Las montañas

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Sin duda, ellos, como el resto de nosotros, encontraron lo que se merecían.

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Era obvio que entrábamos en la zona de las montañas. El terreno se hacía cada vez más escarpado, más duro y más abrupto. Sin embargo, nuestros escarabajos no parecían acusar el sobreesfuerzo. Aunque la corriente de asfalto era un poco más viva, aun así, no dejaba de ser mortecina.

Seguíamos rodeados por el muro de la selva fosforescente, remontando el río de asfalto negro; pero este se había vuelto más estrecho, aunque aún era lo suficientemente amplio para que pasaran con holgura las caravanas cargadas de mercancías con las que nos cruzábamos. Cuando ocurría, yo veía que los ojos de César se iluminaban. Bien sabía él que lo que transportaban eran diamantes colosales.

Alicia y yo nos turnábamos para dormir. Alerta siempre, con alguien haciendo la guardia por lo que pudiera ocurrir. Mancebo y César hacían lo mismo siguiendo órdenes mías.

Cierto día, Alicia me despertó. La científica de melena leonina estaba inquieta. Nuestro escarabajo se había parado detrás del que transportaba a César y Mancebo. Un nutrido grupo de insectos selváticos medianos nos cerraba el paso. Llevaban algo sujeto en sus patas delanteras, unos objetos alargados, de diamante, muy afilados. Armas, con toda seguridad.

Estuvieron dialogando un rato con el escarabajo que lideraba la comitiva. Súbitamente, se sintieron muy excitados y la tuvieron con él. Le clavaron sus armas por todas partes. Tanto lo dañaron que se desplomó, gravemente herido. Los insectos medianos se lanzaron a las partes por las que el exoesqueleto de quitina estaba rasgado y comenzaron a meterse dentro del enorme escarabajo para devorarlo.

Contemplando aquella escena nauseabunda, comprendí que el loco Aguirre no podía estar muy lejos.

César y Mancebo habían caído al río. No era peligroso, pues no cubría más de medio metro. Arrastrados por la plácida corriente, se agarraron a una de las patas de nuestro escarabajo. Este se inclinó levemente y, gracias a eso y a nuestra ayuda, consiguieron subir al plano lomo de nuestra montura. Estaban llenos de brea y magullados, pero no parecían heridos.

Cuando los salvajes se saciaron, nuestro escarabajo se movió dubitativo. Pensábamos que estaba asustado, pero no era así. Luego, lentamente se acercó a su compañero muerto y metiendo la cabeza por una gran grieta de su exoesqueleto roto comenzó a devorar su carne.

Al inclinar la cabeza dentro de su compañero, su  espalda quedó con una gran inclinación y nos empezamos a deslizar con el riesgo de caer en el interior del cadáver. Por suerte, los correajes del escarabajo nos mantuvieron sujetos. César se cogió a mí y Mancebo a Alicia.

Enseguida, los insectos selváticos comenzaron a aporrear al escarabajo para que acabase en su empeño de devorar a su compañero. Dio entonces un paso atrás y sus espaldas recuperaron la horizontalidad.

Era repugnante, pues había introducido su cabeza en el interior de su compañero y se había impregnado de un líquido denso y maloliente, que goteaba y chorreaba por sus costados. Al final, terminamos los cuatro manchados con el asqueroso fluido, pero en ese momento no era lo que más nos importaba.

Uno de los insectos —el que parecía liderar la tribu— se acercó para hablarnos en hispano:

—Ya nos han explicado que ustedes quieren ver a Aguirre. Queremos garantías de que no suponen una amenaza para Él.

—Somos pacíficos —dije—. Nuestras intenciones no son violentas. Solo queremos informarle sobre las noticias de su hogar, el lejano sitio en el que nació.

El quásar (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora