A través del agujero de gusano

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La madriguera era un largo túnel que, de improviso, torcía su curso y descendía de forma tan inesperada, que Alicia, sin tiempo para pensar en detener su caída, se precipitó por lo que parecían las paredes de un pozo muy profundo.

Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Caroll.

Al principio, observábamos una luz violácea frente a nosotros que emanaba del abismo y no dejaba de aumentar de intensidad; pero, llegado un momento en el que nos habíamos adentrado mucho, lo que nos sorprendía es que ahora en todas las direcciones en las que mirabas se observaba la luz, todo estaba impregnado de esa luz mortecina. Estábamos dentro. Le pregunté al doctor Mancebo y me respondió enseguida:

Fíjese, capitana Vargas, porque esa extraña neblina fosforescente de densidad de energía negativa que llena el espacio y sirve para apuntalar la arquitectura del túnel (como los arbotantes y los contrafuertes de una catedral gótica), en el pasado fue la masa de ese enorme planeta llamado Neptuno, con sus nubes y sus ciclones. Pero ahora esa materia planetaria alterada por la naturaleza del éberon, queda convertida en un exótico estado cuántico que mantiene estable el agujero. Sin esta materia sorprendente, el túnel colapsaría y moriríamos de inmediato.

Fue sorprendentemente breve. Él no se atrevía a explicar mucho más. Ni siquiera él, pues esta materia exótica era la más extraña y desconocida del universo.

La nave continuaba sometida a un terrible esfuerzo, pero aquella situación no duró muchas horas. Un agudo dolor comenzó a recorrer mi cuerpo. Era la señal, todos la sentíamos. El holograma de Alicia, la responsable del hábitat, apareció en el puente:

Llegó el momento, Rebeca.

—De acuerdo —concedí—. Paren las máquinas.

La Nueva Stella Maris siguió precipitandose sobre el abismo, y continuó adquiriendo velocidad, pero solo la que le proporcionaba la caída en el espacio-tiempo fuertemente curvado.

—Cambia al modo interestelar, Gerardo —ordené.

La nave se estrechó y la manga se redujo a apenas un metro. El gusano adquirió una flexibilidad inusitada, un asunto que no era un problema con los motores parados. Los dolores nos indicaban que ya no era seguro continuar en el puente. Cada uno nos dispusimos en nuestras cabinas tumbados boca arriba en una especie de camastro. Nos sujetamos con unas bandas de velcro y nos pusimos unas muñequeras llenas de cables y tubitos que a la inteligencia artificial Asclepio le permitirían controlar nuestras constantes vitales, así como incorporar a nuestro torrente sanguíneo lo que considerase necesario.

El dolor no cedió, pues los efectos de la marea gravitatoria comenzaban a afectarnos. Iba a ir a peor. A partir de ese instante, todo el entrenamiento que habíamos recibido iba a mostrar su utilidad. Para facilitar la respiración tomamos algunas drogas que nos aliviaban la opresión en el pecho. También se elevó el nivel de oxígeno en la nave.

Llegaba el momento de la verdad.

Atravesábamos el agujero de gusano a una velocidad inimaginable. Es verdad que estábamos lejos de la velocidad de la luz en el vacío de 300.000 km/s, pero los 27.421 km/s comenzaban a acercarse al 10 %.

Causaba vértigo tanta energía, adquirida casi sin utilizar los motores. En su mayoría era producida por la aceleración que proporcionaba el continuo caer hacia el agujero cósmico en el que ahora estábamos inmersos, un objeto sorprendente construido con lo que alguna vez fue el planeta Neptuno.

Aunque seguíamos aumentando la velocidad, en principio nos mantendríamos en este rango. El espacio-tiempo estaba terriblemente curvado, pero —según los cálculos del doctor Mancebo— no había horizonte de sucesos y no era previsible que nos acercáramos demasiado a la velocidad de la luz.

La nave vibraba intensamente —ya no por los motores, que permanecían apagados—, aunque nada que superase los valores esperados. Muy incómodo, pero eso no era lo peor. Mucho más terrible era esa especie de fuerza de marea invisible que nos apresaba, oprimía y retorcía. La nave en forma de gusano se estiraba sin cesar, pero aun peor era que yo podía sentir atónita como mis extremidades se estiraban a la vez. Me dolía la columna, la cadera, los brazos, las piernas, y todo en general; y me habría dolido el alma, si tuviera.

