El Dorado

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El amor es la única cosa que trasciende el tiempo y el espacio.  Tal vez deberíamos confiar en eso, incluso si no podemos entenderlo.

Interstellar, película de Christopher Nolan.

Mi amigo César ya se encontraba repuesto de las heridas que había sufrido durante la travesía del agujero de gusano y parecía cada vez más animado. Estaba optimista. Algo rondaba en su mente que le sentirse contento.

Una vez que yo terminaba mi turno en el puente de mando —cuando él me reemplazaba—, yo no me iba a mi cabina a descansar. Al contrario, prefería quedarme allí, con él. De vez en cuando me quedaba dormida y eso era lo único que descansaba hasta que comenzaba nuevamente mi turno doce horas después. La excusa solía ser que había que supervisar su trabajo, pues él no era un oficial y yo tenía que estar atenta a sus maniobras, pero el veterano nauta había aprendido mucho durante los meses que habían transcurrido, y mi apoyo era cada vez menos necesario. ¿A quién quería engañar? La realidad tenía una naturaleza muy distinta, y es que odiaba quedarme a solas en mi cabina, pues cuando lo hacía, el recuerdo de Juan Argento me torturaba hasta límites insoportables. Sencillamente, César me hacía sentirme acompañada.

El maldito quásar nos afectaba a todos, pero a cada uno de una manera distinta. Él estaba con sus inquietudes nautas:

—Rebeca, quiero hablar contigo.

—¿Qué pasa, César?

No sabía cómo decírmelo:

—Somos nautas y muchas veces hemos recorrido el cinturón en busca del buen metal. Hemos trabajado como mineros del espacio, extrayéndolo de los asteroides utilizando prácticas tradicionales respetuosas con el medio ambiente. El níquel y el hierro son fabulosos y te permiten hacer buenos negocios. En general, todos los metales son buenos para ganar dinero. Incluso, alguna vez, hemos encontrado oro, que es el metal más rentable de todos.

—Eso es. Los nautas no le hacemos asco a la minería espacial. ¿Cuál es el problema?

Mientras César hablaba, él se entretenía manipulando su amuleto favorito, jugando todo el rato: su palasita, una piedra de asteroide que colgaba de su cuello y siempre iba con él.

—También somos comerciantes y hemos comprado bienes de consumo donde son abundantes y están baratos para trasladarlos a donde son escasos y su venta un buen negocio, ganando así nuestro buen margen de beneficio.

—Correcto. ¿Qué te preocupa?

—Aquella nave me impresionó mucho, Rebeca. Sí, me refiero a la de los insectos. Nunca había visto un cristal de diamante de ese tamaño. Todo el casco externo de esa inmensa nave espacial es un único diamante. No sabría calcularlo, pero me inquieta pensar de cuántos quilates estamos hablando.

—¿Y cuál es el problema? Habla con Gerardo para que realice una estimación. Para él es muy fácil.

—No, no es el problema. Lo que sí quiero decirte es que eso es algo en lo que pensar. ¿Lo entiendes? Si comerciáramos con esos gigantescos diamantes, tan escasos en el sistema solar, obtendríamos una auténtica fortuna. Nos haríamos inmensamente ricos. Podríamos retirarnos y vivir sin riesgos ni problemas, sin fatigas ni esfuerzos, y disfrutar de nuestra existencia en un plácido hogar en algún sitio agradable.

—¿Vivir sin viajar? ¿Vivir en un sitio estable? ¿Una vida plácida? ¡Qué aburrido sería! No me digas que ya empiezas a pensar en retirarte. Te estás haciendo viejo, César —sonreí.

—No hablo de descansar, hablo de hacernos todos ricos. En serio: ¿no crees al igual que yo que tenemos una oportunidad única, de esas que solo se presentan una sola vez en la vida, de esas que no se pueden desaprovechar?

—No lo había pensado. ¿Qué me sugieres?

—Bastaría con cargar unas cuantas toneladas de diamantes en el viaje de vuelta al sistema solar. Obtendríamos un beneficio fabuloso.

—-Escucha ahora lo que te voy a decir, y yo también hablo en serio. Hemos llegado a este sitio. Estamos aquí, pero somos los invitados de esos insectos. Esta gente nos ha recibido con hospitalidad y esos diamantes son suyos. Les pertenecen a ellos. A ellos, y no tenemos derecho a apropiarnos de lo que no es nuestro.

—Rebeca, nada hay deshonesto en comerciar. Ellos tendrían un precio justo y su parte del negocio. Tan simple como comprar barato aquí, en este sistema en tinieblas, y luego vender caro allí, en el sistema solar. No robaríamos, sería legal, y nos haríamos escandalosamente ricos.

—¡Cómo decírtelo, César! Aquí hay cosas mucho más valiosas en juego: una sociedad con una cultura única y genuina; una biología completamente desconocida, un agujero negro en el que investigar sobre los misterios de la gravedad cuántica... Los científicos son unos malditos sabiondos, pero es importante que hagan su trabajo.

—¡Esto no puedo creerlo! ¿Defiendes ahora a esos sesudos de bata blanca y culo apretado? Deja la ciencia a un lado, Rebeca. Hablemos como nautas, pues es lo que somos. Hay un negocio honesto y un beneficio. ¿Qué más quieres saber? Somos nautas, no lo olvides, y nadie nos puede culpar por actuar como nautas.

—No lo sé. Algo no encaja. Parece demasiado fácil. Y eso es siempre sospechoso. Déjame que te realice una pregunta: si este negocio es tan sencillo, si es tan evidente todo, ¿por qué Aguirre que ha llegado mucho antes que nosotros no lo ha hecho ya?

—Porque Aguirre está rematadamente loco —respondió Césarl muy contrariado.

—Aguirre está loco, pero no tonto, y es un nauta. Si él no ha hecho nada, es que algo ocurre. No sé. Algo no encaja.

—Te lo digo con respeto y cariño, Rebeca, pero te estás ablandando con los años.

—Muy ansioso estás tú en desembarcar en ese planeta. Cuando lleguemos, te pido por favor que actúes con corrección. 

—Así será. Pero tú estás rara. Siempre triste y cabizbaja. Algo te sucede. Sé que en este viaje hemos vivido situaciones muy difíciles, pero eso siempre ocurre. Te veo distinta. ¿Qué diantres te pasa?

—Es personal —dije, zanjando la conversación.

Pasadas las doce horas de su turno, abandonó el puente para ir a descansar y me dejó a solas. Quedé entonces pensativa. César era un rudo nauta de toscos modales, sí, pero con un corazón bondadoso. Siempre un fiel compañero y un maravilloso camarada en quien poder confiar. ¿Por qué no había podido enamorarme de alguien como él?

En cambio, mi corazón había elegido al imbécil de Juan Argento. ¿Había sido el navegante digno de mi amor? Claramente, no: un sinvergüenza, infiel y mentiroso. Él no era la pareja más recomendable.

Pero, aun así, yo le seguía amando con una intensidad que me asustaba. Le amaba. Llegué entonces a una certeza: una persona no siempre se enamora de quien lo merece; el amor, esa poderosa y extraña fuerza de la naturaleza, a menudo se convierte en un tóxico que te devora por dentro, como era mi caso.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora