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3:59 a.m. El LED verde del despertador de la mesilla de noche ilumina tenuemente la habitación. Me desperté de un salto y me senté en la cama. Me cogí la cara con las manos y me miré los pies descalzos en el suelo, los codos apoyados en las rodillas y el pelo hacia delante. Respire Hailey, estás en tu casa, en tu cama, no pasa nada. Al principio, estos despertares eran un inoportuno compañero diario. Ahora ya no ocurrían con tanta frecuencia, o al menos no con tanta violencia. Después de todo, había sido toda una vida. Diez años. Mierda, ¿cuándo iba a terminar esto? Trastorno de estrés postraumático. Eso es lo que el Dr. Ulric había dicho. Esto era todo. Podría haber durado para siempre. Tenía que levantarme, estaba sin aliento, mis manos temblaban terriblemente. Me escabullí de la cama para no despertarlo. Cada vez me asombraba cómo parecía poder dormir a pesar de mis despertares poco pacíficos. Su pelo negro sobre la almohada, su respiración regular. Tenía que salir, necesitaba aire fresco. Cogí mi chándal y fui al baño a vestirme. Evité mirarme al espejo. Habría visto las habituales ojeras. Ya formaban parte de mí, pero las odiaba. Me habría maquillado más tarde para evitar las preguntas habituales de los compañeros. Preguntas meditadas, por el amor de Dios, pero que no me apetecía responder sin parecer patética. Me recogí el pelo en una coleta, cogí los auriculares y en el umbral de la puerta principal me puse los zapatos y la chaqueta técnica. Cogí el teléfono y le envié un mensaje. "Lugar habitual, hora habitual" seguido de un corazón, rigurosamente negro. Ella sabía lo que significaba. Ella más que nadie me conocía, sabía todo sobre mis pesadillas y yo sobre las suyas, ella con su sonrisa y su optimismo, ella con la que había congeniado de inmediato. Mi persona. Ella ne mandò uno a mí. Un corazón idéntico. Cerré la puerta tras de mí, puse la música y salí corriendo a la fría noche de febrero.

Reduje la velocidad al pasar por la puerta de la señora Töpfer y allí estaba él, como siempre, esperándome. Parecía saber cuándo tenía pesadillas. Metí la mano en el bolsillo, cogí una galleta y la lancé a través de los barrotes. A estas alturas ya conocía a Cerbero desde hacía mucho tiempo. La habría atrapado alguna vez, pero sus reflejos ya no eran lo que eran. Ya habían pasado diez años. Mierda. Diez putos años. Yo Había llegada allí y nunca me había ida. Exactamente igual que Alan. Empecé a correr de nuevo, acelerando el paso y me detuve sin aliento hacia el amanecer en el lugar de siempre. Siempre acababa así cuando tenía pesadillas. Pasé una mano por la fría lápida, acaricié las letras grabadas, me senté en el suelo y encendí un cigarrillo. Estaba mojado pero, oye, qué más daba. En realidad no me lo estaba fumando, me lo estaba fumando por él. Como si se lo hubiera fumado él. A veces era un cigarrillo, a veces comía bombones, a veces leía las noticias. A veces le hablaba del trabajo. A veces yo le hablaba de él. De cualquier manera, él ciertamente no podría haberme juzgado. Y, de todos modos, era el último que podría haberlo hecho. Había puesto mi vida patas arriba, lo menos que podía hacer incluso muerto era sentirne hablar sopra e su tumba. Cuántas lágrimas había derramado aquí arriba a lo largo de los años, cuánta frustración, cuánta rabia. Le echaba de menos. No había tenido la oportunidad de conocerlo en persona. Pero le echaba de menos. Le echábamos de menos. Me había sacado de mi vida normal, mundana y tranquila, y me había encontrado viviendo una auténtica pesadilla. No sólo yo, ellos también, sobre todo ella. Si hubiera podido devolverle a la vida siquiera diez minutos, los habría utilizado para darle un puñetazo en la cara. Se lo merecía.

- Richy maldito sea, voy a tener cáncer por tu culpa -apagué el cigarrillo y eché a correr de nuevo hacia casa.

I'm Here (Spanisch Version)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora