Capítulo 5

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Tras tantas fantasías materializadas, un acontecimiento en mi vida les dio un alto haciéndome reconsiderar mi percepción del acaramelado sentimiento en cuestión. Sin embargo, no me daría cuenta de ello sino años más tarde. El fallecimiento de un ser querido es bastante duro, pero lo es aún más en la medida en que se le amó. Sus recuerdos, aunque borrosos, son imborrables, se pegan en nuestra alma cual escritura sobre bronce. Fueron parte de nuestras vidas, lo cual los hace los personajes secundarios, pero no menos importantes, de nuestra historia. El dolor que llegamos a sentir es de la misma medida del espacio que ocupaban en nuestro corazón.

Apenas con quince años perdí a mis dos queridísimos abuelos maternos el mismo año, uno tras otro. Mi abuelo fue el primero, sufrió un derrame cerebral que afectó mucho su memoria. A veces reconocía a mi madre y a mis tíos, pero de lo único de lo cual nunca pudo olvidarse fue del amor de su vida: mi abuela. En ese entonces aún debía ir al colegio, al igual que mi hermano. Mi abuela se quedó en nuestra casa y todos los días, después de clases, íbamos a visitarlo al hospital. Tan absorta en mis quehaceres y responsabilidades como hacer tarea, fui lo demasiado egoísta como para darme cuenta de que serían los últimos momentos que pasaría con el cariñoso abuelo que tantas sonrisas me sacaba. Falleció la noche siguiente al cumpleaños de mi madre. Lloré bastante al enterarme y todos los nostálgicos momentos que ese querido viejito me dio se reprodujeron como una película en mi cabeza. Su característico bigote bien peinado y sus clásicas camisas a cuadros, ya no las vería más. Ya no lo abrazaría más ni lo oiría reírse de mis payasadas, ya no lo vería regalarme malvaviscos que tan bien escondidos los tenía encima de la nevera.

No obstante, la ausencia de mi abuelo me hizo valorar mucho más los momentos y sobre todo a las personas por lo cual mi actitud antes y después del fallecimiento de mi abuela fue distinta. En ese entonces ella estaba, un poco enferma, en su casa a las afueras de la ciudad, pero acompañada de mi tío que vivía con ella. Una tarde nos sacaron inesperadamente a mi hermano y a mí de clases. Nos fue sencillo deducir la razón; sin embargo, decidimos darle el beneficio de la duda. Mi madre nos esperaba en la salida y no hizo más que confirmar nuestras sospechas. Regresamos a casa, hicimos maletas y nos fuimos, nuestro padre nos alcanzaría luego. A llegar la vimos acostada encima de su cama rezando tan tranquila como siempre. Era indescriptible lo que le pasaba que ni siquiera los médicos fueron capaces de detectar alguna enfermedad. Era como si su alma se fuera por lapsos de tiempo y regresase, se quedaba dormida y luego despertaba. Para mi familia, como fiel católica que es, fue evidente que Dios la estaba llamando de regreso. Su muerte fue en definitiva envidiable, puesto que pudo despedirse de todos y dejar todo arreglado, inclusive cómo quería que fuese su funeral antes de irse. Dirigió unas palabras a cada uno se sus hijos y nietos, inclusive le pidió a mi madre y a mi tío que le dijesen tal cosa a fulano y tal otra cosa a mengano. Recordaba a cada uno de sus seres queridos sin excepción y se preocupaba por ellos ante su pronta ausencia. Dos días más tarde falleció en la madrugada de un sábado tras dirigirle, según atestigua mi madre, unas bellas palabras a Dios. La causa de muerte sigue y seguirá siendo desconocida, aunque en el acta esté estipulado un paro respiratorio. Cada uno de los nietos fue despidiéndose de su abuela y, cuando llegó mi turno, deposité un rosario entre sus manos, el cual portó su cuerpo hasta ser enterrada junto con una pulsera que le hice hace años.

Lo más interesante no se vuelve entonces la muerte, sino la vida que le dio tanto significado a esos últimos momentos en la tierra. Mis abuelos fueron un grandísimo ejemplo del verdadero amor a primera vista, del amor que quiebra barreras. Su historia fue sin duda de película y del amor de verdad de antaño. Tal vez de allí se originaron mis enormes esperanzas y expectativas en el amor. Cuando era un niño, la familia de mi abuelo decidió mudarse de México a Guatemala por razones que me son desconocidas. Él fue el quien, como hermano mayor y tras el fallecimiento de mis bisabuelos, tuvo que trabajar a temprana edad a fin de asegurarles una buena educación y futuro a sus hermanos, uno de los cuales vería morir entre sus brazos a la edad adulta. Durante sus años mozos, le fue suficiente ver a mi hermosa abuela para decidirse a formar una bella familia. Tras conocerse, mi abuela tuvo que ir a la ciudad para estudiar; sin embargo, no representó un impedimento para mi abuelo, quien no cesaba de mandarle cartas. Cuando ella regresó, se casaron. Lo más curioso fue que luego uno de sus hermanos se casó con una de las hermanas de mi abuela.

Amor de ámbarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora