Capítulo XXVI

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Lady Daciana no dio más explicaciones, no hubo necesidad alguna de darlas, la gravedad del diagnóstico era innegable

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Lady Daciana no dio más explicaciones, no hubo necesidad alguna de darlas, la gravedad del diagnóstico era innegable. Mi madre se derrumbó, lloró en los brazos de mi padre mientras yo observaba sin tener claro qué hacer. Estuve segura, al instante, de que la oración «perder a nuestra hija» tomó un significado más oscuro para ambos tras lo ocurrido, también para mí.

Me pregunté, creyéndome certera en mis suposiciones más arriesgadas, si alguna vez, en el pasado o en el ahora, hubieron considerado el hecho de una muerte prematura, trágica como la de cualquiera que no goce el privilegio de llegar a anciano. Si no, aparecíase una vez más la maldita pregunta: ¿A qué temían exactamente?

La anciana hechicera se marchó sin esperar ni siquiera una paga por sus servicios, sonaba ilógico al considerarlo, pues que aquel era su trabajo y sustento. Me pareció inevitable asumir que estaba huyendo. Y al pensar con detenimiento en el qué era aquello de lo que la dama huía era natural creer en la posibilidad de un enfrentamiento, inclusive de una persona.

Ambas vimos lo mismo, la misma escena pintada en el espejismo; definitivamente, no podía renegar de su habilidad mágica, su hechizo fue más que exitoso. Sin embargo, la impresión de que dichas imágenes que pasaron frente a mí en forma de ráfaga, para ella fueron vívidos recuerdos desde la perspectiva de otros seres, recuerdos que conformaban mi historia. Talvez por eso huyó, si en realidad lo hizo, por verse incapaz o inadecuada para explicar el origen de mi maldición. No consideré los motivos que pudieron haber en ella para continuar con una versión incompleta, o tan siquiera el estar errada en mi hipótesis.

Toda mi vida fui consciente de que ese relato, el de alguna persona sin corazón o límites morales, con el alma tan podrida como para maldecir a una bebé desde su nacimiento, si llegase a mis oídos, jamás llegaría a gustarme. La remembranza de tragedias, de aquellas que nos son ineludibles y tan arraigadas, es amarga, más cuando estaba tan consciente del sufrimiento que provocaba no solo en mí. Pero la inquietud y el desconocimiento en ocasiones llegan a ser peores que la amargura.

Los días transcurrieron transformándome en una reclusa dentro de mi propio hogar, que cumplía condena por un pecado que ni siquiera había cometido. Realmente jamás tuve acceso a tantos lugares, fui para mis padres como oro que atesoraban y cuidaban todo el tiempo, así que una vez las clases de magia quedaron fuera de mis límites, los rincones más lejanos de mi mundo se redujeron a los confines de mi residencia. Mis ánimos venían ya en declive, desde semanas atrás, y como siempre terminé recluida en mi habitación.

Papá se transformó en un halcón, centinela, restringió mis salidas más de lo que alguna vez fue pactado. Mamá se convirtió en un ser deambulante, excesivamente atento y protector a más no poder… Los entendía, sí, pero no consiguieron más que agobiarme. Y el colmo de mi pena, de la tortura psicológica asignada a mis castigos, fue que no dejaba de pensar en la persona a la que fallé, a quien herí: Anne.

Estaba sola la mayor parte del tiempo, o me sentía así, y la compañera que más añoraba no tuvo impedimento en sus labios para decirme en voz alta lo mucho que lastimé su corazón, lo horrible que le había hecho sentir, que ya no debíamos encontrarnos... Eso quedó marcado en la conciencia, un peso insoportable sobre los hombros que cada día iba en aumento.

Me lamentaba, era lo que más hacía, mientras una nevada violenta e imparable pintaba una vez más los paisajes de blanco. Protegida detrás del cristal de la ventana se convertía en un espectáculo formidable. Ensimismada con la forma que tienen los copos, creyendo eran asombrosas obras de arte, llegó alguien a hacerme compañía.

—¿Visitas a una prisionera o a una chica desahuciada? —cuestioné al son del rechinido de la puerta. Sin entenderme o entender algo más me volví desafiante, siempre en alerta. Grosera, en palabras de bocas ajenas.

—Vine a visitar a mi hermana, que no es ninguno de esos adjetivos que dijiste —respondió Kalantha, con un tono alegre. Me mantuve observando el exterior, sin voltear a verla—. Traje té, pensé que podríamos compartirlo.

Volteé. Ella estaba con una pequeña bandeja en sus manos, nada muy esplendoroso, con una sonrisa en su rostro, una capaz de trasmitir alivio. Ella iba en son de paz… No. Corrijo: ella, mi hermana, Kalantha, era un ser de paz. No valía la pena arrebatar su buena fe con mi mal humor.

La dejé entrar. Ella por su lado, acomodó la bandeja en el buró y sirvió ambas tazas. El suave aroma de la bebida y el calor reconfortante que envolvía las manos al sostener la pieza de porcelana, fue como un respiro después de sentirme ahogada en el medio del océano.

—¿Cómo has estado? —preguntó, haciéndose un hueco a mi lado en la cama.

—¿No es obvia ya la respuesta? No puedo salir, no puedo continuar con mis estudios y la única persona que le ha invocado respuesta a todas mis interrogantes no me ha permitido escuchar. —Me di cuenta, al terminar mi breve monólogo, de que mi voz temblaba. Me faltaba el aire y el coraje también.

—No sé qué puedo ser capaz de decir que sirva de algo. —El entender que sentía culpa al percibirse como inútil me revolvió el estómago. No era eso, no, era la luz que nos hacía falta en el hogar muchas veces.

—Sirves muchísimo más de lo que crees. Estás aquí, trayéndome algo de normalidad. Si eso no es servir a una persona, ayudarla y confortarla, entonces no sé lo que es.

Esbozó una sonrisa, una de sincero contento, no de lástima… Mientras ese rato pasaba, me dio por admirar sus rasgos más detenidamente. Algo que tenía claro pero jamás analicé con tal detenimiento era lo parecidos que son ella y Allerick, y lo distinta que siempre fui en comparación. Me di cuenta de que mentía, no era normalidad, jamás lo fue, con su propia presencia Kalantha me recordaba que, desde la apariencia, en nuestra familia siempre fui la extraña.

Se mantuvo un rato a mi lado, comentó con nostalgia que hacía mucho no tocábamos tomando de escenario nuestro viejo salón. Al expresarle las pocas ganas que le había encontrado últimamente al violín, la muerta pasión, ella no reclamó o me instó a retomarlo. En verdad, logró brindarme algo de calma.

—¿Crees que tu maestra hechicera sepa algo más de tu maldición? —preguntó, retomando la conversación, tras un breve pero cómodo silencio.

—Ya no es más mi maestra, pero sí… Estoy segura de que conoce la identidad de aquel, o mejor dicho: aquella, que me maldijo.

Antes de proseguir y revelar algo que traía entre manos, me preguntó si el saber el nombre de esa mujer me serviría, si talvez me brindaría el alivio que mi corazón necesitaba. Admití lo incierto de mi caso, que me era imposible predecir como reaccionaría al darle nombre a una sombra, a un fantasma más de los cientos o miles que llegué a observar pero plenamente malvado; sin embargo, también le recalqué que en verdad deseaba conocer más de mí misma, de mi maldición que era una parte de mí. Era un enigma, un enorme peso que hube cargado toda la vida y que cargaría por el resto de ella, le dije, merecía saber de donde provenía.

Con esa determinación, me propuso ayudarme a hablar con Lady Daciana. Ella, con frecuencia, asistía a reuniones que mantenía con otras jóvenes, amigas y compañeras, en un grupo de estudio. De antemano, conocía bien el gusto de mi hermana por la astronomía, cuanto se había esforzado por estudiarla y qué tan poco podía hablar de la misma. Insistió a nuestros padres en que me dejasen acompañarla, dándoles la excusa de que se presentaba como una buena oportunidad para distraerme de todo lo que me acontecía, talvez incluso despertar una nueva afición en mí.

Con la promesa de actuar conscientemente, de vigilarme y de volver a casa si algo comenzaba a incomodarnos, ellos aceptaron.

El tiempo estaba calculado, en esto ella fue cautelosa, me pidió que fuera directa, que le exigiera a mi Lady las respuestas que ansiaba tener. Terminada mi misión, exitosa o no, tendría que ir a la misma dirección que ella aunque dejaba a mi criterio si quería entrar o no.

El camino fue distinto aquella tarde, no solo porque las calles y atajos que el conductor tomó era distintos, sino porque el paso era más lento y cuidadoso debido a las calles resbaladizas, cubiertas de nieve. No logré fijarme en la ruta, que tanto había cambiado o preguntar tan siquiera el por qué, los pensamientos nublaban mi mente y trataba de dirigirlos a la futura confrontación con Lady Daciana. No estaba asustada, conocía su temperamento, parte de su léxico, algunos de sus límites, después de todo había sido mi maestra durante unos meses; o de eso traté de convencerme. Aunque no fuese real mi valentía, necesitaba creerme con esa ventaja que fingí tener.

Cuando los caballos refrenaron con inconveniencia y lentitud, resbalando sus cascos contra los adoquines, supe que ya no había vuelta a atrás.

—Ten cuidado, ¿sí? Después de lo que fui testigo, presiento que sí deberías ser más prudente con alguien con su poder —dijo mi hermana, antes de que me levantara dispuesta a bajarme.

—Alguna vez alguien me llamó «Imprudencia», dijo que podría ser un buen nombre para mí —recordé, con un dejo de añoranza que era palpable en cada palabra salida de mi boca—. Trataré. No prometo nada.

Descendí del carruaje mientras me aproximaba a la reja del jardín, detrás de mí había quedado mi cómplice, de ella pude sentir su mirada llena de angustia clavada en mi espalda, como el peso de una conciencia ajena sobre lo que ya pesaba la mía. Se despidió con una sonrisa. Al llamado del timbre, una criada llegó para abrirme la puerta. Descubrí la misma cordialidad de siempre en ella, incluso cuando esa vez se permitió ser más invasiva y cuestionar la falta de una semana entera.

—Tuve algunos inconvenientes, descuide —contesté mientras caminábamos por el camino de piedras que llevaba al portal—. ¿Está mi Lady?

—Sí, sí, pero no me avisó que vendría usted o alguien más.

—Sí, no he dado aviso de mi visita. Error mío. ¿Sería posible que hablara con ella?

—Por supuesto, acompáñeme.

La casa, en el interior, dejaba ver algunos cambios: cortinas más gruesas, cerradas a plena luz del día; muebles ocultos debajo de enormes mantas y la falta obvia de varias decoraciones. Al pasar a un lado del salón, noté que las estanterías donde eran exhibidos glosarios y manuales mágicos en el pasado, así como títulos de materias más mundanas, se encontraban vacíos. Ver este sitio, falto de aquellos objetos que le brindaban su encanto me provocó algo de nostalgia, así como confusión.

No obtuve una vista detallada, muchos detalles se quedaron invisibles para mí, en cuestión de nada estuve en el estudio de Lady Daciana una vez más, y éste se encontraba en un estado similar al de la casa en general: le faltaba el brillo mágico que emanaba en el pasado.

—Mi Lady, hay alguien que desea verla ahora —dijo la muchacha, al ingresar dentro de la habitación.

—¿De quién se trata? —Mi Lady se encontraba con la vista presa en una decena de papeles que leía sin inmutarse por la presencia de sus empleados o de visitantes. Nos daba la espalda, indicándome así de la concentración que requería el asunto que estaba atendiendo, cual fuera.

—La señorita Van Svendsen.

Su expresión cambió por completo cuando volteó y me encontró a escasos metros de ella, una intrusa en su guarida. No sólo había temor o incertidumbre en su mirada, aquella vez noté repulsión.

—¿Podrías dejarnos solas unos instantes? —preguntó, dirigiéndose a su empleada.

—Sí, mi Lady. Con permiso.

Tras la ida de la muchacha, mi Lady se puso de pie. Con su temperamento más firme y con la cabeza en alto, con la dignidad de quien se enfrenta a un enemigo que sin cuestionamientos es capaz de derrotar, rodeó la habitación como si me vigilara. No dejó de analizarme, pero le costó varios segundos atreverse a cuestionar mi presencia en su propia casa.

—¿Qué es lo que has venido a buscar, Elohim? No tengo mucho tiempo que me plazca perder.

—Necesito hablar con usted —respondí—. No le robara mucho de su valioso tiempo, mi Lady, se lo aseguro.

—No hay ningún tema sobre el que nosotras podamos hablar, será mejor que te marches.

Su mirada era imponente, y su postura erguida le hacía verse mucho más alta que yo, todo en ella lograba amedrentarme. Sentí encogerme, mutar en un pequeño insecto que ella pudiera aplastar tan solo con un paso. Suspiré, intentando centrarme en el objetivo de mi estadía en aquel lugar. No podía desaprovechar esa oportunidad.

—No me iré. Ya he dicho lo que vine a buscar: hablar con usted, mi Lady. —Se llevó una mano al entrecejo, cansada, tal vez de lidiar conmigo, y suspiró pesadamente. Su postura inicial, reticente a darme un espacio para explicarme, fue reemplazada por algo de la amabilidad que yacía en ella. Me hizo una seña que tomé como indicador para seguir hablando—. El ritual que realizó ese día fue más que fascinante y exitoso. Mis padres están desolados y yo no estoy mucho mejor. Si piensa que hoy me iré sin antes obtener una merecida explicación, déjeme adelantarle que su convicción es más que errónea.

—¿Fue por el diagnóstico que te di? ¿Fue muy poco alentador? Oh, temo que ya dije todo lo que debía: estás muriendo y sé que no lo notas todavía porque eres joven y fuerte, pero te aseguro que si te expones con esta cercanía y regularidad a la magia no llegarás a cumplir tus diecisiete años, ese poder te acabaría...

—Fue clara en eso —dije, intentando mantenerme firme—. Vine a preguntar por el hechizo que maquinó para ver el origen de mi maldición.

Ella desvió la mirada, delatándose en el acto. Era obvio para mí que sabía quién fue la autora de la maldición o que al menos tenía una idea. Ella, autora del hechizo, sabía bien a lo que nos exponía al ver memorias ajenas que definían mi historia.

—Vimos lo mismo. Sé que la vio, vio a esa mujer maldiciéndome. —Recordar cómo era, no solo físicamente, sino el aura que la envolvía, tan oscura, ceñida tan solo de malas intenciones, revolvió mis entrañas—. Dígame su nombre y me marcharé, nunca más sabrá nada de mí. Pero si no lo hace, créame que insistiré.

—¿Crees que sé su nombre? ¿Y crees que si lo supiera, te daría así de fácil esa información? Eres ilusa, demasiado para tu propio bien —la forma tan distinta, carente de cualquier tipo de firmeza, me indicó de que esto era una mentira. Había un esfuerzo que era palpable en el tono con el que pronunció esto.

—Lo primero lo sé, estoy segura de que usted sabe de quien se trata, ¿Por qué me lo oculta, a sabiendas de mi sufrir? Lo desconozco totalmente, y tampoco se lo pido saber —le dije—. Solo le pido que me indique quién es esa mujer, si entendió o fue capaz de observar lo que yo no, también estaría encantada de conocer por qué lo hizo. ¿No cree que merezco saberlo?

—Lo que creo que mereces es tranquilidad, no esto.

—Nunca he tenido algo semejante a una tranquilidad plena o duradera, descuide, mi Lady.

Vaciló unos instantes, no porque mis palabras y poder de convencimiento hubieran sido tales como hacer tambalear la firmeza de aquella mujer, sino porque entendió que a pesar de la negativa la insistencia seguiría incansablemente. Era hasta ridículo verme exigiendo ese tipo de información, que no me concernía, que era mejor en el desconocimiento.

—Lo lamento, Elohim, llámame vil y créeme ahora la villana, pero no te lo diré. Es lo mejor.

Me sentí decepcionada, de mí misma; mi determinación, si alguna vez no fue algo más que terquedad, se desvaneció. Fui muy ingenua al creer que ella lo diría, una ilusa.

—Puedes irte —dijo, dándole un fin marcado a nuestra discusión.

Quise llorar, pero creí que era tonto hacerlo, vano e inútil. ¿Por qué me empeñaba tanto en saberlo? Cualquier intento era frustrado, siempre. Las personas a mi alrededor parecían conspirar en mi contra: me guardaban secretos y al tener la oportunidad de revelar algo, callaban. Lo más triste del asunto era que creía con profunda intensidad que al preguntar, responderían.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora