Capítulo 8

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Isaac Anderson

Eran las 3 de la madrugada y Lizzie estaba desnuda en la cama, acomodé su cabello para apartarlo de su rostro tan terso, la comisura de sus labios se curveó al sentir mi tacto. Sus manos buscaron mi calor y al tomarla se tranquilizó, era tan suave.

Su anillo relució en ese dedo no pude evitar sonreír para entrelazar nuestras manos. La amaba y no podía negarlo, sabía que sería por toda la eternidad, porque no había un día que no pensara en cómo sobreviviría sin ella. Pero sabía bien que un día ella se iría, y mi corazón se caería a pedazos.

Escuché ruidos fuera de la casa, y aunque sabía que mis sabuesos estaban cuidando. Me incorporé, coloqué una camisa blanca, y mi bóxer. Lizzie estaba descansando así que no me preocupé por despertarla, y me apresuré a abrir la puerta. Lo primero que vi fue a mi chica acostada, mientras yo estaba en al pórtico de la casa. Esperaba que nadie pudiera matar a mis hijos... Pero al alzar la vista lo vi. Estaba allí.

Ese hombre de gabardina negra, con un aspecto más sombrío que el de antes, unos pasos firmes acercándose hacia mí pero frenando antes de que la luz de la luna lo iluminara. Los árboles del patio cubrieron su rostro y el ave hizo presencia a sus pies.

—¿Morfeo? —indagué, frunciendo el ceño.

No sabía si estaba feliz, asombrado ó preocupado. Pero era Orfeo.

—Chico.

Sentí que la esperanza volvió a mí y caminé a él, estuve a una distancia prudente por un momento pero al darme cuenta de que se esbozó una sonrisa en mi rostro, y él curveó la comisura de sus labios; di un apretón de mano y me abrace a él dejando ir un suspiro.

—¿Cómo supiste? —indagué perplejo.

—Flama cuida la casa —musitó mirándola—. ¿Cómo estás?

Tragué saliva al escuchar, pude deducir que ya sabía que estaba con ella.

—Es Anna.

—¿Qué hay con ella?

—¿No sabes? —fruncí el ceño.

—No he salido de mi reino en todo este tiempo. —miré detrás de mí—. ¿Qué le sucedió?

Miré a mi chica y cojeaba. No le podía decir que nos habían atacado y habían herido a uno de mis conserveros.

—Un accidente —mentí.

—No soy estúpido —dijo con esa voz firme y neutral— No ibas a regresar de donde estabas por una simple accidente.

—Orfeo... es mejor que lo hablemos mañana.

—¿Es el enviado de los celestiales?

No podía mentirle, ni a él. Pero Lizzie estaba entre el dilema.

—No lo sé. Sólo desapareció.

Frunció el ceño y colocó su mano en mi hombro.

—Supongo que quiere venganza —aclaró con tono desconcertado—. Deberíamos ir a adentro y hablar. Luzbel ha estado irracional.

El alma en su miradaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant