Capítulo XXIX

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Resultó inimaginable cuando, entre risas y un buen vino, durante una noche de celebración en el palacio, la reina Ozanne perdió la vida

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Resultó inimaginable cuando, entre risas y un buen vino, durante una noche de celebración en el palacio, la reina Ozanne perdió la vida.

A mi lado, los restos de su energía, errante en este mundo en forma de fantasma. La veía enajenada, como si estuviera y al mismo tiempo ansiara estar lejos. Contenía la rabia y la impotencia, pero me fue evidente que intentaba mantenerse serena. No creí que debiera serlo, una injusticia tal, despiada y sanguinaria, no merecía serenidad. Fue en ese punto, tan crucial como aparentemente mundano, donde la versión relatada por los testigos y periódicos se tergiversó. No lo entendí en el momento, pero testificaba los verdaderos acontecimientos de una noche sin retorno.

Antes de la velada del terror, la joven reina se preparaba en sus aposentos. Sus damas de compañía, cinco en total, le ayudaban a vestirse. Entre ellas y con su soberana mantenían conversaciones triviales sobre personajes ilustres, en la corte y fuera de ella. Chismorreaban entre ellas, contentas, y Anne les respondía ocasionalmente. Estaba algo dispersa aquella tarde, pero nadie se atrevió a comentarlo.

Recalcó, al ser vestida, que debajo de la capa dorada que acostumbraba a usar, deseaba lucir en aquel día un vestido negro, de encajes altos y un corsé ajustado en su ya finísima cintura, en recordatorio del luto que aún estaba cargando. Optó por un peinado recogido, se lo pidió a la mayor de las mujeres, aquella también con la que parecía tener más confianza. Le dejó cada hebra de su dorada cabellera en su lugar.

Al verse en el espejo, un halo de tristeza ensombreció sus ojos. Se encontró con que aquella vestimenta le hacía parecer más madura, además que le otorgaba el semblante de una viuda, aquel desamparo y aquella lástima. Vagó su mirada entre las cosas que reposaban en el tocador, dio con el jarrón que albergaba la rosa blanca obsequiada por Eirys y la tomó, con la delicadeza y admiración que tal belleza merecía.

—Es una flor muy hermosa la que tiene ahí. Es casi una tragedia que comiencen a caer sus pétalos—comentó una de las mujeres—. ¿Por qué la mantiene, a estas alturas, cuando puede optar por cambiarla por cualquiera de las centenas que colman los jardines?

En sus manos la flor, que llevaba días intacta cual si el tiempo no pasara por su tallo y sus peliagudas espinas, se abría majestuosamente y emanaba un perfume suave, de notas dulces que se mantenían aún frescas. Sin embargo, algunos pétalos, los más externos en aquel espiral infinito, cedían ante la gravedad. Se doblaban y caían. Lo hacían a paso lento, fracturado, casi como si se jactaran de estar cayendo y exigieran, en su extraño actuar, la admiración de cualquier persona que les viese.

—Se trata de un obsequio, uno especial. No deseaba deshacerme de la rosa sink hasta que el tiempo mismo la deshiciera —respondió circunspecta, apreciando la flor cuál si se tratase de apreciar la belleza en un eclipse, con esa devoción y recato, para guardarla por el mayor tiempo posible en la mente.

Las más jóvenes de las damas, al ver la actitud solemne de su reina hacia algo tan anodino conjeturaron que no había un significado substancial en el regalo, sino en aquel que se lo hubiera brindado. Esto, consecuentemente, les llevó a asumir que se trataba de algún intento de cortejo, lo que interesó profusamente a las chicas.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora