El ritual

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El doctor Livingstone, supongo.

Henry Morton Stanley.

Cuando Berta se esfumó de repente, quedamos rodeados por la chusma enfervorecida y no nos sentimos seguros. Así que nos dirigimos a trompicones hacia nuestro escarabajo, que había quedado en la margen del río negro. Al menos, allí los frenéticos insectos no nos pisarían.

Los guardias que nos habían custodiado durante todo el último tramo del camino tampoco estaban, quizá perdidos entre la multitud.

Al llegar al río, el escarabajo también había desaparecido. Nos quedamos sin saber qué hacer. Tras dialogar entre nosotros convenimos en esperar unos minutos a que la gente se relajase. Luego, buscaríamos a Aguirre, estuviera donde estuviera.

Berta reapareció tan repentinamente como se había esfumado. Movía sus brazos de forma armónica, acompañando sus palabras con un extraño ademán de sus manos. Parecía feliz.

—Él está contento y yo estoy contenta. Me ha dirigido la palabra; Él lo ha hecho, y ha manifestado su alegría por la presencia de los enviados del sistema solar. No puedo disimular por más tiempo: soy portadora de buenas noticias.

—Dispara —dije.

—Él nos ha invitado cortésmente a la ceremonia. Apresuraos, amigos. El ritual está a punto de comenzar y debemos ser puntuales. No podemos demorarnos.

—Espera. ¿Qué ceremonia?

—El Ritual de Hermanamiento entre las Civilizaciones. No cabe mayor honor. Allí estaremos, junto a otros principales del lugar, dando fe, dejando constancia y siendo testigos del encuentro entre dos mundos.

Comenzamos a seguir a Berta, que caminaba apresurada, como un conejo loco con prisa en un país de las... No, este no era un mundo de maravillas. Más bien estábamos en el País de las Pesadillas.

—¿Cómo será la ceremonia?

—El rey fecundará a la reina y nosotros presenciaremos el acto de hermanamiento entre los dos mundos. Ellos proveerán y asegurarán la descendencia en la colmena. ¿Lo sabíais? La reina madre es extremadamente fértil.

—Pero vamos a ver... —dijo Alicia.

—Quieres decir —interrumpió César— que vamos a presenciar a Aguirre montándoselo con un insecto. Yo respeto que cada uno haga lo que quiera, pero ciertas cosas están mejor en la intimidad, la verdad...

—¡Calla, tú! ¡Blasfemo! —Berta detuvo su andar, se volvió hacia César y, con aire amenazante, comenzó a mover sus caderas en círculos—. No te atrevas a ensuciar tu boca con esas palabras. Por mucho menos de eso, la reina madre ha decapitado a más de uno...

Vinieron a mi mente las cabezas empaladas que «adornaban» los márgenes del río de brea. La advertencia de Berta iba en serio. Por lo visto, esta reina madre parecía una reina de corazones en el País de las Pesadillas, siempre presta a gritar lo de «que le corten la cabeza».

—Berta —dije—, no se lo tengas en cuenta. Venimos de muy lejos, tú lo sabes. Nuestras costumbres son distintas y estamos todavía adaptándonos a este mundo. Déjalo estar, por favor.

—Ya —continuó Alicia—, pero lo de que Aguirre vaya a fecundar al insecto no es creíble. Mucho me temo que tras esa prolífica y fértil reina están los machos de su guardia personal...

—Me pregunto si merecéis asistir al ritual más sagrado de esta comunidad. Tal honor no se le concede a cualquiera.

—Créeme, Berta—dijo José María con una sonrisa—, estoy deseando contemplar ese ritual. Debe ser interesantísimo desde el punto de vista antropológico...

— ...y biológico —apuntó Alicia—. Yo también quiero asistir.

—Ya lo ves, Berta —dije—, estamos deseosos de ver a Aguirre en plena acción. En verdad, yo lo que quiero es charlar con él durante unos minutos.

—Bien. Así será. Él lo quiere.

El conejo loco reanudó el camino con paso rápido para poder llegar a tiempo de la ceremonia del rey y la reina de corazones. Nos habíamos demorado demasiado. «Aprisa, aprisa. No llegamos, no llegamos», dijo un par de veces. Olvidaba que nuestras piernas nautas seguían sin estar plenamente adaptadas a la intensa gravedad de este planeta.

Finalmente, a las puertas de un edificio de madera alienígena más grande que los demás, un guardia real nos permitió el paso tras hablar brevemente con Berta.

Después de atravesar algunos largos pasillos, finalmente entramos en una sala amplia, «La Sala Nupcial», llena de insectos. Pero en su centro, no había gente, salvo la reina —es decir, un insecto de cuatro metros— y Aguirre, que daba lo mejor de sí mismo.

No abundaré en detalles, tampoco podría. He de confesar que poco puedo aportar sobre la escena, pues era en extremo desagradable y apenas miré. Discretamente, elevé la vista —sin que nadie se percatase— y me entretuve contando sin prisa el número de tablas que conformaban el techo de la sala. Ochenta y tres. Cuando terminé el recuento volví a comenzar desde cero. Así, una y otra vez. De cuando en cuando, un único pensamiento acudía a mi mente: «Qué loco estás, Aguirre».

Tras finalizar el ritual hubo cierto relajamiento. Los insectos acompañaron a la reina hasta sus aposentos con gran pompa y ceremonia, mientras iba protegida por su guardia personal. Machos, en general.

En ese momento de quietud, Aguirre se acercó hasta nosotros para saludarnos. Quedó delante de mí, al alcance de la mano, con sus carnes blancas y fofas convenientemente cubiertas por un aceite brillante que realzaba su fisonomía. Su única vestimenta era un taparrabos, y algo así como un penacho de plumas o flores verdes sujeto en su abundante pelo rubio.

—Aguirre, supongo —dije. Él sonrió.

—¿Cómo estás, Rebeca? —Yo quise responder: «Qué loco estás, Aguirre», pero preferí una respuesta más diplomática. Después de todo, hablaba con un rey:

—Bien, aunque no tan bien como tú. Te veo perfectamente integrado en esta sociedad.

Él sonrió y pareció feliz. Yo continué hablando, y fui directa al grano:

—¿No crees que ha llegado el momento de volver al sistema solar?

Sonrió otra vez, aunque su sonrisa esta vez me pareció forzada, una mera máscara. Algo le inquietaba:

—Es momento de festejos. Para celebrar el ritual de hermandad quiero ofrecer una comida a mis amigos humanos. Dispongo de una sala aclimatada con la atmósfera de la Tierra, y estaría encantado de que tu gente se uniera a mí en el banquete. Allí podríamos hablar con más tranquilidad, ¿sabes?

—Me parece muy bien.

—Acompañadme.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora