Capítulo 10

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El amor también podía doler; sin embrago, Darialandia era tan dulce y sensible que no había contemplado esa posibilidad. El estar preparado para algo siempre aligera el golpe, pero en mi caso yo no tenía ni siquiera la teoría sobre el dolor que el amor podía llegar a infligir. Las caídas duelen conforme a la altura en que estemos; de igual manera, mientras más alto se ama, más duro será el golpe. Pero, aunque millones de espinas hieran profundamente nuestro corazón, aún seguirá latiendo. No significa que todo el dolor desaparecerá, pero sí que aún puede sanar y sacar algo bello de la fatalidad.

Si de por sí Gonzalo y yo nunca fuimos tan unidos, los problemas fueron agrandando esa exorbitante distancia que ya existía entre los dos. Así como la amistad de Felipe me había hecho bien, las que mi hermano encontró en ese colegio le sentaron fatal. Progresivamente se fue alejando de nosotros y, de cierto modo, encerrándose en sí mismo. Ya no compartía con nosotros y se la pasaba solo en su habitación. Una tarde que íbamos de regreso a casa, Felipe me informó confidencialmente que lo había visto con unos compañeros que fumaban en la entrada. No fue necesario que le pasase esa información a mi madre, ella misma se dio cuenta debido al olor. Sin embargo, ni todos los regaños o castigos del mundo consiguieron detenerlo. Al contrario, eso fue un incentivo para continuar a la siguiente etapa: las fiestas. Se salía de la casa sin permiso para ir a ellas o invitaba a amigos sin permiso cuando no estaban mis padres. Ninguno de sus regaños, los cuales lamentablemente se estaban volviendo una costumbre, lograban entrar en su consciencia.

Aunque Gonzalo se había vuelto un extraño, aún seguía siendo mi hermano. No solo dolía verlo alejarse y autodestruirse, pero también ver lo mucho que mis padres sufrieron por todo aquello. Felipe fue quien se encargó de animarme sin dejar de ser los suficientemente prudente para no andar contando todo lo que me pasaba. A pesar de lo difícil que era la situación, fortaleció nuestros lazos de amistad.

Así como tuve un encuentro increíble, tuve uno que al principio fue desagradable. Alan, un chico bastante atractivo, pero más problemático que los problemas, fue uno de los que se fijó en mí desde el inicio. Casi siempre se le miraba completamente solo por doquier con su teléfono, de modo que era fuera de lo común verlo conversando con alguien. Cada vez que salía del colegio, este se ponía a fumar en la esquina sin despegar su mirada de mí. Evidentemente no fue para nada del agrado de Felipe, quien no tardó en expresarme su disgusto al respecto. Tiempo después de limitarse a observarme de lejos, decidió a hablarme durante una hora libre. Pasaba por un pasillo solitario, con mochila en hombro y libros en mano, en dirección a la biblioteca hasta que éste me interceptó mientras seguía con su vicio a escondidas. Con la intención de molestarme, me dijo que yo también fumaba, pero que no lo admitía. Ignorando su falsa afirmación, le advertí sobre las consecuencias que podría acarrear lo que estaba haciendo. Tal y como lo esperaba, no le dio ni la más mínima importancia exhalando el humo frente a mi rostro. Tenía dos opciones: continuaba mi camino o me quedaba conversando con él. Probablemente no ganaría nada porque se hacía más que evidente que no sacaría ningún provecho de ello.

Sin embargo, con la finalidad de retarlo y ver cuál era su lógica detrás de esa nociva acción, le pregunté por qué lo hacía. Según él y la mayoría de las personas que fuman, le relajaba y ayudaba a no pensar en los problemas. Yo había iniciado la discusión y estaba dispuesta a ser quien la terminara. Le aseguré que había maneras mucho más saludables de relajarse que destruir progresivamente la vida que tenía por delante con un simple objeto y que, además, solo estaba encontrando excusas para seguir haciéndolo y no sentirse culpable. Sin la más mínima pizca de enfado, se rio antes de tirar el cigarrillo y afirmar que no me convenía hablar así del tema considerando que yo vivía junto a un fumador. Le respondí que eso no era cierto y que no tenía nada que ver con esta situación. Así, me sorprendió la siguiente pregunta que salió de sus labios: «¿Por qué te importa tanto?» Antes de retirarme, le dije que me parecía lamentable que alguien tan joven con grandes oportunidades desperdiciase su prometedor futuro a causa de un tóxico objeto. Mientras seguía avanzando, este me gritó que aún no había respondido su pregunta.

Amor de ámbarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora