LA GUERRA: CONTRA UNO MISMO

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—Así que has conseguido que el Alfa te monte una conserjería nueva con todo el lujo, eh... —murmuró Sam, echando un vistazo alrededor con una mano en el bolsillo de su pantalón mientras con al otra sostenía su bonito termo rosa palo con el nombre «Princesa» serigrafiado.

—Me lo debía —respondí, terminando de colocar la cafetera de último modelo que podía moler dos tipos diferentes de café y tenía conexión directa con un bidón de agua para no tener ni preocuparte de rellenarla tras cada servicio—. Tengo sirope de caramelo, ¿quieres un poco?

—Sí, por favor —respondió, acercándose al espacio dedicado para la nevera y la mesa de servicio.

En solo una semana de uso, ya me habían llenado la nueva conserjería de mierdas: además de traer sus asientos para distribuirlos por la sala, también se habían traído sus propias tazas personalizadas junto con un montón de paquetes de galletas, dulces y salados para picotear. Venían sin avisar, entraban a la sala caldeada y ronroneaban de placer antes de irse a por una cerveza, un café o simplemente a tumbarse en su sillón, meterse la mano en los pantalones y rascarse los huevos mientras miraban la televisión proyectada en la pantalla de cine. Solo les paraba los pies cuando era demasiado, ¿qué era demasiado para un lobo? Por ejemplo, desnudarse porque «no les gustaba dormir con ropa» o traer alguna de sus putas y apestosas mantas. A veces les costaba recordar que aquella era conserjería y no su puto Refugio de Solteros o como coño la llamara Katy. Así que solo había un lobo que se fuera a desnudar allí, y ese era mi Liam. Y, bueno, Tim a veces, pero solo porque era mi mejor amigo y tenía privilegios que otros no tenían.

—¿No tenías trabajo en el almacén hoy? —le pregunté a Sam, entregándole de vuelta su termo repleto de café con leche y sirope de caramelo.

Me di la vuelta para hacerme uno solo para mi en un vaso carolino y le hice una señal hacia una de las paredes, donde había una mesa alta junto a la única ventana que se abría. Un lugar especial con cenicero en el que nos reuníamos los fumadores para no molestar a los demás. La mesa la había traído Cormac y el cenicero de cuero y oro lo había robado Gal de a saber dónde.

—No, todavía me dan poco trabajo desde... ya sabes —murmuró con una mueca apesadumbrada. Todavía se sentía mal por haber «fallado a la Manada» y haber dejado que se llevaran a Katy frente a sus narices.

—Te drogaron, Sam —le recordé, deslizando la ventana hacia abajo antes de encenderme el cigarro y soltar el humo—. Podrían haber tumbado a un oso con lo que te metieron.

—Lo sé, no es eso es... que... —se detuvo, bajó la mirada al termo entre sus manos y negó con la cabeza.

Le di un poco de tiempo mientras echaba otra calada y la soltaba en dirección al callejón que había entre el edificio de oficinas y el Refugio.

—¿Qué pasa, Sam? —pregunté con un tono fingidamente despreocupado—. ¿Algo no va bien?

—No. No lo sé... —murmuró en voz más baja, casi un susurro­—. Últimamente... todo me va mal, Zayn.

Asentí lentamente y seguí mirando al exterior. Había una luz suave y cálida en la conserjería, porque a mí me gustaba así, y nuestras sombras se perfilaban contra la pared de ladrillos del Refugio, sumergida en la oscuridad. Ya había ido a ver a Sam un par de veces después de recuperarse y él también me había venido a buscar, pero solo se quedaba un poco más de tiempo si estábamos solos, porque no le gustaba que le vieran en un espacio al que, en teoría, solo iban los Solteros.

—¿Y eso? —pregunté, igualando su tono bajo de voz.

El lobo se encogió un poco de hombros, pero sus bonitos ojos de un amarillo pastel se humedecieron lentamente, volviéndose cristalinos y brillantes.

HUMANO [ADAPTACIÓN] ZIAM Donde viven las historias. Descúbrelo ahora