El quásar

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Y mientras escribo esto en una agonía culpable, desesperado por salvar la ciudad de un peligro que crece a cada instante, tratando inútilmente de sacudirme ese sueño antinatural sobre una casa de piedra y ladrillo al sur de un pantano tenebroso y del cementerio en lo alto de la loma, la Estrella Polar, maligna y monstruosa, me espía desde la negra bóveda celeste, parpadeando horriblemente como un ojo malsano y vigilante que intentara transmitirme algún extraño mensaje, aunque ya no recordara el mensaje en sí mismo, sino que tenía algo que transmitir.

Polaris, de H.P. Lovecraft.

Era lo más extraño. El doctor Mancebo y yo nos hallábamos en el puente de mando y no salíamos de nuestro asombro. Un breve análisis realizado por Gerardo nos confirmó que el firmamento que nos rodeaba no era reconocible. Ninguna constelación era familiar, ni siquiera considerando que podríamos estar observándolas desde otro punto de la Vía Láctea.

No se divisaba ninguna estrella cercana. Sí, el cielo estaba estrellado, se contemplaba la luz de las estrellas. No había duda, nos hallábamos dentro de una galaxia —quizá no muy grande—, pero el problema es que no había ni una sola estrella a menos de tres años luz. Era como si hubiéramos salido de un agujero negro perdido en mitad del espacio interestelar, en mitad de la nada.

Sin embargo, no podíamos decir que estuviéramos a oscuras. El quásar brillaba de forma inusitada, iluminando la noche del cosmos con una luz comparable a la de una luna llena en la Tierra. Era impresionante contemplarlo con ese brillo blanco y azulado.

Y mientras yo estaba totalmente desconcertada y —lo reconozco— un poco asustada, el doctor Mancebo se mostraba excitado, poseído por una especie de fascinación inentendible, similar a la de un niño que recibe un regalo inesperado.

Apuntamos el telescopio hacia el maldito quásar. En la holopantalla se mostraba un temible monstruo del espacio. Tenía todo el aspecto de un agujero negro, pero, a diferencia del oscuro, plácido e indolente abismo sobre el que orbitábamos, esta bestia era mucho más grande y, lo más estremecedor, estaba activa. Engullía las estrellas cercanas como una araña cósmica que devoraba las presas que caían en su tela.

Las estrellas y los planetas atrapados por el misterioso y enigmático objeto eran desmenuzados por los efectos de marea para ser incorporados a un disco de acreción muy brillante que se precipitaba lenta e inexorablemente hacia el abismo. Por los polos del quásar escapaban, en direcciones opuestas, dos chorros de partículas aceleradas a velocidades relativistas.

El monstruo estaba rodeado por un harén de numerosas estrellas gigantes rojas —que lo adornaban como un collar de rubíes— a las que, tarde o temprano, terminaría devorando. Sin duda, se encontraba lejísimos de donde estábamos, pero, aun así, su brillo superaba al de todas las estrellas, incluso las más cercanas.

—Obviamente, esto no es una estrella, capitana Vargas. En el núcleo de todas las galaxias suele haber un agujero negro de gran masa. Contemplamos el centro de ésta y, al parecer, está activo.

—¿Nos encontramos en la Vía Láctea?

—Este núcleo no se parece mucho al de la Vía Láctea. Hay tres opciones. La primera: hemos viajado al pasado y estamos en la Vía Láctea cuando su núcleo pudo ser un quásar. Gerardo, ¿qué masa dirías que tiene ese objeto?

Hum, no es fácil de calcular. Debería tener una masa equivalente a la de miles de millones de soles.

—El núcleo de la Vía Láctea es menos masivo, de apenas cuatro millones de soles. Este es mucho más grande. Descartamos que nos encontremos en la Vía Láctea. Segunda opción: nos hallamos en el presente y no estamos en la Vía Láctea, sino en una galaxia con el núcleo activo. Gerardo, ¿puedes medir la temperatura del Fondo Cósmico?

¡Hum! Doctor Mancebo, me está pidiendo cosas muy difíciles. Necesitaría algo de tiempo para poder...

—Haz una estimación sencilla, Gerardo. Luego tendrás tiempo de calcularlo con más precisión.

Pasaron diez tensos minutos hasta que Gerardo nos trasladó su informe:

Es sorprendente, el fondo cósmico está muy caliente. He revisado dos veces la estimación, pero no parece haber errores. El Universo que observamos tiene una edad aproximada de apenas 600 millones de años.

—En nuestro presente la edad del Universo superaba los 13.000 millones de años. Eso nos deja en la tercera opción: nos encontramos en una galaxia distinta de la Vía Láctea en un pasado primitivo, cuando el Universo apenas acababa de nacer. Es apasionante.

—Apasionante, sí —dije con ironía, dominado por la profunda tristeza que en ese momento me invadía.

Era descorazonador. Quizás el loco Aguirre debió sentir lo mismo que nosotros. O no, porque ellos no contaban con nadie con los conocimientos del doctor Mancebo. El loco no podía andar demasiado lejos. ¿Dónde estaría?

—¿Nos hallamos en el pasado? —pregunté perpleja.

—Un viaje al pasado, capitana Vargas. Teóricamente es posible, pero las ecuaciones garantizaban que eso no podía ocurrir... Debo revisar mis modelos matemáticos. Con la telemetría de la nave y la inestimable ayuda de Gerardo, quizás pueda comprender qué ha podido salir mal...

—Doctor Mancebo, no me vale su «quizás», usted debe entender qué ha pasado aquí y solucionar este problema. Debemos poder volver al presente, ¿lo entiende? Es crucial para la expedición. Es una orden.

—Se lo garantizo. Así lo haré.

En resumen: habíamos realizado este peligrosísimo viaje a través de un agujero de gusano para esto, para estar rodeados de... nada, en una galaxia perdida en un pasado remoto.

Y mientras la desesperación me invadía, el diabólico quásar brillaba luminoso, vertiendo impasible su luz blancoazulada sobre la galaxia a la que habíamos llegado. Pensé que en aquel odioso monstruo había algo malicioso e inquietante y que, bajo esa luz oscura e inhumana, una persona decente podría llegar a cometer las más terribles atrocidades, pues había algo perverso en él que empujaba a la maldad. No era obvio, pero ese objeto que brillaba en la noche del espacio con impasible parsimonia, tenía algo maligno. De vez en cuando, su brillo aumentaba súbitamente durante apenas un segundo. Sabíamos entonces que el quásar había despedazado algún objeto de tamaño mediano, de la masa de la Tierra, el planeta madre al que quizás nunca regresaríamos.

Sumida en estos pensamientos terribles, una luz de esperanza recorrió mi mente cuando Alicia apareció en el puente. Me abrazó con cariño, pues su hombro estaba recuperado:

—César ha recobrado el conocimiento —dijo—. Se encuentra bien. Asclepio me ha comentado que sufre numerosos desgarros musculares en sus piernas, pero no es grave. Mañana estará con nosotros.

Habíamos sobrevivido todos. Sonreí.

—Gerardo —dije.

¿Qué desea, capitana Vargas?

—Redacta con Asclepio un informe completo de situación de la Nueva Stella Maris y su tripulación para mandárselo a la nave Fortuna, ubicada en el presente del sistema solar. Quiero revisarlo antes de que lo envíes.

A sus órdenes.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora