Ciudad Termita

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Troyano, hijo de Anquises, descendiente de sangre de dioses, la bajada al Averno es cosa fácil. La puerta del sombrío Plutón está de par en par abierta noche y día, pero volver pie atrás y salir a las auras de la vida, eso es lo trabajoso, ahí está el riesgo.

Eneida, de Virgilio.

Al abrirse los paracaídas, la cápsula de reentrada que el insecto nos había facilitado cayó plácidamente sobre el blando suelo. Estábamos en Tarsis.

Íbamos los cuatro con el equipo reglamentario para humanos. Es decir, llevábamos lo necesario para sobrevivir. El traje de exonauta, una botella de oxígeno y una máscara de plástico transparente que aislaba nuestra cara de la nauseabunda e irrespirable atmósfera. El plástico de la máscara tenía aplicado un filtro ultravioleta para proteger nuestros ojos.

Al salir por la escotilla tambaleantes, nos quedamos contemplando el panorama. Los copos de tolina atmosférica producidos por la luz del quásar caían plácidamente como la nieve, una nieve oscura.

—Esa tolina contiene aminoácidos y ácidos nucleicos: los constituyentes básicos de los organismos vivientes —dijo Alicia—. Aquí la vida lo tuvo fácil para aparecer, y prosperó rápidamente.

La gravedad era muy intensa. Nos sentamos en el suelo para examinarlo. Alicia encendió brevemente una linterna de luz blanca y la nieve rápidamente se mostró de un color intenso y anaranjado, es decir, que se parecía mucho a la tolina de Titán. Confirmaba así que era la oscura luz azulada del quásar la que le confería ese tono oscuro.

Al apartar la tolina superficial se mostraba un terreno negro y agreste. Estaba caliente. A falta de un sol, el calor interno del planeta suplía su función. Este planeta era un mundo jóven, cuya corteza sólida se había formado hacía solo unos cientos de millones de años. Un poco más abajo de esa corteza había magma en abundancia, es decir, mucho calor, el suficiente para mantener el ambiente en una temperatura razonable.

El negro suelo era quebradizo. Las piedras —o lo que fueran— se desmenuzaban con facilidad entre las manos dejándolas manchadas con una especie de hollín. Era un terreno blando, que crujía y se rompía al caminar. Grafito, según el doctor Mancebo. Tarsis era un mundo de carbono, tal como él había predicho.

Sin embargo, también podían encontrarse otras piedras mucho más duras. Se lo comenté a Mancebo:

—Si limpias el hollín de su superficie —respondió—, la verás brillar. Rebeca, eso del tamaño de una manzana que tienes entre las manos es un diamante.

Y frotando la piedra con la mano, apareció un brillo, no solo en el diamante, también en los ojos codiciosos de César quien, sin decir nada, parecía ir calculando mentalmente el precio que eso podía tener en el sistema solar. Cuando iba a dejar la piedra en el suelo, César la tomó para echarla en su mochila de viaje.

La luz del quásar iluminaba el planeta. Era escasa pero suficiente. Algo así como la de una noche con luna llena en la Tierra. El panorama adquiría así un aspecto tenebroso —incluso fúnebre y sepulcral—, oscuro y azulado, un paisaje de maldad oculta. Muchas personas enloquecerían en un ambiente tan lóbrego y siniestro; no podía imaginar el efecto sobre el que, como Aguirre, venía ya loco de origen.

Al ponerme de pie, noté un profundo dolor en mis piernas. Con un tamaño similar al planeta Marte, Tarsis gozaba de una gravedad excesiva para nosotros los nautas del sistema solar, tan acostumbrados a vivir en ingravidez.

—Pues no lo entiendo —dijo César súbitamente—. Si este planeta estuvo cerca de una explosión supernova, y las supernovas crean los elementos pesados que el Gran Estallido del origen del Universo no llegó a producir, ¿Tarsis debería estar lleno de elementos pesados como metales y cosas similares, ¿no?

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora