Para un pensador, para un soñador, para un filósofo, no hay nada que tanto conmueva como un buque cuando parte. La imaginación le acompaña a pesar suyo en sus combates con el mar, en las batallas que empeña con los vientos, en el camino de aventuras cuyo término final no es siempre el puerto y, por poco que sobrevenga un incidente insólito, la embarcación se presenta bajo una forma fantástica hasta a los más rebeldes espíritus prosaicos.
Las aventuras del capitán Hatteras, de Jules Verne.
Los primeros días de entrenamiento con pilates extremo, fueron muy duros. Nos dolía cada centímetro de nuestro cuerpo. Los despiadados estiramientos a menudo producían microdesgarros musculares que dolían muchísimo. Los calmantes y, sobre todo, la elastina que ingeríamos masivamente eran nuestro único consuelo.
César sufrió algún desgarro severo y algún día tuvo que interrumpir el entrenamiento. Aun así, no abandonó y siguió la preparación afrontándola con valentía y estoicidad.
Nuestros cuerpos se modificaban. Nos estábamos adaptando, mejorando la capacidad para contorsionar nuestra anatomía hasta límites insospechados.
No acabó ahí la tortura. Finalizadas las dos semanas preliminares de pilates extremo, las cosas empeoraron notablemente. Nos presentaron entonces un aparato maldito, una máquina de sufrimiento y penurias llamada «centrifugadora».
Básicamente, era como un aro metálico de unos tres metros de diámetro. Te sujetaban al artefacto por las muñecas y aquello empezaba a girar a velocidades vertiginosas. La fuerza centrífuga generada (al menos, nunca se superaba los diez g) te estiraba y te estiraba convirtiendo tu cuerpo en un auténtico espagueti.
César era el más atrasado de todos en sus logros. El dolor que experimentaba en la máquina centrifugadora era inenarrable. A menudo gritaba desconsoladamente. Al finalizar sus sesiones, él siempre terminaba con el rostro desencajado, con una cara que era la viva imagen del sufrimiento. Pero no abandonó.
Fue ahí cuando comenzaron los primeros enfrentamientos entre César y el imbécil. Empezó con un comentario doliente, que quizá solo pretendía ser gracioso:
—César, que quisiste ser espagueti, pero te quedaste en ravioli... —dijo Juan Argento para luego reír sonoramente.
Mi amigo nauta no supo entender la broma y Alicia y yo tuvimos que sujetarlo para que no le golpease. Por suerte, el pobre César, estaba tan debilitado que no tuvimos que esforzarnos mucho para reducirle.
Y nuestra situación siguió empeorando:
—Ha llegado el momento de que les confiese un tema —anunció Marañon—. Sometidos a las fuerzas de marea que han de soportar en el interior del agujero de gusano, sus cráneos estallarían y ustedes morirían en el acto. Es necesario que sus cajas craneales reciban un tratamiento especial. Los bebés durante el parto son objeto de intensas presiones en los huesos de la cabeza. Para ser como ellos, todos ustedes serán objeto de una operación quirúrgica por la cual los huesos de sus cabezas quedarán separados para recuperar la flexibilidad de un recién nacido. Volverán ustedes a tener fontanela, como los bebés. No se preocupen, los analgésicos les ayudarán a superar las jaquecas.
Así que fuimos uno tras otro pasando por el quirófano. Cuando aquello estaba mínimamente cicatrizado, volvimos a la terrible máquina centrifugadora, pero dejaron de sujetarnos por las muñecas para empezar a sujetarnos por los tobillos. Era mucho peor, a menudo la sangre se acumulaba en la cabeza. Los que no perdíamos el sentido en la centrifugadora, sentíamos perfectamente nuestros huesos craneales desencajarse, en un crac crac muy doloroso al principio; luego, cada vez menos.
En cierta ocasión, Ben, al finalizar con la centrifugadora, se quedó con los huesos desencajados porque no volvieron a su posición normal. y su cabeza pelirroja quedó con forma de cono. Tenía un aspecto muy feo, era muy raro aquello.
—¡Help! ¡Help! —exclamó Ben, quien hablaba en norteño cuando se asustaba de verdad.
—Hum, quizá deba usted volver al quirófano, Ben —dijo Marañón.
Pero no fue necesario. Somos nautas y un golpe bien dado de César hizo que la cabeza de Ben volviera a su posición correcta. Luego, le hicieron escáneres y todas esas cosas, para comprobar que su cabeza pelirroja había vuelto a su sitio.
Al comenzar alguno de los días, César y el imbécil llegaban con un ojo morado o el labio partido. Por lo visto, se odiaban más o menos en secreto y, cuando nadie los veía, se dedicaban a zurrarse sin compasión. Por muy duro que fuera el entrenamiento, ellos tenían que encontrar la forma de maltratarse todavía más. Al parecer, no les era suficiente. Cosas de nautas. No los reprendí por sus peleas, pues necesitaban cada átomo de motivación para superar lo que quedaba para finalizar el entrenamiento. En cierto modo, esa era su forma de entretenerse.
Las dos últimas semanas fueron las peores. Nos presentaron un nuevo artefacto, una nueva máquina de sufrimiento. Se llamaba potro, y era la evolución de un instrumento de tortura de la antigüedad. Consistía en una especie de cama sobre la que te acostabas; luego, sujeto por las muñecas y los tobillos, la máquina comenzaba a estirarte con saña. En la antigüedad, la gente era torturada hasta la muerte en el potro, pero gracias a nuestro entrenamiento y las generosas dosis de elastina, nosotros éramos capaces de sobrevivir,
—Señor Marañón, ¿y no se descoyuntarán nuestras articulaciones con este desmesurado estiramiento? —Preguntó el doctor Mancebo la primera vez que nos enfrentamos al potro.
—Por supuesto que lo harán, pero con el tratamiento adecuado de elastina, no tienen nada que temer.
El potro fue lo más doloroso. Las poleas que sujetaban muñecas y tobillos nos estiraban más y más, hasta sentir perfectamente la horrenda forma en la que nuestros brazos abandonaban la articulación de los hombros. Pocas cosas hay más desagradables que sentir la bola del fémur de tu pierna abandonando la articulación en la cadera. Después de que dejaran de estirarnos, las cosas casi siempre solían volver a sus ubicaciones originales. De cualquier manera, para nosotros la maniobra orientada a recolocar el hombro se convirtió en una práctica habitual.
Otra de las consecuencias del potro era la dificultad para respirar. La caja torácica quedaba atrapada y no era fácil mover los pulmones. El riesgo de asfixia no era descartable. Sin embargo, se puede sobrevivir sin necesidad de respirar, tal como hace el recién nacido al pasar por el estrecho canal del parto.
A nosotros nos inyectaban una extraña sustancia similar a la mioglobina obtenida de los cetáceos. En la Tierra, los cachalotes de los océanos pueden pasar tiempos muy prolongados sin respirar. Incluso, cuando tienen que sumergirse en las profundidades, no toman aire; por el contrario, vacían sus pulmones para perder flotabilidad y bajar más fácilmente. La clave está en que los cachalotes —al igual que otros cetáceos— no retienen el oxígeno en los pulmones, pues lo acumulan en sus músculos.
Al final de los dos meses del terrible entrenamiento, todos fuimos capaces de superar el nivel mínimo de estiramiento necesario para recibir la calificación de «exonauta». Incluso César, que llegó al nivel de estiramiento del 21 %, estuvo por encima del 18 %, el mínimo requerido.
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El quásar (FINALIZADO)
Science FictionEn esta nueva aventura, la cuarta, Rebeca visita un extraño y misterioso quásar. Mi nombre es Rebeca Vargas y nací en Ceres, un planeta enano del sistema solar. Para vosotros el sistema solar no significa nada, es una mera palabra de pronunciación...