Capitulo 5: Accidentado

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A la mañana siguiente, me desperté al Alba. Había dormido mal y poco, no porque hubiese pensado en Leila, en su traición, en la cantidad de mensajes que me dejaba por día, ni el divorcio que enfrentaría a mi regreso, ni la decepción que les causaría a mis tutores; nada de eso; me atormentaba el extraño corredor solitario. ¿Por qué me había obsesionado con él? Analizándolo desde un punto de vista psicológico, resultaba probable que en él hubiese hallado una vía de escape a tanto dolor, una distracción agradable, o quizás una manera de vengarme.


Como fuese, me importaba un rábano.

El Phillip prudente, que solo tenía ojos para su esposa, estaba vistiéndose para salir a correr por la playa con la clara intención de encontrar a un extraño y darle conversación. No contaba con ropa adecuada, por lo que me puse unos pantalones de Estella, que a ella debían llegarle a medio muslo; a mí me cubrían las rodillas. Me abrigué con un polar y una campera. La falta de zapatillas la resolví con facilidad: correría descalzo; había escuchado decir que la arena suavizada las callosidades.

Empezaba a clarear cuando mis pies tocaron la arena fría. Me recorrió un escalofrío, tal vez a causa de la gélida brisa matinal o tal vez de anticipación. Inicié un trote ligero y encaré en dirección contraria a la que él traía el día anterior.

El corazón se me desbocó al distinguir a lo lejos las figuras del corredor y de su perro. Me di cuenta de que me ensordecían mis propias pulsaciones. La boca se me secó y me palpitaba la garganta. Jamás en mis treinta y un años había reaccionado de una manera tan desmesurada ante un hombre, ni siquiera con Leila. Me sentí vivo y exultante, y ni siquiera sabía cómo era su rostro; podría ser feo como un murciélago. La situación era loca, patética, triste, pero me liberaba como nada lo había hecho en mi vida de precisión y previsión. "Técnicamente, seguís casado con Leila", me recordó mi costado responsable. "¡A la mierda con Leila!", le contestó una voz nueva.

Nos aproximamos. Me preguntaba si lograría articular; la sequedad en la boca me hacía dudar. Debía conseguirlo; tal vez sería la única oportunidad que se me presentaría para entablar una charla. El corredor solitario mantenía la vista baja con una pertinacia que me llevó a pensar que lo hacía a propósito; ni una vez alzó la vista. Nuestras piernas comían los metros y nos acercaban. Faltaban segundos para cruzarnos. Tragué varias veces.

-¡Buen día! -Exclamé al pasar a su lado, y ni siquiera el pastor alemán se dignó a ladrarme, hecho que me ofendió profundamente. "Ni siquiera los perros te llevan el apunte" me castigué.

Los ojos se me llenaron de lágrimas al evaluar el papelón que acababa de protagonizar: la voz se había surgido disonante, y su cadencia poco sincera habia desvelado mi ansiedad; para cualquiera habría resultado evidente que venía practicando lo del saludo hacia kilómetros. Me había expuesto como un insecto al fuego y me había quemado hasta las pestañas. Una nueva humillación, como si la de Leila traicionándome con mi amigo no hubiese bastado.

La puntada me tomó por sorpresa. Solté un alarido y me desmoroné sobre la orilla. La pierna se me había desmadejado como si de pronto fuese de trapo. Comprendí que había pisado un elemento cortante, un vidrio, tal vez. El pedazo de lata oxidada, que de seguro algún muy gracioso transeúnte tiró al pasar por ahí, estaba incrustada en medio de la planta de mi pie, y tal fue el agonizante, que me provocó una arcada. No habría sido capaz de arrancarlo aunque de eso dependiese mi vida. ¿Cómo regresaría? Me había alejado varias cuadras, y de seguro necesitaría puntos. Las lágrimas corrían por mis mejillas, las cuales ahora estaban color carmín por la vergüenza y humillación que pasé esa mañana. ¡Qué suerte perra!

Me sobresalté cuando un hocico apareció a mi derecha. Un instante después, el corredor se acuchilló junto a mí y, sin emitir palabra, me aferró por el talón y estudió mi herida. "Menos mal que me depilé", pensé.

Una vez en casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora