Capítulo XLI

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Descubrí así, pues, que estábamos en Iris, comunidad caracterizada por la laguna en que fui hincada para confesar y ser juzgada

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Descubrí así, pues, que estábamos en Iris, comunidad caracterizada por la laguna en que fui hincada para confesar y ser juzgada. Ahí llegué después de días de andar. Más al este se encontraban Los Pantanos de Duneyrr, hogar de ogros y otros pocos seres. Descubrí, además, que seguí mal el mapa; o que, en su defecto, ni siquiera lo había seguido. De haber seguido viajando por los caminos reales, hubiera terminado en Balarette o en tierras extranjeras del norte. Cualquiera de esas opciones, fuera sido fatídica en esencia, ya que en ambas fronteras había vigilancias militares.

En esta ocasión el viaje lo hice sentada, nos acomodamos en una carreta que era tirada por blancos y tupidos caballos. O eso me parecieron en un inicio. En realidad, al mirar con algo más de detenimiento, en su cráneo, saliendo de su crin, podía encontrarse un cuerno. Eran unicornios.

Los ogros: Trod, su líder y capitán, Sork y Trest, iban con nosotras, sentados en el extremo contrario de la carreta. Lir, un elfo que conformaba parte de la guardia de Eirys, fue quien tomó las riendas y dirigía el rumbo de los mágicos corceles. Él se mantenía en un perpetuo y solemne silencio, parecía concentrado sólo en el camino que se alzaba frente a nosotros. En medio de ese silencio pude notar ciertos de detalles de su apriencia. Su cabello era de color rosado y las iris de un tono aguamarina que nunca antes había visto. Era un arquero y llevaba una capa turquesa, del mismo color de los árboles.

Como si hiciera falta, los ogros se reían a carcajadas de chistes que solo entendían entre ellos. Para ser sincera, no quería ni siquiera intentar entenderlos.

Las sombras de un frondoso bosque se alzaban sobre nosotros, envolviéndonos. Unos pocos ases alcanzaban a filtrarse entre las ramas y llegar a la tierra. Aún así, a oscuras, el lugar era cálido, no había ni rastro alguno de la nieve de Elisea, ni siquiera se antojaba como un otoño caluroso. De inmediato y para ocupar mi mente, pensé que podía deberse a la latitud del lugar, idea se me fue tachada como errónea. En un punto del trayecto, contrario completamente a mi entrada al bosque, todo se sintió cuesta arriba y no pude percibir algún cambio mínimo en la temperatura.

—¿A dónde vamos? —pregunté a Eirys, solo me atreví a hablar a ella. Íbamos hacia el campamento, donde planificaban el ataque y se reunían los hechiceros llegados de Idalia, pero no tenía ni idea de en qué parte de Faleynn se encontraba.

—Al Huldra —respondió.

—El árbol de las memorias —recordé lo que Laurent me indicò de su mundo.

—Sí, aunque es también el nombre que se le da a la comunidad que yace a su lado.

—Iris, Huldra… Creía que Faelynn era una sola comunidad en su conjunto.

—Lo es. ¿Acaso Belgrana es muy distinta a Elisea? ¿O Elisea de Dridburgo?

—Son ciudades diferentes, pero están dentro de la misma nación.

—Es igual aquí, comunidades diferentes dentro de un mismo país —explicó.

En aquella conversación demostré buena parte de mi ignorancia; no comprendía las locaciones ni como se organizaban, si tenían alguna jerarquía o nombres oficiales más allá de esos motes comuneros. Por el tamaño mismo de la región, suponía que estas comunidades apenas equiparable en tamaño a las metrópolis de Idalia. Sin embargo, ignorando la extensión del terreno, era imposible obviar la diversidad y la magia. Fascinante.

—¿Veremos las memorias de alguien? ¿De quién? —cuestioné.

—Talvez las tuyas… ¿Dices que existe una copia de la Declaración del Protectorado de Faelynn, que fue firmada y oculta por la reina Ozanne antes de su muerte?

—Sí, vi sus recuerdos. —La facilidad con la que se podía acceder a las memorias de personas muertas y vivas desafiaba cualquier entendimiento humano, desafiaba mis propias convicciones—. Sé que tú le mostraste parte del futuro, así fue como terminaste de convencerla de firmar este decreto. ¿No viste esa parte?

—No pude ni puedo verlo todo —aclaró—. Sabía que Morana planeaba algo que sobrepasaba el ingresar a la alta nobleza idaliense a través del matrimonio con Denarius. Busqué esa parte en el Huldra y en recuerdos de más personas, recuperé algunos que apenas estaban creándose, y se los mostré. A todos en esa sala.

Escuché. Escuché la excusa tan maravillosa que me había otorgada al mismo tiempo que entendía que, las ingratas circunstancias que nos rodeaban bien pudieron alinearse para que fuera verdad. Mas no pude evitar que en mi pecho surgiera una cruel pregunta;

—¿No fuiste capaz de ver que Morana iba a matarla, que en verdad lo hizo?

La respuesta más inmediata fue el silencio. Aquel que demuestra la tensión que se ha formado, próxima a estallar como una bomba.

—¿Matarla…? —musitó.

—A Anne. A la reina Ozanne —corregí, al darme cuenta de que la había llamado de esa forma. Todos, en Idalia o Faelynn la conocían como Ozanne, talvez en el mundo era la única persona que la llamaba así—. Viste parte del futuro, le avisaste que estaba en peligro y que Morana estaba detrás de ello. ¿Sabías que no había forma de evitarlo?

Su rostro pasmado confesaba, sin necesidad de palabras, la culpa que cargaba consigo. Talvez no indagó lo suficiente como para adivinar las circunstancias en que ella moriría; o creyó, quizá, que ese evento tan trágico podía evitarse si estaba avisada.

Sobrepensé un asunto que carecía de cualquier pista, incluso de importancia, aunque me dolió reconocerlo. Anne era, al final, un motor en una maquinaria gigantesca. No era tan insignificante como para ser un simple engranaje, pero no era el epicentro, aunque yo así la consideraba.

—¿Qué eres capaz de ver y sopesar en realidad? —pregunté, la lógica en mis preguntas dejaba de dominar y, en su lugar, solo había resentimiento—. ¿Qué eres en realidad?

Esa pregunta fue el último tirón que tensó el ambiente. No era bienvenida, era un intrusa extranjera en quien su líder decidió confiar y, con ese cuestionamiento, me estaba ganando incluso su desconfianza. Ante mi interrogatorio, los ogros callaron; se inclinaron y admiraron con su ceño fruncido la escena. Noté que eran seres indiscretos, poco dados a los modales.

—Lir, apresura el paso —indicó Eirys, ciertamente conmocionada.

—Como ordene, Comandante.

Los unicornios fueron a galope, eran criaturas alcanzaban velocidades más altas que cualquier caballo purasangre que hubiera visto. Entre caminos empedrados y polvorientos, que bien pudieron ser parte de cualquier otro reino humano. Tuve que agarrarme de los bordes de la carreta, el vaivén tan violento mecía con fuerza el transporte.

A nuestro paso, del interior de sus hogares y madrigueras, salieron algunas criaturas para vernos. Me cuestioné si miraban a Eirys, o talvez me miraban a mí. Una humana que viajaba con la comandante. Entre setas y vegetación, habitaban seres pequeños, de apariencia rocosa, pintados con alguna florescencia que les otorgaba un singular brillo en aquella ínfima penumbra. Tenían vida, aunque parecieran piedras luminosas a simple vista, se movían, se escondían entre el musgo.

El carro se detuvo en el campamento. Se disponían chozas improvisadas, triangulares, estructura de finos palos de maderas y cubiertas por una mezcla de hojas, lodo y paja. Se disponían por módulos de decenas de estas. Había fraguar de las que el humo brotaba ferozmente hacia el cielo, buscaba escaparse de allí. También había hogueras donde algunos se reunían para cocinar. Al mirar con detenimiento al interior de las tiendas, el lugar era dormir se reducía a nidos o camastros, apenas cubiertos con telas para hacerlos mas cómodos.

Eirys me empujó para darles paso a Trod y sus esbirros. Incontables y ruidosos, bajaron con sus armas en mano, vociferando que estabn listos para la guerra. Lir bajó también, con sacos y cajas de madera.

—Avisa al resto de capitanes que hemos llegado —ordenó ella, la dama blanca, a su mano derecha. Este interrumpió su tarea y se dispuso a caminar, todo en el más esmerado silencio—. Aquí nos espera una caminata —se dirigía a mí.

Me limité a seguirla, imitarla. Los guerreros y habitantes la admiraban con un dejo de esperanza, como a una salvadora prometida. ¿En realidad lo era? Es decir, su ansiada independencia fue otorgada por ella, Anne y otros dieciocho nobles idalienses y faelyanos de su corte, y protegida tan sólo por la reina joven. Si ella hubiera tenido unos días más… Quizá en su lugar Anne hubiera sido su líder a seguir.

Las ramas empezaron a hacerse más grandes y más gruesas, el suelo firme comenzó a escasear en esencia. Pronto quedaron pocos lugares sólidos en los que asentar los pies. Debí tropezar unas dos o tres veces, hasta darme cuenta del cuidado y apremio con el que era menester avanzar.

Un bosque poblado, tupido, tan silvestre y puro como pudiera imaginarse, este se volvía a nuestro paso aún más espeso. Los rayos del sol ya no penetraban en esa zona, tal como si el bosque tuviera alma y la intención inherente de perdernos.

Pronto, estuvimos frente a un árbol inigualable a cualquier otro; podía jurar que era tan o más ancho que una hectárea, y en altura… ni siquiera podía adivinar, suponer o comparar cuan alto era. Era turquesa, como aquella especie que sobre-poblaba ahí en Faelynn. Talladas en el mismo tronco se disponían incontables eslabones que ascendían casi infinitamente.

—Bienvenida al Huldra —pronunció Eirys, cuando comenzábamos a subir—. Este es el más grande y antiguo árbol de las memorias. Al menos el último que se ha conservado.

Las ramas del árbol se desprendían como brazos finísimos y escalofriantes, colmadas de hojas. Era frondoso, más que cualquiera. Fue solo hasta que subimos por las escaleras y quise tocar las hojas púrpuras que noté que en estas parecían dibujarse nítidas escenas. Ni siquiera parecían dibujos realistas o fotografías, tan claros, tan vívidos que sólo podían asemejarse al reflejo. Eran reflejos de tiempos pasados. La primera, aquella que tuve entre mis manos, la más cercana a mí y al suelo, era de la vida de un hada, cuyo largo cabello era del mismo color que el árbol.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora