Capítulo XXIV

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Desperté sobresaltada, empapada de sudor

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Desperté sobresaltada, empapada de sudor. El cambio abrupto, de imágenes vívidas colmadas de inquietud, me hizo pensar que todo había sido producto de mi mente. Los lánguidos pasos de los segundos me hicieron darme cuenta de que eran más los ecos de una pesadilla negada a disolverse… eran mi realidad.

Sentí ese punzón en mi pecho, insoportable y conocida; era el saber que algo terrible estaba a punto de ocurrir y no poder prepararse para enfrentarlo. El esfuerzo rralizado para sentarme en la cama, se sintió, en mi cuerpo adormilado y mi cabeza confundida, fue inhumano. Como si algo estuviera ejerciendo presión sobre ella  mi garganta se cerraba, cada bocanada de aire que intentaba tomar era más dolorosa. Contrariamente, el dosel se mecía con ferocidad, la ventana se hallaba abierta de par en par permitiéndole al viento circular libre y enfríar la estancia.

Mi cuerpo aún se encontraba entre la relajación del sueño profundo y la adrenalina del miedo, próximo a despertar, aún así, la agilidad de mi mente para crear escenarios funestos insistía. Siempre fue más fuerte. Me hizo reflexionar que si había algo más a lo que debiera sentir un terror inefable, exceptuando a la muerte y los fantasmas, aquello no era otro sino el mismo aire congelado que rugía con ferocidad.

Un pitido no dejaba de resonar en mi cabeza y ésta comenzaba a doler de forma aguda. Llevé las manos a mis oídos, en búsqueda vana de que esta acción apaciguara ese eco tan incesante como molesto. Al hacerlo, noté como mis orejas estaban frías, igual que las palmas de mis manos.

Necesitaba el cobijo de alguien cercano, a quien recurrir si me sintiera peor; necesitaba a alguien que me abrazara y me dijera que todo iba a estar bien. Y no lo tenía.

Hice un esfuerzo aún mayor, titánico, para ponerme de pie y salir de mi dormitorio, me sentí dasvanecer por un instante. La falta absoluta de alguna fuente de luz que sirviera de guía, sumada además al adormecimiento de mis sentidos, fue tal que logró desorientarme completamente. Estaba perdida en el medio de los pasillos de mi propio hogar, en la propia morada que me vio llegar al mundo y me vio crecer. Caminé con una mano adherida al tapiz de las paredes, que en mi delirio parecía emitir bramidos de dolor ante el rasguño que yo provocaba con las uñas. Teniendo en las yemas de los dedos un ancla, vagué por unos minuto tratando de reconocer el corredor que debería seguir. La arquitectura de la casa, laberíntica, imponente, no ayudaba a identificar el sendero. La inquietud constante fue disipado en el momento en que una voz pronunció mi nombre, llamándome.

—Elohim.

Sonó tan familiar, pero mi propia mente parecía jugármela en contra y dudé por breves instantes de sí lo que hube oído fue tan siquiera real. El tono era medio, masculino: un tenor y a la palabra le acompañaba una sensación de calidez que armonizaba a la perfección, como si conformasen un acorde.

—¿Allerick? ¿Eres tú?—dije, en voz tan alta como pude. Al emitir palabra, noté que se me dificultaba mucho hablar: mi mandíbula temblaba y mi garganta estaba reseca transformando el hablar en una tortura—. Ayúdame, por favor.

—Sígueme, ven, vamos abajo.

Me mantuve obediente, con esperanza de hallar en él ayuda y consuelo. A pesar de sentir contra mis pies descalzos el retumbar de los tablones y el rechinido de estos mismos, no alcanzaba a verle. El rastro sensorial, compuesto por el eco de sus pasos y algunos murmullos, me llevó hasta las escaleras y comencé a descender por ellas. Estaba débil, confundida, el trayecto a través de eslabones en descenso fue despiadado. Abajo, la misión de seguirle el paso parecía menos agobiante.

Un par de lámparas de gas encendidas en puntos estratégicos, como algunas esquinas que sin ellas hubieran sido apenas penumbra y en aquella antesala que daba directo a las habitaciones de servicio, eran la única fuente de luz ya que ni siquiera un resplandor lunar alcanzaba a filtrarse a través de las espesas nubes.

Ya al interior de la cocina, él aguardaba por mí. Me daba la espalda y se apoyaba en la estufa, estaba inmóvil, como congelado en el acto de abrir la portezuela por la que podía encenderse la llama. A escasos metros de ese ser, me detuve, paralizada por un pensamiento que ignoré tontamente, era más bien la certeza de que algo en esto no estaba bien. No dudé de que ese ser fuera mi hermano, pero a contraluz noté lo larguncha y desgarbada que era su silueta, no podía ser Allerick.

—¿Quién eres? ¿Qué eres? —pregunté, manteniendo la distancia.

—Muerte.

El tono en su voz cambió, notas claras y medias se transformaron en sonidos graves, guturales, arrancados de la garganta, como gruñidos... Quedé pasmada, más confundida que cuando me creí perdida en el laberinto de mi hogar. ¿Cómo que era «muerte»? ¿Quién era esta persona? ¿Al menos era una persona?

Hasta entonces lo entendí, tanta desesperación y necesidad de quien fungiera como refugio fueron suficientes para cegarme, para convencerme y llevarme hasta allí. Fui una tonta. Ese ser, que a primera vista parecía tener la forma de un hombre cualquiera, de un segundo a otro se disolvió, se dio la vuelta y vi su rostro desfigurado: desencajado lo poco que parecía ser todavía ser carne de un rostro se congelaba en una expresión de terror, los músculos y huesos eran expuestos y la sangre le brotaba como un riachuelo desbordado. El aire de la habitación fue contaminado por un olor nauseabundo, putrefacto… Era un fantasma, seguí a un fantasma, y hasta ese instante lo pude notar.

Quise gritar, pero la voz se ahogó en mi boca y se convirtió en apenas un suspiro. Aquel espectro se acercaba a mí con los brazos extendidos, buscando tocarme. Permanecí inmóvil unos instantes mientras imaginaba lo peor, hasta que pude moverme e intenté correr en dirección contraria, pero no hubo caso alguno. Al voltear hacia la puerta, de entre la oscuridad se formó la sombra de otro ser sin vida, éste menos humano. Me vi acorralada en poco tiempo. No hubo espacio que mis ojos pudiesen reconocer sin ver en el mismo a otro fantasma; y en aquellos sitios en que el resplandor de las lámparas de gas no tocabs invadía la seguridad plena de que, invisibles, otras fuerzas de la muerte me acechaban. Y así fue, uno tras otro, hasta que decenas sino es que más de un centenar, de las máscaras que utilizó la muerte esa noche me rodearon.

Cerrar los ojos se volvió inútil también, pues sus lamentos y su olor pútrido eran igual de intensos que las visiones, fue más bien como si se hubiesen levantado de sus tumbas para venir a verme. En todo momento las escenas frente a mí fueron grotescas, a veces la tragedia también las acompañaba. Eran almas de hombres y mujeres, ancianos y niños, sin distinción social existente para permanecer condenados. Eran seres sin color en sus ojos, sin calor en el espacio que su amorfo cuerpo pareciere ocupar, pero con toda la intención de arrastrarme con ellos.

Sus cuerpos de energía mutaron en algo físico por la brevedad de esa noche; sus manos esqueléticas, con largas uñas se aferraba a mí con tal fuerza que parecían querer arrancarme la piel.

Mi corazón palpitó tan fuerte y tan rápido al punto que me hacía pensar que hallaría la fuerza necesaria para arrancarse por sí solo de entre mis costillas y que al tacto con el suelo seguiría latiendo. Toda mi mente se mantuvo ocupada en mantenerme respirando, porque ya no había ni siquiera oportunidad para escapar.

Lloraba, gritaba, hice todo lo que estuvo en mi poder por liberarme, me moví tal fuerza que ardía en los músculos, pero cada intento fue en vano. Me resigné a solo llorar y hacer cuanto estuviera en mi poder por no ver a esos seres, solo no verlos, ya que sus lamentos y rasguños continuaban sin intención alguna de cesar. Lo peor hubiera sido quedarme con el recuerdo vívido de sus rostros, para observarse desde un rincón para la eternidad.

Todos los lamentos eran ininteligibles, como si el tiempo sin vida le robara a las almas la capacidad de hablar; sin embargo, aunque me hallaba sin fuerzas y si cabeza para descifrar de entre sus alaridos algún mensaje, uno de tantos fue claro, aunque no me hizo sentido sino hasta mucho después:

«Sálvanos».

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora