Capítulo 7

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«Cuando una puerta se cierra, otra se abre.» Aunque la mía se cerró abruptamente golpeándome la nariz, otra se abrió en un abrir y cerrar de ojos sin necesidad de alguna llave o siquiera girar el pomo. Cuando el amor nos lastima, nos sentimos más golpeados que un barco en una tempestad. Nos centramos en tantas cosas como los días que han pasado desde el último peligro, las marcas que el golpe de las olas contra nuestra embarcación dejará o revisar el mapa para comprobar que efectivamente vamos por buen camino, que no vemos lo cerca que estamos de una isla desierta y repleta de recursos.

Como de costumbre, íbamos con mi hermano a clases de natación. Una de esas tardes en las cuales no imaginaba lo que se desataría luego, cuatro nuevos chicos rubios se integraron a las mismas horas de entreno. A pesar de tener la misma maestra y estar a nada más que un carril de distancia, no hablamos, sino que nos limitamos a dirigirnos miradas. Sin embargo, la única que me ponía nerviosa era la azulada de uno de ellos en particular. Unos prefieren llamarlo «vibra», pero son ese tipo de sensaciones indescriptibles que sentí al estar consciente de la existencia de ese chico. Al finalizar el entreno e ir camino a casa, Gonzalo me comentó que uno de ellos le preguntó en los vestidores por mí. Tal comentario me sorprendió y le pregunté de cuál de todos se trataba. No era más ni menos que el que me ponía los nervios de punta: Elías.

A la clase siguiente, nos animamos a romper el hielo y entablar breves conversaciones durante los momentos de descanso. Los cuatro eran hermanos y fueron adoptados; siendo tan atractivos, era evidente que tenían ascendencia alemana. Los dos menores se llevaban un año y en ese entonces tenían unos diez u once años. Les seguía Matías, el cual tenía mi edad, y después estaba Elías, quien tenía la edad de Gonzalo. Con el tiempo nos fuimos haciendo amigos y mi afecto progresivamente se fue olvidando de Nicholas. Recuerdo la vez que supe con entera seguridad que Darialandia había encontrado otro puerto en dónde desembarcar las enromes ganas de amar que tenía.

Mientras practicábamos velocidad, nos tocó a él y a mí descansar al final de los carriles, de modo que nos quedamos prácticamente solos. Elías era un poco tímido y yo más que distraída, así que no noté el inocente coqueteo que me estaba haciendo al intentar iniciar una conversación sobre el clima. Fue, literalmente y sin exageración, la típica escena de película en la cual el chico le preguntaba a la chica sobre el clima. De no haber estado perdida en su mirada seguramente me hubiese dado cuenta de lo muy «Daria» que era esa escena. Le respondí que hacía bastante frío sin despegar nuestras miradas una de la otra. Allí, en medio de agua llena de cloro, supe que no me sería fácil ignorar lo que sentía. Nunca olvidaría esa penetrante mirada ya que, aparte de acelerarme el pulso, fue una de esas que expresaban todo sin necesidad de nada más.

La primera vez que sentí celos de verdad fue con Elías. Tal vez se debía al hecho que con Nicholas o Alfonso sabía que no tenía ninguna oportunidad, mientras que con Elías sí que la había. Durante la práctica, una chica cuyo nombre preferí no recordar, se unió al grupo de entreno. No cesaba de molestar a Elías y Matías salpicándolos y diciendo frases como: «Me los quiero llevar a casa» o «Qué hermosos.» Aferrada a mi tabla de esponja y dejando que los celos infantiles me dominasen, apretaba la mandíbula y procura ignorarla así como ambos chicos lo hacían, lo cual me tranquilizó un poco. Lamentablemente, ese pesar no pudo pasar desapercibido ya que mi afectiva maestra me preguntó qué me pasaba. Solo podía culparme a mí misma por tener una cara tan expresiva que la seriedad solo mandaba señales de malestar. Le fui honesta y le dije que sí; sin embargo, ella me tranquilizó. Más tarde, mi madre también lo haría asegurándome que a Elías no le prestaba ni la más mínima atención a esa chica. Tan insegura como era, no percibí que en efecto Elías la ignoraba eficazmente porque no le prestaba atención más que a Gonzalo y a mí. Yo, de cierto modo, le interesaba, pero no me sentía la gran cosa como para creerlo.

Cuando pensé que nada podría incrementar mi afecto hacia ese chico, las pequeñas cosas que hacía lo eran todo. Desde el simple hecho de saludarme de beso, a diferencia de su hermano que me saludaba con un puño, hasta preguntar por mí cuando faltaba a los entrenos. Recuerdo también la seguridad que mostró una vez que llegó, pero no entrenó. Un pequeño barro cerca del ojo le había resultado en una infección; sin embargo, se mostró con una sonrisa como siempre cuando salimos. No le dio la más mínima importancia al explicar lo que le había pasado, se estaba mostrando como era sin vergüenza a ser juzgado. Ese mismo día, nos invitaron a salir con un amigo el fin de semana.

Emocionada y sin atreverme a ser la única presencia femenina, invité a Anastasia a ir conmigo. Antes de la salida, dejé que mi madre y mi amiga escogiesen mi ropa, yo estaba demasiado ansiosa como para tomar decisiones, según yo, serias. Los nervios me atormentaron como nunca durante el larguísimo trayecto debido al exagerado tránsito y el simple hecho de estar a unos cuantos metros más cerca. Era como si quisiese llegar lo más pronto posible, pero al mismo tiempo querer escapar. Afortunadamente llegamos unos cuantos minutos antes que ellos, así que los esperamos en la entrada. Al verlos llegar mis latidos se hacían sentir por todo mi cuerpo. Nunca había salido con chicos y mucho menos alguno me había invitado a salir con él.

Entramos al balcón de un restaurante de alitas de pollo; Gonzalo y Elías fueron a comprar la comida dejándonos a mi amiga y a mí con Matías y Pablo, uno de sus mejores amigos. La conversación que entablamos se la llevó el tiempo; no obstante, es difícil olvidar algunos detalles como cuando Anastasia se subió al balcón, cantamos el pequeño fragmento de una canción que todos conocíamos y sobre todo el gesto tan caballeroso que Matías tuvo conmigo.

Siendo una chica poco precavida y segura de que no haría frío, no llevé nada para abrigarme. En esos casos, me pongo mucho más pálida de lo que soy e inevitablemente mis manos comienzan a temblar. Entre mi excesiva expresividad y mi cuerpo haciendo las cosas evidentes, siempre me culpaba por no ser capaz de disimular las emociones o cosas que me sucedían. Matías lo notó y me ofreció su suéter color azul. Recordando a mi madre diciéndome que me regañaría si llegaba a usar el suéter de un chico, me vi obligada a rechazarlo de la manera más delicada posible. En ese entonces aún era demasiado insegura y temerosa a lo que dijesen mis padres, además de no entender bien las advertencias de mi madre. Ella había dicho que no se me ocurriese pedir suéteres o abrigos, no que no los aceptase si me los ofrecían; sin mencionar que nunca había convivido tanto con chicos por lo cual tal gesto me tomó por sorpresa.

Cuando los otros dos regresaron con las manos llenas de cajas con alitas de pollo, nos dispusimos a comer. Unas eran muy picantes, las cuales decidí no probar, pero fue Elías quien se atrevió. Sus mejillas no tardaron en ponerse rojas y su nariz a chorear, lo cual fue motivo de muchas bromas. Una vez con las barrigas llenas, salimos a caminar. Iluminados por las farolas, una canción que me encantaba comenzó a sonar por allí,ñ por lo que me fue inevitable empezar a cantarla. No sabía si le sería incómodo o completamente desagradable, pero me atreví a hacerlo porque estaba tan feliz de estar allí con ellos que me sentí con las ganas suficientes de mostrarme como era. Para mi sorpresa, Elías, al estar junto a mí, me comentó que cantaba bien. Esas palabras fueron una inyección de serotonina extra a la que ya estaba sintiendo.

La mayoría de gente con la cual convivía ya se había acostumbrado a oírme cantar por doquier lo que se me viniese en mente. Afortunadamente, mi voz no era de esas que quebrasen los vidrios, pero fue Anastasia quien me expresó su disgusto al escucharme cuando ella me hablaba. Al principio me costó trabajo dejar de hacerlo, pero luego comprendí que, dejando de lado el hecho que era de mala educación, para los demás puede llegar a ser muy importante sentirse escuchado y mi voz era un impedimento. No obstante, eso fue suficiente para mantenerme callada más de lo que hubiese querido. A partir de ese momento sería raro escucharme cantar tan espontáneamente, se puede decir que mi seguridad al cantar se desvaneció.

Le hicimos una pequeña broma a mi hermano dejándolo solo en una tienda a la cual quiso entrar a distraerse hasta que llegó la hora de irse. Nos detuvimos en una de la aceras y Elías sacó su teléfono para contactar a sus padres. Al verlo no pude evitar sonreír cuando me dijo: «Este teléfono azulito no es mío», refiriéndose al azulado aparato, a lo cual respondí: «No te preocupes, el azul es mi color favorito.» «Entonces estamos bien», aseguró, sacándome una risa. Al igual que mis padres, los suyos andaban paseando por aquel sitio. Así que, cuando fue el momento de regresar a casa, se encontraron y conversaron un rato. Aparentemente todo iba de maravilla, hasta que dejaron de ir a los entrenos. Elías había optado por jugar baloncesto en otro sitio y Matías fútbol. Nunca había imaginado que alguien se fijaría en mí hasta que Matías apareció.

Amor de ámbarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora