Capítulo IV

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Mi alma estaba perdida igual que mi cuerpo

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Mi alma estaba perdida igual que mi cuerpo. Buscaba, desesperada, una salida de ese inmenso laberinto, pero fallaba en todos los intentos. No supe cómo llegué hasta allí, ni dónde estaba la entrada tan siquiera. Caminé hacía el frente en todo momento. Mis pies descalzos daban contra un césped empapado por las incesantes gotas de lluvia que caían. No despegué la vista de los enormes muros hechos de ramas, espinas y hojas que se levantaban, imponentes, y que me tenían cautiva.

—¿Hay alguien? —murmuré, con la voz trémula y casi inaudible—. ¡Por favor, de ser así, respondan! —grité.

Levanté la mirada para buscar algo que me sirviera de brújula o de ancla, algo que me impidiese seguir dando vueltas sin saber adónde me dirigía o, por lo menos, que me indicara a dónde volver. Una torre se levantaba a una distancia considerable, era visible desde donde estaba, de sus ventanas se escapaban muchas luces anaranjadas que apenas y llegaban a mi sitio de constante penumbra. Tomé aquel edificio como mi Estrella Polar, aquel norte al que debía aferrarme y emprendí el camino.

Empecé a correr, movida por el miedo y la curiosidad. Seguí un camino que en mi mente había trazado, nada me aseguraba que fuese el correcto pero era el único que podía seguir. Corrí y corrí. Después de uno o dos minutos me cansé, el aire le faltaba a mis pulmones y la fuerza, a mis músculos.

Pensé, movida por la derrota y el agotamiento incipiente, que quizá lo mejor era rendirme y esperar a que me hallaran.

Un silencio sepulcral antes invadía cada una de las esquinas en las que giraba; pero, de repente, una dulce y sencilla melodía comenzó a oírse, no lo pude creer, ¡no debía ser cierto! Era ella pero no me vi capaz de concebir esa idea, ¡era tan contraria!; el panorama era tétrico y el alma de esa muchacha estaba tan dotado de grácil hermosura. Si mi dama de la noche estaba cerca, talvez encontrarla me ayudaría a tener paz, pensé, poder hallar la calma que necesitaba para después pensar con claridad.

Recuperé el aire y tracé mi recorrido nuevamente.

Ante la duda sólo se pueden hacer dos cosas: retroceder y quedarse con ella, o avanzar con una daga en mano para darle un merecido final. Y tomé el segundo camino.

Di muchas vueltas en varias esquinas, a veces parecía avanzar y otras, retroceder. Pero al final, llegué a un pasillo en el que ya no quedaban más vueltas que tomar, solo una amplia salida que atravesar para quedar frente a la torre y el origen del hipnótico canto. Caminé despacio, me cuidé de no hacer ningún movimiento brusco que pudiese romper la realidad a la que fui transportada.

Con la cercanía, la torre pareció ser, más bien, la nave de una catedral gótica. Gigantescos muros inexistentes, que en vez de piedra habían vidrieras coloridas que contrastaban con lo lúgubre de la escena. Me era escalofriante y familiar, pero no supe de dónde lo conocía.

A los pies del muro de la nave, estaba ella. De pie y con la cabeza gacha, como quien observa algo que en el suelo, adyacente a sí misma, yacía solo para causar incomodidad. Y era así. Un bulto con forma humana se encontraba a escasos metros de la falda de su vestido.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora