Zoro caminó con sus nuevas katanas en los hombros desde el cerro de su isla.
Tenía las mejillas y rodillas ensangrentadas. Le dolía cada uno de sus brazos pero logró conseguir lo que más añoraba. Un par de katanas con filo.
Bajaba contento, admirando la belleza de su isla.
Su meta era ser un buen espadachín en honor a sus padres samuráis.
Sus padres habían muerto cuando el apenas tenía seis años, y desde entonces deambulaba casa por casa, pidiendo algo de comer y una cama para dormir.
Toda la isla sabía la situación de Zoro, por lo que se habían comprometido a ayudarle y educarle.
Y afortunadamente lo habían logrado. Zoro a sus diez años era ya un hombrecito, quien agradecía por cada comida servida y ayudaba a cada persona mayor a llegar salvo a su casa.
Pero nadie estaba al tanto de la gran pena del peliverde. Él necesitaba a sus padres, necesitaba regresar a aquellos años donde todas las tardes salía a pasear de la mano de sus padres en busca de un lugar tranquilo para meditar.
Zoro lloraba cada noche. Se preguntaba si valía la pena seguir viviendo, su objetivo no era razón suficiente para seguir con vida. Ya no sabía que más hacer.
Se había dedicado los últimos meses a encontrar dojos alrededor de la isla para batallar y entretenerse un rato. Pero ya se le había vuelto aburrido, pues, nadie lograba ganarle en un duelo.
Logró llegar al centro de la isla y corrió hacia una pequeña casa de madera. Allí vivía una anciana, quien se dedicaba a cuidar de Zoro por las tardes.
-¡Oye! ¡Abuela! -La anciana quitó los lentes de su rostro y miró con curiosidad a Zoro correr hacía ella. Dejó los palillos y la lana al lado para dejar que su pequeño se sentara en sus piernas.
-¿Qué es eso, Zoro? -La abuela tomó con cuidado las katanas negras, haciendo reir al espadachín. -Me las regaló un viejo del cerro, no me acuerdo como se llama, pero es muy amable.
La anciana supo de inmediato de quien hablaba, pero decidió quedarse callada. Mandó a Zoro a lavarse la cara y las manos, la cena ya estaba servida.
Se sentaron frente de la mesa de centro, con un plato de sopa para cada uno. Un silencio abundó el lugar, hasta que el menor decidió hablar.
-¿Que has hecho hoy? -Limpió una gota de sopa de su mejilla, para tragar de golpe aquella comida. La anciana solo rió.
-Estuve caminando en los pueblos alrededor de este, y me di cuenta que hay un dojo que no has ido, podrías ir y enfrentar al sensei.
Zoro abrió los ojos interesado, ¿un dojo que no había ido? seguramente se olvidó de ir hace un par de semanas.
-Iré mañana, abuela ¿puedo? -Esta le hizo cariño en el pelo del espadachín, sonriendole con cariño. -Tan solo ten cuidado.
Al día siguiente, Zoro partió con emoción al pueblo siguiente. La anciana le empaquetó un par de sandwiches, sabía bien que pasaría hambre.
Se demoró una tarde entera en llegar al lugar, pues no sabía como llegar. Quizás se había perdido.
A lo lejos vio casas de madera juntas y sonrió, por fin había llegado.
Era de noche y seguramente el dojo estaba cerrado. Escaló un árbol y se dispuso a dormir, esperando la mañana.
•••
Los cantos de los pájaros lo despertaron. Estiró sus brazos y espaldas para bajar del árbol.
Miró a su alrededor en busca de su objetivo, y vio, a lo lejos, un establecimiento más grande que los demás.
Corrió hacia allí y gritó en busca de alguien. Un anciano le contestó.
-Vengo a luchar con el hombre más fuerte de aquí.
Kyochirō se sorprendió por la petición. Era extraño que un niño tan pequeño viajara para desafiar espadachines mayores que él.
Sonrió y le presentó a su hija.