Y eso que apenas nos habíamos estirado en poco más del 5 %. Estábamos aún lejos del punto de máxima curvatura, en la zona más angosta, ubicada en la garganta del agujero de gusano. Allí esperábamos alcanzar los 78.000 km/s. Nuestros cuerpos se estirarían en casi un 20 %.

Fuimos pasando los días sometidos a la angustiosa tortura. Llegó un momento en el que era obvio que los cálculos de Mancebo eran incorrectos. Aún no habíamos alcanzado el punto más estrecho del pozo del gusano y ya superábamos los 80.000 km/s. Estiramiento del 25 %. Era terrible. A menudo, escuchaba gemir al pobre César de puro dolor. Aquel curtido y valioso nauta, que había sobrevivido heroicamente a mil riesgos y aventuras, lloraba como un niño. Él nunca había sido bueno con los estiramientos, y temí por su vida. Pensé que yo era la causa de que él se hubiera incorporado en el último momento a la tripulación y sentí la culpa con toda su intensidad.

Algo funcionaba mal. El doctor Mancebo estaba desconcertado:

—Te mataré, Mancebo. Si salgo de ésta, te mataré —le dije por el intercomunicador con copia a todos.

Dejé de insultarle, no merecía la pena. El irritante científico estaba  aterrado, más muerto de miedo que los demás, quizá porque era el más consciente de los riesgos que estábamos asumiendo. La nave tenía un diámetro de un solo metro, pero el túnel del gusano era cada vez más angosto, y podíamos —por decirlo de forma figurada— «chocar con las paredes» del cada vez más estrecho pozo de gravedad.

Cuando el estiramiento de la marea superó el 30%, yo notaba mis brazos fuera de los hombros y la bola del fémur abandonando la articulación de la cadera. Aún peor era que el efecto de esta fuerza invisible iba deformando mi cráneo. El roce entre los huesos era muy doloroso. Notaba un dolor agudo y escuchaba un sonido estridente mientras sentía mis parietales desencajarse. Gracias a la elastina seguíamos vivos.

Estábamos muy nerviosos. ¿Iba a ser este nuestro fin? Un silencio sepulcral nos dominaba. La espera era tensa, febril y aterradora. En algún momento nuestros cuerpos no aguantarian más y moriríamos. La espaguetización nos despedazaría. Ya no oía gemir al pobre César y temí lo peor, pero no tenía fuerzas para hablar con la mandíbula desencajada. Además, el intercomunicador no funcionaba bien.

Para soportar el dolor y la ansiedad recibíamos abundantes dosis de ansiolíticos y analgésicos, pero al cabo de las horas mi cuerpo estaba acostumbrado a estas drogas y casi no me hacían efecto.

¡Se había equivocado! El inútil de Mancebo había cometido errores fatales que harían que el agujero de gusano nos despedazase. ¡Era el justo premio a nuestra temeridad, a nuestra soberbia! Es posible que la nave pasara al otro lado, pero dentro de ella solo arribaría la masa de carne sanguinolenta de nuestros cadáveres, como recuerdo macabro de lo que fueron nuestros cuerpos. Seguro que Aguirre tampoco sobrevivió.

Pero no fue así, tras seis días de angustia, superamos el punto más estrecho de aquel túnel diabólico a una velocidad de 103.643 km/s, más de un tercio de la velocidad de la luz.

A partir de ese punto, las fuerzas de marea comenzaron a amainar lentamente. Cada vez era más soportable. Poco a poco, la esperanza renacía en nuestros corazones. Más relajados, durante los últimos dos días permanecimos medio adormilados, quizá comenzaron a afectarnos los ansiolíticos, cuando ya nos sentíamos más seguros y más tranquilos. Con el cuerpo agotado, conseguimos conciliar el sueño por periodos prolongados. A proa, en el brillo fosforescente del interior del túnel cósmico se divisaba una oscuridad frente a nosotros que nos marcaba el final de este viaje infernal.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora