Capitulo 1: El inicio del fin

376 25 12
                                    


Mi vida ordenada y perfecta había concluido. En ese momento no me di cuenta. Durante los días que siguieron, no hablé, no sonreí, no sentí, no salí de casa. Continué con la rutina. Me levanté al día siguiente sin haber pegado un ojo en toda la noche, me limpié la cara, me puse las cremas, me perfumé, me vestí, quité las sábanas del sofá, preparé un té de canela con miel y galletas que me comí sin saborear, acomodé, limpié, acondicioné el departamento y me puse a trabajar en las ilustraciones de mi nuevo cuento infantil que debía entregar en una semana, eso me mantiene, hace ya años vengo trabajando con increíble facilidad los narrados para los menores. Me da un poco de calma en el remolino mental al que llamo vida. Sonaba el teléfono y dejaba que atendiese el contestador; cada dos por tres el celular me advertía un mensaje, que no leía; entraban e-mails y no los abría, a menos que fuesen de la editora o de mis tutores; con ellos, la farsa debía seguir. "Todo de maravilla, señorita Eleanor. Tengo mucho en que ocuparme en el trabajo. Saludos. Pip."

Hasta que, tres días más tarde, un hecho simple desencadenó la tormenta que venía gestándose y que yo no quería o no podía advertir. Levanté la tapa del canasto de la ropa sucia —por fin me decidía a lavar ropa—, y vi una camiseta de Leila, la que había usado un día anterior al debacle —así apodaba al fatídico suceso—, una de mis favoritas, blanca con nuestros nombres en ella y la Torre Eifel de fondo. Dejé caer la tapa con un sollozo, incapaz de tocar la prenda. Abrí la heladera y observé el frasco mayonesa y mostaza de Dijon, el de pickles de pepino y las latas de cerveza, productos que yo detestaba, casi tanto como que me llamen francés, y que siempre compraba para ella. Que no volvería a comprar. Desde la alacena seguían golpeándome las imágenes de las cosas que Leila había dejado atrás: su mug favorito, el que habíamos traído de Londres la vez que la presenté a mis tutores; son como mi única familia ya que luego de la repentina muerte de mis padres cuando aún era un bebé, y dándose la casualidad que nadie de mis familiares se presentó exigiendo mi custodia, me mandaron a un orfanato en el cual esta curiosa pareja me adoptó. Nunca dejaron que les llame papás, era una de sus tantas reglas, solo eran mis tutores.

Su copa de cristal que usaba para tomar vino y la otra, para el coñac, y el porrón. Fui a nuestro dormitorio y abrí la puerta del placard, habitado por sus efectos personales. Los gemelos de oro con sus iniciales L y P, que yo le había regalado para su último cumpleaños, destacaban del conjunto. Giré la cabeza y me atreví a echarle un vistazo a la cama, nuestra cama, donde la había encontrado con uno de mis amigos. Seguía revuelta, como la habían dejado mientras se vestían a los apurones. No reunía el valor para poner mis manos sobre las sábanas. Me instaba a arrancarlas y lavarlas en agua hirviendo, sin éxito. Hacía tres noches que dormía en el sofá del living y era la primera vez desde esa noche que volvía a fijar mis ojos en el sitio donde ella y él me habían acuchillado por la espalda.

Caí al suelo, delante de las puertas abiertas del placard, y me largué a llorar a los gritos, y por primera vez en mi vida no me importó lo que pensaran los vecinos. En mis treinta y un años, había llorado pocas veces, pero de seguro nunca como en esa oportunidad. No sabía que se podía llorar con tanto sentimiento, con tanta pasión, con tanta furia, tanto dolor. Los alaridos, que me desgarraban la garganta, también me limpiaban el pecho. Quedé en posición fetal sobre el piso de roble, ese que con tanto amor mande a hacérselo exclusivamente a ella, y por alguna razón inexplicable en mi mente llamaba a mi mamá. No recuerdo nada de ella, me atrevo a decir que hasta ni la conocí, sin embargo; en el peor momento, siento que tendría las palabras para consolarme. Por supuesto, ella ahora estaba totalmente fuera de cualquier línea de comunicación, y pedirle que me consolara quedaba fuera de discusión, más allá de que no lo hubiera hecho aunque viviese aún. Mostrarme quebrado y humillado frente a alguien que no fuera la televisión era simplemente inaceptable. Mi fuerza, la que me caracterizaba, construida sobre la base de un orgullo gigantesco, había desaparecido; necesitaba que alguien me abrazara.

Despegué la mejilla del piso y me incorporé con dificultad. Pocas veces había experimentado esa flojedad. Fui a mi tablero y tomé mi celular. Repasé el listado de mensajes pendientes. La mayoría eran de Leila. No los leería. ¿Qué excusa me daría? Se me ocurrió que, a lo mejor, no pretendía excusarse; tan solo decirme que quería el divorcio y preguntarme cuándo podría pasar a recoger sus cosas y cuándo podríamos poner a la venta el departamento.

Entré en pánico y, con dedos temblorosos, busqué rápidamente su nombre, Estella Havisham, mi amiga de la infancia. Apreté las teclas y le envié un mensaje que, sin duda, la alarmaría. Y de nuevo, por primera vez en mi perfecta, condescendiente y disciplinada vida, me importó un pepino.

Te necesito. Urgente. Estoy en mi casa. Entra con tus llaves.

Pasaron aproximadamente unos siete minutos antes de que la mirada impaciente de Estella esté a solo unos centímetros de la puerta, la cual Pip se apresuró a abrir apenas escuchó los toqueteos.

~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

Estella, en el transcurso de su casa a la residencia de Pip, ya había preparado un discurso para decirle en cara que si estaba llorando por esa Lena o lo que sea, iba a degollarla para luego hacerlo con él, por iluso y ciego. Más no pudo formular palabra alguna cuando el rubio apenas abrió la puerta se abalanzó contra ella y comenzó a llorar a mares, llantos que al minuto se convirtieron en balbuceos de disculpa, mezclados con arrepentimiento y desesperación. No pudo accionar a nada. Solo dejo que Pip se descargara en sus brazos mientras le acariciaba maternalmente la espalda y sus finos cabellos a forma de consuelo. Siendo sincera siempre le había tenido un poco de envidia a su impecable cabellera de Ángel, y en resumen a todo él.

Lo abrazó, recordando aquellos tiempos. A los cuales juró que no permitiría que Pip volviese y, lamentablemente, la misma situación se repetía, tenía a Pip siendo consolado por ella en su regazo mientras el lloraba desconsoladamente a mares. Ya tendría tiempo de regañarlo. Ahora la prioridad era sacarlo de ese matrimonio sin amor al cual su pequeño "hermano", puesto que no era de sangre sino más bien algo sentimental, se metió cegado totalmente por el enamoramiento.

Una vez en casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora