas dimensiones estaban en consonancia con el resto del conjunto arquitectónico. En el entablamento, una leyenda esculpida con grandes letras daba luz sobre la razón de ser del templo "CIERDRES DIOSA DE LA ESPADA Y SALVADORA".
Frente al templo había una estatua ecuestre de gran porte. Desmonté y me acerqué a ella para admirarla. Estaba labrada en lustroso basalto. Como todas las que había visto a lo largo de la mañana, esta era también una genialidad del mismo autor. Debió ser este en su tiempo, sin lugar a dudas, un dechado de maestría en el arte de la escultura. La calidad del artista no desmerecía en absoluto a la deidad que representaba su creación. La amazona montaba sobre un poderoso corcel. Su cara tenía rasgos infantiles. Su cabeza estaba cubierta por un aparatoso yelmo coronado por grandes plumas. Cubría su cuello un gorjal- determinó mi imaginación que era de acero, al igual que las desproporcionadas hombreras que protegían sus hombros- Desde ellos descendía, como en una cascada, una gruesa capa que cubría su espalda y se precipitaba hasta los ijares de la montura. Desde su cadera derecha pendía la vaina en la que se alojaba una espada cuya hoja era corta y ancha. En su espalda, apenas visible, bajo uno de los pliegues de la capa, asomaba la empuñadura de otra espada. Era patente la naturaleza guerrera de la muchacha, más si cabe, observando la actitud aguerrida del caballo que piafaba violentamente en el momento de la inmortalización.
Noté nervioso a Infínite. Intenté tranquilizarle dándole unas palmadas en el cuello. Estaba segura de que el también estaba reviviendo de alguna forma recuerdos del pasado. Caminé hacia la puerta del templo. A medida que me aproximaba a él sentía cómo se erizaba el bello de mi nuca. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando crucé el umbral de la puerta de entrada y me sumergí en una oscuridad sugestiva, como si me hubiera engullido una gran ballena. El ambiente era fresco, como una brisa de mar en una mañana de invierno. Flotaba en él una embriagadora fragancia a incienso. Ansiosa por acapararla toda para mis pulmones, me deshice de la gasa y respiré profundamente. No me destoqué de mi chambergo a pesar de que con ello transgredía con la costumbre. Lo mantuve ladeando, ocultando con celo mi aspecto. La oscuridad apenas se atenuó cuando, pasados unos instantes, mis ojos se acostumbraron a ella. Comenzaron a aparecer entonces, siluetas humanas donde poco antes sólo había negrura. La nave estaba llena de gente. Me sorprendió porque antes de adquirir la capacidad de ver, creía estar en un lugar prácticamente vacío. No se escuchaba tan siquiera el vuelo de una mariposa.
Estaba inmersa en actualizar toda esta nueva información en mi cerebro cuando tronó una voz potente y grave, llenando cada partícula de aire con una vibración incisiva y punzante. Era un sacerdote que desde un estrado comenzaba a pronunciar una homilía. Me percaté de que en uno de los laterales de la nave palpitaban delicadamente gran cantidad de velas encendidas, como cientos de luciérnagas en las ramas de un seto. El religioso recitaba bellas composiciones con una pasión desmesurada. Veía titilar minúsculos destellos en los rostros de algunos fieles. Estaban llorando de emoción. La escena era conmovedora. Aquel amor, aquella veneración tan sentida y enajenada tendría que ser el mayor anhelo de un dios- pensé y presentí en mi cara una sonrisa cargada de amargura-. Aparté estos pensamientos de mi mente y continué alimentándome con todos los sentidos del momento.
Busqué con la mirada al oficiante. Cuando le distinguí en la penumbra comprobé que sus ojos estaban clavados en mí como aguijones. Fui testigo de cómo aquel ojiplático rostro , a la luz de las velas, adquiría un tono cetrino y lechoso, como el de la hierba escarchada bajo la luz de la luna. Tal fue el desencaje de sus facciones que los fieles, alarmados y preocupados por la transformación, se giraron hacia el lugar donde me encontraba yo en busca del origen del espanto que se reflejaba en aquella cara. Mi reacción fue rápida. En un abrir y cerrar de ojos, mis pasos me habían situado junto la salida. Nadie pudo dar fe de presencia extraordinaria alguna en aquel lugar salvo el propio religioso. Días más tarde supe de él. Había hecho una defensa tan vehemente sobre la versión que le habían descrito sus ojos que fue dado por loco.
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La rebelión de Cierdres
Fantasía🥇 Governo, un fanático cruel y sanguinario, atrae y adoctrina a gentes necias y defenestradas por la sociedad, obligándolas a abjurar de su religión a favor de Toikis, un nuevo dios fruto de su imaginación. No son religiosos los propósitos de Gove...