Capítulo 32- La Batalla de las Escamas (Tiempos de Governo)

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Una cálida brisa azotó mi cara haciéndome dudar de las escenas que se recreaban en mi mente. Era un aire denso, saturado de penetrantes aromas que evocaban a los dorados campos de cereales en los preludios del verano. Abrí los ojos sobresaltada y me horroricé con la visión. Unas imponentes fauces amenazaban con devorar mi rostro. Un grandioso grito quedó obstruido en mi encogida garganta cuando comprobé que el pavoroso monstruo no era tal. Se relajó mi tensión de forma drástica cuando distinguí presidiendo aquel gran hocico dos grandes coanas nasales equinas. El caballo resoplaba sobre mi tez.

—¡FANCIA, HAS VUELTO!

Me incorporé embargada por la dicha y al hacerlo comprobé que de las crines del animal se proyectaban tenues reflejos rojizos. Podía ver cómo mi triturado alma abandonaba mi cuerpo. Fue demoledor constatar que se trataba del gran alazán. Una vez más, la fortuna se mostraba esquiva. Pensé que en esta ocasión el destino había ido demasiado lejos. Había jugado sucio valiéndose de la cándida vulnerabilidad que me afectaba. Esperó pacientemente y me embistió por la espalda. El muy despreciable sabia que me habría abrazado a una serpiente con sólo oír el nombre de mi amada yegua.

Me dejé caer sobre el lecho herbáceo dolorosamente derrotada. Mis ojos comenzaron a colmarse de lágrimas. Lloré mientras contaba mentalmente todas las teselas de mi fraccionado corazón. Lloré hasta perder la cuenta. El llanto me abandonó en algún momento del amanecer. No con poco esfuerzo conseguí levantar mis hinchados párpados y nada mas hacerlo, unos ojos negros me atrajeron hacia su infinita profundidad. Mi joven compañero me miraba fijamente. "Daría mi bazo por saber  qué pasa por tu mente, pequeño amigo " pensé.

—Digo yo que tendrás nombre ¿no es así?— no hubo reacción alguna por su parte. "¿Acaso no ven sus ojos ni oyen sus oídos?" Pensé
—Bien, supongo que tienes derecho a no contestar pero te advierto de que en algún momento tendré que llamarte por tu nombre y si para entonces sigo desconociéndolo te pondré uno yo. Si te soy sincera, se me da horriblemente mal eso de poner nombres ¿sabes? Una vez tuve un perro que se llamaba pedorreta. El nombre se lo puse yo.

La línea de sus labios se combó  tímidamente. Lo tomé como un evento extraordinario, lo suficiente como para premiarme con una pequeña ración de autocomplacencia. Continué interrogándole, no tanto por la necesidad de obtener respuestas como por el deseo de sacar al niño de aquel autodestructivo bloqueó.

—¿Tienes padres? ¿Qué ha sido de ellos? ¿cuántos años tienes? Yo tengo trece años ¿Te gustan los caballos? ¿Alguna vez has cazado una mariposa? A mí, una vez se me posó una en la cabeza — me llevé la mano a la coronilla con el objeto de indicarle el lugar exacto. Mis dedos tropezaron con las grandes plumas que había colocado en ese mismo lugar la mañana anterior. Por un momento pensé en deshacerme de ellas. Un impulso inexplicable me lo impidió. Fue entonces cuando aquellas plumas tomaron para mí una dimensión diferente. Sospeché que se cernía sobre ellas alguna especie de embrujo. Por alguna razón , la relación que me unía a ellas estaba sujeta a unas reglas carentes de toda lógica.

—Gaemenón— dijo el pequeño.

—¿Gaemenón? ¿Qué quieres decir?

—Gaemenón. Ese es mi nombre.

Escuché su voz con sentida devoción. Me dije que sería bonito tenerle siempre cerca de mí y que todos los días me regalara una palabra. Una sola palabra. Inmediatamente después me avergoncé pues consideré que aquel era muy alto regalo incluso para una diosa.
Me abalancé sobre él y le abracé. Puse gran esmero y efusión pues puse por los dos.

No hubo tiempo para más ternura. El sonido lejano de algunos caballos al galope acabó con el bello instante. Nos incorporamos rápidamente y montamos en el caballo. Los pude ver de inmediato. Un quinteto de jinetes se acercaba a nosotros a gran velocidad. Nos habían visto, no me cupo duda. Después de observar algunos segundos al grupo que se aproximaba, mi alarma perdió intensidad. Mi experiencia me decía que, a juzgar por su desgarbada apostura sobre los caballos, aquellas personas eran gentes sencillas carentes de destreza en el arte de la monta. Descarté de inmediato que fueran toikistianos. Pronto nos dieron alcance. Observé su lastimosa estampa. Sus ropas desvaídas confirmaban mis primeras impresiones. Igual que nosotros, ellos también habían huido de Bardem la noche anterior. Todos ellos, sin excepción, desmontaron y se lanzaron a los flancos de nuestra montura. Atenazaron mis piernas y mis brazos para después colmarlos de sentidos besos y caricias. Lloraban todos ellos con emoción. Sentí cómo mi piel era traspasada por una ingente cantidad de veneración y del más devoto amor del cosmos.

La rebelión de Cierdres Donde viven las historias. Descúbrelo ahora