Escena extra.

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Silas

Noruega siempre fue un sitio de mi agrado.

La paz que se respiraba hacia mucho que no la sentía. Aquí fue el lugar correcto para seguir con mi vida, pero dejando atrás lo que fui, aunque una parte de esa esencia siempre viviría en mí y estaba bien con eso.

La normalidad no era tan mala como pensaba y ayudó a desintoxicar mi cuerpo y mi mente de todos los venenos que acumulé. Y a pesar de lo que todo el mundo podía esperar después de lo que sucedió, no me arrepentía de los actos que cometí.

Tenía un objetivo, se hacía lo que debías para alcanzarlo y sobrevivir, aunque a veces terminaras siendo el villano que no merecía la redención, dependiendo de las circunstancias, claro está. Y yo podía vivir perfectamente con la etiqueta que se me dio.

Para todos ellos estaba muerto y para mí, solo eran un fracaso, fallé en mi misión y no iba a cambiar ese resultado. Ya no quería hacerlo. Contaba con los recursos, pero las ganas se esfumaron, lo que podrían asociar con un milagro, quizá, era así como lo llamaban: Milagros. También podían tachar de un milagro a que yo siguiera respirando, pese a que, para muchos sería una desgracia, desde mi perspectiva solo se trató de sacrificio y esfuerzo.

No envenené mi cuerpo cuando era un niño solo por placer. Los entrenamientos, los golpes, las derrotas y la tortura mental, me forjaron en lo que era hoy, me sirvieron para sobrevivir, me prepararon.

Abrazar a la muerte te cambiaba en muchos sentidos, te volvías más consciente y más precavido. Estaba decidido a no desperdiciar más mi tiempo y ser dueño completamente de mis decisiones y de mi vida. Sin fantasmas, ni venganzas, después de todo, el pago de las deudas que teníamos iba a hacerse; llegaría el momento donde tendrías que ajustar cuentas y los precios siempre serían altos y con sangre de por medio.

—Keith —miré los ojos rasgados y surcados por las arrugas que me observaban molestos—, no has terminado la comida.

Sonreí de lado, dándole un bocado más al pescado que Hedda preparó para mí. Ella era una anciana de setenta años con quien compartía el techo. La mujer me agradaba, tenía un carácter fuerte y un corazón noble. Cuando me conoció, pudo distinguir la maldad que aún habitaba en mi corazón, sin embargo, me dio una oportunidad, tuvo fe en mí y me acogió en su casa.

Pude haberme ido desde hacía mucho, mudarme no significaba un problema, pero no quería irme. Sentía un singular cariño por Hedda, uno sincero y sin malas intenciones, quizá porque hasta ahora había sido la única en ofrecerme todo de lo poco que tenía sin esperar nada a cambio y sin conocerme en lo absoluto.

Hacía tiempo le aseguré que llegaría a odiarme si le contaba todo lo que hice en el pasado. Ella me observó seria, más de lo que alguna vez la vi.

«—No puedo juzgarte, no tengo el poder para hacerlo y ni quiero. En su momento, tú tendrás que hacerle frente a las consecuencias de tus decisiones y tus acciones, si es que no lo hiciste ya —dijo en aquella ocasión—, el mundo ya está lleno de odio, Keith, yo no pienso aportar más a eso».

Sus palabras jamás las olvidé y fueron como un rayo de luz en mi camino. Me hallaba demasiado agradecido con ella.

—Mi nieta no demora en llegar —comunicó desde la cocina de su acogedora casa—, está curiosa por conocerte, piensa que enloquecí y eres producto de mi soledad.

Reí, terminándome todo lo del plato. Hedda, al igual que yo, estaba alejada de la tecnología, solo contaba con un viejo teléfono fijo en el que recibía llamadas de su única familia: su nieta. La joven de veintidós años no había podido visitarla desde hacía mucho, así que Hedda la esperaba con emoción, aunque lo disimulara. Ella era lo único que le quedaba de su difunta hija.

Clandestino ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora