Mediado ya el camino de la vida,
me vi de pronto en una selva oscura,
ya del todo perdido el rumbo cierto.¡Ah, tan difícil es decir lo densa
y ruda y fiera que era la espesura,
que solo de pensarlo vuelve el miedo!Divina comedia, de Dante Alighieri.
Pasaron las horas, y no tenía ni idea de adónde nos llevaba el camión conducido por el insecto taciturno. Utilicé una pequeña brújula que llevaba en la mochila de viaje para intentar identificar nuestro rumbo:
—¡Maldito chisme! No parece funcionar —exclamé.
—Obvio —comentó el doctor Mancebo—. Su brújula es inútil. Tarsis no tiene un núcleo interno metálico y, por tanto, no se genera un campo magnético planetario.
—¿Sabe dónde estamos? —. Ubicarme en el planeta, bien merecía sufrir una charla de las de Mancebo.
—Obvio, nuevamente. La única luz visible en esta opaca atmósfera es la del quásar. Sin duda, habrá observado que está ubicado en el Norte, justo en el Norte. Así que aquí es muy fácil orientarse, como ocurre en la Tierra gracias a la Estrella Polar. De esta manera, el hemisferio norte del planeta siempre está iluminado por la tenue luz azulada. Por el contrario, en el hemisferio sur, donde nunca alcanza la luz del quásar, siempre es de noche.
»En la Tierra, la vida se rige por los ciclos de luz determinados por las regularidades astronómicas. Aquí no hay un sol, ni existen esos ciclos. Es decir, no hay día ni noche (si acaso, un norte iluminado y un oscuro sur), tampoco hay estaciones con primaveras floridas ni otoños con las hojas cayendo de los árboles.
En este mundo en tinieblas, el quásar, el maldito quasar era el que todo lo regía, todo dependía de sus caprichos siempre perversos. La vida también dependía de él enteramente.
—Cuando hemos pasado cerca de Ciudad Termita he verificado que la enorme construcción no proyectaba sombra alguna. Podemos, por consiguiente, afirmar con seguridad que esa megaciudad, ese atisbo civilizador en el planeta, se encuentra casi exactamente en el Polo Norte de Tarsis. Desde entonces, nos dirigimos en dirección Sur.
—Cada vez estará más oscuro. Es así, ¿verdad?
—Eso es. Si seguimos hacia el sur, poco a poco el quásar irá quedando a nuestras espaldas y veremos nuestra sombra proyectada por delante, y cada vez más alargada. Podríamos medir con facilidad la latitud de nuestra ubicación midiendo la extensión de nuestra sombra, por cierto.
Sin embargo, no fue así. Por delante, hacia el sur, comenzó a ser evidente la presencia en el horizonte de una especie de resplandor fantasmagórico —eléctrico, que diría el doctor Mancebo—. Inquietados, le preguntamos al conductor.
—La selva, qué si no —siseó el insecto.
Al frente, el escalofriante resplandor invitaba a las más salvajes especulaciones, empujando nuestras mentes a soñar las más inenarrables tragedias. Quizás nos adentrábamos en el propio infierno. Más allá, había pesadillas, enfermedades y muerte lenta. Por delante sólo nos esperaban maldad y perversión, espectáculos dantescos y terroríficos, fantasías oníricas del averno... quién lo sabía; solo una cosa era cierta: Aguirre estaba cerca.
—No me sorprendería que el mismísimo Caronte apareciese en cualquier momento invitándonos a cruzar la laguna Estigia —dijo Alicia.
No fue una laguna, sino un río lo que apareció, una especie de río manso, sin apenas corriente. Comenzó a correr en paralelo al camino que seguía el camión. Contenía agua, pero sobre todo una masa gelatinosa, enormemente viscosa y negra.
—No tiene mucha agua, Rebeca —me explicaba Alicia—. Esto es un río de brea. En Venezuela, ese país de la Tierra, son famosos los lagos formados por este compuesto. Aquí parece abundar.
Donde había agua —aunque fuera escasa—, había vegetación. Se disponía en los márgenes, pero a medida que avanzábamos era cada vez más espesa. Hablo de una espesura tarsiana, compuesta de plantas negras con amplias hojas, carentes del hermoso verdor de los vegetales del sistema solar.
Sin embargo, los vegetales eran fosforescentes y brillaban en la penumbra, quizá por el efecto de la luz ultravioleta del quásar. El quásar, siempre el quásar. Lo cierto es que toda la zona estaba iluminada por una luz espectral y de pesadilla.
En nuestro camino pronto descubrimos que la exuberante vegetación lo llenaba todo. Pasados unos kilómetros, el camino acababa en una especie de estación, con dos chozas rudimentarias construidas empleando algún material de origen vegetal, aunque menos sólido que la madera.
Si queríamos seguir avanzando, solo quedaba la opción del río.
—Para llegar a las montañas, hay que remontar el río. Yo me vuelvo.
Estuve a punto de decirle que no me bajaba y me volvía con él. El río de asfalto serpenteaba tímidamente entre la densa vegetación que crecía en sus orillas. La forma más sencilla que teníamos de viajar a las montañas era seguir su curso, ya que la selva se había convertido en un muro de vegetación impenetrable.
Las numerosas caravanas que iban y venían de las montañas lo hacían siguiendo el río. La clave eran unos enormes insectos negros, como los escarabajos, pero de más de seis metros, que servían de bestias de carga.
El tarsiano nos señaló a dos de ellos que nos esperaban dentro del rio. Al vernos, salieron y pararon en la estación, a escasos metros de nosotros. Ellos podían caminar sin descanso sobre el plácido y poco profundo río negro cuyo asfalto solo les cubría la parte inferior de sus patas.
—¿No tendremos algún guía? —pregunté al conductor del camión cuando ya habíamos bajado.
—Yo me voy —siseó, sin despedirse mínimamente.
César y Mancebo se subieron a su escarabajo, mientras Alicia me acompañaba en el mío. Eran bestias muy mansas y de buen carácter y no opusieron resistencia cuando empezamos a trepar por ellos, de hecho, se agacharon para facilitarnos la tarea. Al llegar sobre su plano lomo, encontramos una especie de correajes con los que te podías amarrar. No eran una silla de montar, pues debías permanecer sentado o tumbado, pero evitaban que te pudieras caer accidentalmente del enorme insecto.
Una vez arriba sobre su espalda, la cabeza del escarabajo comenzó a girar. Lo hizo bastante, más de noventa grados, hasta el punto de que contemplamos muy de cerca su repulsivo rostro, con sus ojos de insecto, sus pelos, sus intimidantes quelíceros en la parte inferior, cerca de la boca, por la que chorreaba una especie de espuma asquerosa en la que, a intervalos regulares, aparecía una lengua —o algo parecido— muy larga y fina. La cabeza de más de un metro de tamaño estaba muy cerca de mí, al alcance de mis manos. Por suerte para Alicia, ella quedaba un poco más atrás. Si ese ser lo hubiera querido así, nos habría devorado sin dificultad.
Creo que nos miraba lleno de curiosidad. Su trabajo consistía en transportar cargas. No creo que estuviera acostumbrado a ver humanos. Entonces sus quelíceros se movieron de forma nerviosa:
—Buenos días —dijo con una voz siseante, con sonidos 'sh'.
Lo comprendí entonces. Ellos eran nuestros guías.
Le devolvimos el saludo a aquel ser de pesadilla y volvió su cabeza a la posición normal para limpiarse las antenas. Era inteligente, algo que ni siquiera sospeché cuando lo vi por primera vez. Desconozco qué nivel de inteligencia tendría, pero eso fue algo que me dejó sumamente impresionada.
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El quásar (FINALIZADO)
Science FictionEn esta nueva aventura, la cuarta, Rebeca visita un extraño y misterioso quásar. Mi nombre es Rebeca Vargas y nací en Ceres, un planeta enano del sistema solar. Para vosotros el sistema solar no significa nada, es una mera palabra de pronunciación...