Capítulo 31: final

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Lizzie Willer

La mañana siguiente fue muy tranquila. Isaac se dió una ducha y practicaba con su espada detrás de la cabaña mientras yo bebía café, apreciando la situación sin que él se percatara. Me agradaba ese sabor a mañanas.

La camisa de Isaac que traía puesta, olía tan bien. Me recordaba tanto a cuando pasábamos los veranos en su cabaña, y la mitad del día estábamos en el lago.

Me sentía un poco distraída y vacía pero al menos no tenía alucinaciones, esa noche la pase bien, fue increíble tener que dormir sin pensar en si amanecería muerta, u que la cabeza de alguno terminaría en mis pies.

Isaac tenía el cuerpo algo más fortalecido, su espalda estaba mercada. Adoraba que su cuerpo estuviese bronceado pero aparentemente ya no podía estarlo. Tenía un color ligeramente pálido, y la mirada más profunda. Sin embargo seguía siendo mi Isaac.

—¿Quieres ir a la fiesta de hoy? —indagó, haciendo que pegase un brinco. Seguía practicando con la espada y se detuvo.

Me miró y la espada desapareció, estaba agitado. No tenía idea del porqué se veía tan bien. Pucca maulló en algún tipo de gruñido y se adentró a la casa.

Un fuego recorrió mis venas y tuve que concentrarme, apreté las piernas recargada del barandal. Traté de evitar mostrarle cómo me hacía sentir.

—No lo sé. No tengo ganas de una fiesta —mentí. Quería apreciar lo que estaba haciendo por más tiempo.

—¿Hace cuánto no vamos a una?

Hace como una semana y media, de hecho.

—¿Tú quieres ir? —dije para darle un sorbo a mi café.

—Sí, necesito distraerme, y bueno. Podemos ir al pueblo solamente —amaba cómo elevaba los hombros tratando de persuadirme.

—¿Un trago?

—Claro —puso la mano en su corazón—, sólo un trago y regresamos.

Esa maldita sonrisa siempre me hacía sentir mejor.

—Bien —aguante la sonrisa de felicidad combinada con nerviosismo—. Espero hayas traído ropa para bailar.

—Siempre me la puedo quitar —elevó y bajo las cejas.

—Todo lo que sea por coquetear, ¿no? —ataqué.

—¿Celosa?

Siempre tan fanfarrón.

—Eso quisieras —objete. Sentí que mis mejillas se tornaron como tomates, y no era necesario verme al espejo.

—Exactamente —gruñó el ojo y mis mejillas me dieron un tipo de calambre.

—¡No hagas eso! —gruñí.

—¿Te estoy poniendo nerviosa? —ladeó la cabeza y me dejó ver su abdomen. Estaba sudando.

Mi corazón palpito con fuerza. Y mis piernas se apretaron allí parada. Una electricidad recorrió mi cuerpo al mirar esa sonrisa traviesa en su rostro.

El alma en su miradaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant