César y Ben

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El amor es la única cosa que trasciende el tiempo y el espacio.  Tal vez deberíamos confiar en eso, incluso si no podemos entenderlo.

Interstellar, película de Christopher Nolan.

Al terminar la discusión con el odioso científico, me fui al comedor de la base, el único lugar que no era aburrido de este puesto científico avanzado en Titán llamado Nuevo Chile. Estaba muy deprimida, muy pesimista. Por suerte, allí había quedado en reunirme con mis camaradas. Me esperaban César y Ben.

En ese momento, necesitaba el calor de la amistad, que calienta sin llegar a quemar. La amistad, el único refugio posible para la infeliz capitana Vargas. Ellos siempre estaban conmigo cuando las cosas se ponían difíciles. Siempre. Mis amigos me conocen bien y enseguida se dieron cuenta de que las cosas no marchaban de manera correcta.

—¿Algún problema, capitana? ¿No conseguiste arrancarles ningún jugoso contrato a esos tipos? —preguntó César, que ya se temía algo desagradable.

—Mucho peor. Un millón de veces peor. Mil millones de veces peor. Estoy metida en un lío, y de los gordos.

—No digas más —dijo, mirándome fijamente a los ojos mientras me mostraba la palma de su mano. Luego levantó esa misma mano para llamar la atención del camarero robótico—. Tres más —le dijo—, y rápido—. Y fue en ese momento que le supliqué al Espacio que el loco Aguirre hubiera dejado algo de ron en Titán para mí, porque lo necesitaba realmente.

César, mi corpulento amigo de tez oscura, con su pose de nauta, era alguien en quien siempre podía confiar:

—Sea lo que sea, cuenta con nosotros —dijo.

Y Ben, el norteño de la Tierra, bajito, pelirrojo, con sus ojos saltones y su cuerpo desgarbado, parecía muy distinto de César, aunque en su corazón se mostraba igual que él:

—Nosotros ayudar, nosotros contigo —afirmó con vehemencia.

—No lo entendéis, estoy metida en un lío de dimensiones cósmicas —dije, comprendiendo que el adjetivo nunca había sido más adecuado.

—Nosotros ser camaradas, capitana —dijo Ben, sin saber de qué se trataba—. Siempre juntos.

—Somos nautas, Rebeca. Si tú estás en esto, los tres estamos en esto.

Cuando les describí a mis compañeros de la Stella Maris en lo que me había metido, se preocuparon mucho. No era para menos. Los tres juntos habíamos estado involucrados en muchas aventuras peligrosas. Nos habíamos enfrentado a capitanes terribles y a tormetas magnéticas,  perseguido cometas rojos diabólicos, habíamos participado en batallas navales, nos habíamos amotinado, luchado contra piratas y sufrido la violencia de terribles agujeros negros. Sin embargo, esta nueva aventura lo superaba todo.

—Pues esta vez nos va a costar salir triunfantes —dijo César—, pero, después de todo, ¿de qué sirve la vida si no es vivida?

—A veces me gustaría que mi vida fuera un poco más aburrida —dije con pesar—, tener una casita tranquila en Ceres, la Luna o alguno de esos sitios panolis. Daría cualquier cosa a cambio de una existencia plácida e insulsa.

—¡Qué tontería has dicho! Somos nautas, Rebeca. —César no estaba de acuerdo.

Las jarras de ron llegaron y brindamos por nosotros y por todos los nautas decentes del mundo. Las apuramos de un solo trago. No era para menos. César pidió tres más.

Los muchachos parecían pensativos, estaban llenos de dudas:

—Rebeca —dijo César—, tengo una pregunta: ¿qué crees que encontraremos al otro lado del agujero de gusano?

Hice un mohín. Me parecía una pregunta tonta.

—¿No lo entiendes, César? Primero tenemos que atravesarlo y es muy probable que no sobrevivamos. Se me ocurren mil sucesos distintos por los que podemos morir violentamente, y ninguno me resulta agradable.

—Ya, pero tú supón que lo conseguimos: ¿qué habrá allí, al otro lado del agujero del gusano?

—Al otro lado del agujero cósmico por el que saldremos —contesté—, si sobrevivimos, quizás también esté Aguirre. Cómo estará, no lo sé, pero él estará allí, de una pieza o en varios pedazos.

—Como el gato de Schrödinger. Estará y no estará.

—Sí, y no puedo decir más. Podemos encontrarnos el más absoluto vacío intergaláctico o encontrarnos el paraíso y entrar en contacto con una civilización avanzada. No lo sé.

—¡Pues yo también tener pregunta! —Continuó Ben.

—Dispara, Ben —dije.

—¿Haber ron en otro lado?

Reímos, pero Ben nos miró extrañado, porque él preguntaba en serio. Continuó con la cuestión que le inquietaba:

—Yo preocupado. Si no haber, yo meter en nave ron de contrabando. Nadie enterarse.

—¡Ni se te ocurra! —Exclamé, recordando que Aguirre ya lo había hecho.

Llegaron tres jarras más. Tras bebérnoslas seguíamos pensando que estábamos metidos en un buen lío, pero ya no nos importaba.

Aunque el salón de la cafetería era espacioso y aún no era la hora de comer, allí había un montón de científicos de bata blanca tomando algo y lamentándose de cosas tan terribles como que habían hecho un experimento y los resultados no parecían ser estadísticamente significativos... Esas eran sus tragedias. Las nuestras eran distintas, de otra índole, pues nosotros tres íbamos a ser las cobayas de uno de sus experimentos. Nuestra inquietud eran saber si seguiríamos vivos dentro de unos meses. Nuestro punto de vista era distinto: no el del experimentador, sino el de la cobaya.

Cuando el ron hizo su efecto comenzamos a hablar a gritos, con descaro, rompiendo la paz del local con nuestras risas estridentes. Algunos de los científicos volvían sus cabezas para mirarnos y se sentían molestos porque perturbábamos la siempre tranquila cafetería. Después de todo, los nautas somos ruidosos, y en ese momento nos importaba un bledo si molestábamos. Porque éramos sus cobayas, pero cobayas desobedientes. Así que comenzamos a cantar canciones nautas para olvidar el temor, y seguimos bebiendo durante un largo rato, hasta perder la noción del tiempo.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora