Capítulo XXII

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Miré por la ventana por décima desde que mis ojos se abrieron

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Miré por la ventana por décima desde que mis ojos se abrieron. Era solo admiración lo que sentía por la naturaleza, ya que en tan solo unas semanas lo que era una corriente fría se había transformado en feroces ráfagas de viento que arrastraban consigo millares de copos de nieve. Los árboles que quedaban vivos estaban cubiertos completamente de una blanca y helada capa, y los cielos, antes celestes, habían tornado grises y opacos.

La melancolía me azotaba con regularidad al mirar al jardín, las enredaderas que le daban vida a la construcción entonces eran tallos marrones y muertos, las flores en ellas ya no existían. Pero por sobre toda mi admiración a la vida que había trascendido en su ciclo natural, rompía mi corazón lo mucho que yo había herido a otro, al de Anne.

—Señorita Elohim, piden sus padres que le ayude a vestirla hoy —Me tomó por sorpresa, por mucho de que se hubiera vuelto una rutina, que la dama de compañía hubiese entrado sin previo aviso. Al verme, hizo un pequeña reverencia y se dirigió a mi armario—. Me pidieron que le indique que algunos detalles de su presentación en sociedad deben ser tratados con apremiante urgencia, señorita.

—Diles de mi parte que preferiría no salir hoy.

—Ha dicho lo mismo durante el último mes, señorita Elohim.

Suspiré, como los últimos veintitantos días que me sentía vacía en el interior me ayudé a mi misma a que la mujer me peinara y dejara decente para las andanzas del día. Un enojo suavizado y bien disimulado en las expresiones de mis padres, solo me recordaban lo que había sido de mi esos últimos momentos: un desastre. Me costaba dormir, así como despertarme; dejé de tocar el violín y aquel se llenaba de polvo en el interior de su estuche aterciopelado; dejé de interesarme en la magia y en cualquier otra cosa que me hubiere causado antes algo de fascinación.

Ese día nos dirigimos al recinto en donde yo y otra docena de chicas de dieciséis años seríamos presentadas en la alta sociedad. Era para un ensayo, el primero de tantos como fuera necesario repetirlos hasta que la entrada de las doncellas y sus caballeros fuera impecable. El lugar era una amplia villa, de la que la habitación más destacada era un enorme salón, precisamente en donde se llevaría a cabo la gala. Los suelos de mármol poseían la misma nítida refracción de un espejo, los candelabros en el techo eran una obra de arte, estaban colmados de detalles ceñidos por piedras preciosas y un armazón de reluciente plata. Un pasillo enmarcado por pilares de un exquisito estilo clásico comenzaba desde un piso superior, en que una escalera descendía y acababa en el medio de la pista de baile. Desde el segundo piso debían reunirse las jóvenes junto a sus caballeros.

Antes de subir junto a mi padre —mi caballero, debido a que las inesperadas diferencias con Allerick me habían arrebatado el valor para reclamar esa promesa que nos hicimos alguna vez—, mi madre me detuvo unos instantes. Noté como su máscara de absoluta paciencia cayó de golpe y se mostró tan molesta como lo estaba.

—¿Pondrás algo de empeño esta vez? —me preguntó, algo molesta por lo que había visto de mí esas semanas.

—Es lo único que me queda.

—Me mortifica no saber qué es lo que te ocurre, Elohim, y más saber que fallas estrepitosamente en ocultarlo. Algo te ha sucedido, ¿qué es?

En sus ojos de un azul grisáceo podía reflejarme y en ese reflejo, tan diminuta, supe que me admiraba como alguien insignificante al que proteger y pude darme cuenta de que ella se sentía culpable por lo que me pasaba, más por no saber el qué. Sí, estaba molesta, pero más consigo por la impotencia que le provocaba el contemplarme. Y al recordar lo extraño que sonaba el motivo verdadero de mi decaimiento, incluso con ella quien de antemano conoce mi naturaleza, lo doloroso que también era, comprendía que no podía hablar con la verdad al menos en ese instante, aunque mi corazón clamara por hacerlo.

—Talvez… es solo temporal, obra de crecer simplemente.

—Sabes que no es así —afirmó.

No pude decirle más nada ya que mi padre llegó y del brazo, me llevó hasta lo alto de la escalera por donde descenderíamos. Catorce jovencitas ese día, incluyéndome a mí, junto a alguno de sus parientes de más cofianza, ensayaban para su presentación. Todas ellas, llenas de gracia y belleza, con un porte elegante, una amplia sonrisa en su rostro cuya vivacidad abandonaba por momentos los labios y pasaba a reflejarse en las iris de sus ojos, me parecieron tan lejanas a lo que era en ese preciso momento, me parecían una expectativa inalcanzable para mí. Me recordaban que era poco menos que una niña asustada y triste, que ni siquiera eso debía ser.

Se suponía que el ensayo iba a durar una hora, pero se extendió alrededor de treinta minutos más por mi culpa. No hubo ocasión en la que, al bajar las decenas de eslabones, no pisara de forma accidental el pie de mi padre, o al danzar me confundiera y terminara confundiendo al resto de parejas, o que simplemente a la dirigente yo le pareciera demasiado desanimada como para interpretar el papel en que se suponía debí encajar naturalmente.

Me hizo practicar una vez más, pero tan solo mi padre y yo, con la excusa de que así podría corregir todas las imperfecciones en nuestro acto. Noté que mi padre se forzó a sí mismo a disimular el cansancio físico y su amplio descontento; si para algo me había vuelto buena era para detectar que constantemente no causaba la impresión adecuada. Bajar las escaleras se me hizo un poco más sencillo en esa ocasión, en realidad lo era, la tortura verdadera que aguardaba por mí era el baile coreografiado que debíamos realizar en efecto dominó sin lugar a fallos, por muy mínimos que fuesen. Intenté no pisarlo mientras intentaba permanecer erguida, sonriente y refinada; pero todo se quedó en un vano intento. Esta vez no fue culpa de mi desgano. Al final de salón, en la penumbra que se formaba en algunos puntos específicos en los que la luz del exterior era incapaz de filtrarse y que, de forma consecuente, evitaba mirar, se materializó una sombra… Al sentir mi corazón latir con tal fuerza y tal rapidez, mis cinco sentidos adormecidos y esa extraña certeza de tener una mirada distinta clavada sobre mí, supe que aquella sombra no era provocada por algo de este plano. Era un ser amorfo, sin volúmenes o formas, era la falta misma de luz en esa esquina particular personificada en un espectro. Me quedé inmóvil mientras mi añejo acompañante me jalaba para dar las primeras piruetas de la danza, quedándose a medio camino de tan siquiera lograr algo.

—¿Puedo saber qué es lo que ahora le ocurre, señorita? Al menos es lo más lejos que ha llegado en esta tarde —empezó la matrona con su actitud exigente y enojadiza, que seguramente se tornó así por mi culpa—. Deme una buena excusa para admitir ese desgano y esa falta total de disciplina…

—Yo, yo… no lo sé.

A lo que antes parecía el dejo de una humareda con una forma humanoide, se le dibujó una sección similar a un rostro del que resaltaban lo que parecían ojos resplandecientes en tal oscuridad. Me obligué a mirar hacia otra dirección, encontrándome así con más de treinta pares de ojos que juzgarán mi actuar desde hacía ya mucho tiempo.

—Está temblando —dijo mi padre, apretando con fuerza mi mano.

Miró en la dirección que comencé a evitar, se fijó casi exclusivamente en aquel punto carente de luz y alma, unió los puntos y llegó pronto a la adecuada conclusión.

—Permítame unos minutos, madamme, es de suma importancia —pidió mi padre, de forma que aparentaba estar tranquilo.

La mujer resopló harta de mí, y aceptó, dando fin al ensayo para todos a razón de que la jornada establecida había transcurrido y debía haber acabado ya hacía bastantes minutos. El camino hasta nuestro carruaje fue más calmo y me sirvió para aliviar poder aliviar el huracán que asoló mi interior, tanto como el cuerpo que portaba. En los adentros del carruaje ya se encontraba mi madre con su abrigo puesto y aún ocultándose del frío, dispuesta a irse; al vernos nos preguntó si el motivo de la extensión del ensayo por fin se había solucionado, en un tono que buscaba ser gentil pero me resultó hasta burlesco y descarado, pues fue testigo ocular de todas mis faltas.

—Quisiera decirlo, pero sería faltar a la verdad —respondió mi padre—. Elohim, dime algo y, por favor, no intentes mentir porque lo sé muy bien, ¿es tu maldición lo que te frena, no? Temblabas, te quedaste inmóvil, ¿tu maldición está empeorando, no es así?

No se refería únicamente a mi enorme falta de concentración y ganas durante el ensayo, yo sabía muy bien lo que había dejado de hacer y lo que comenzaba a volverse rutina para mí. No encontré combinación coherente o acertada de palabras que pudiera convencerlos de lo contrario, hasta yo misma comenzaba a creerlo... Aunque no hubiesen más opciones para mí, más que aceptarlo y afianzar un miedo ya bien arraigado en los dos, me limité a no decir nada, con la esperanza de que encontraran una nueva inquietud en la que concentrar sus palabras durante el camino. Y aunque estuvieron a la expectativa de mi confirmación, en algún punto se aburrieron de la espera.

El carruaje siguió avanzando por las calles adoquinadas que rodeaban de norte a sur a la ciudad, que entonces por el clima se hallaban cubiertas de una fina capa de hielo, resbaladizo, lo suficiente como para que el vaivén suave que provocaba el avance del vehículo fuera todavía más imperceptible. No me di cuenta del momento preciso, pero nos detuvimos en el centro de Elisea, que incluso en épocas tan difíciles no dejaba de colmarse de personas de cada sitio de este mundo. Ingresó Allerick por la puerta casi instantáneamente. Él se notaba más feliz de lo que había acostumbrado a verle, también pude notar como una leve capa de nieve se había acumulado y pintarrajeado de un blanco envidiable en los hombros de su abrigo de lana.

Yo opté por permanecer apartada de su plática, como en ocasiones de forma involuntaria permanecía, hasta que oía nuevamente mi nombre y a lo lejos el ritmo que se usa comúnmente para acabar la oración con una interrogante.

—¿Disculpa?

—Te has vuelto más distraída de lo que ya lo eras —comentó mi madre, sonando preocupada—. Te repetiré la pregunta: ¿Ya has pensado en quien ocupará el lugar de caballero para tu presentación en sociedad? No en los ensayos, el día del baile, quien sea tu acompañante.

—Yo lo haría con mucho gusto; mas no creo que combinemos, este viejo roble al lado de una muchacha tan bella y tan joven como tú, hija mía —agregó mi padre, pretendiendo complicidad y armonía—. En definitiva, somos una combinación algo terrible. ¿Tienes ya un nombre pensando, mi pequeña?

Yo titubeé por breves momentos, no tenía nombres en mente.

—Oh, pero de eso no hay ni que hablar ni menos dedicarle tal preocupación —exclamó mi hermano, mientras esbozada una leve sonrisa y captaba la atención de todos en la diminuta cabina—. Te lo prometí alguna vez, Elohim, dicho de mejor modo: me obligarte a prometértelo, que sería yo tu caballero cuando al cumplir tus dieciséis años tuvieses que ser presentada ante los ojos expectantes de nuestro círculo.

—¿Lo recuerdas?

—Claro que sí, ¿cómo podría olvidarlo tan siquiera? Me ofendes y llamas deshonesto.

—¿Y cumplirás tu promesa? —le cuestioné, con una chispa de genuina alegría en el verde de mis iris.

—Sí.

Fue la primera vez en mucho tiempo que pude esbozar en mis labios una sonrisa genuina. No podía contener la emoción, desbordaba mi pecho, se pasaba a mi garganta y me pedía que gritara con fuerzas que al fin el panorama se estaba aclarando, que las nubes de tormenta se estaban disolviendo y los rayos de sol eran capaces de filtrarse. Le pregunté, fingiendo un comportamiento distante y arisco, si podía darle un abrazo. Cuando aceptó, con inmediatez, y pude volver a sentir su aroma junto al tacto de sus amplios brazos envolverme, creí que lo que me había comenzado a abordar, esos sentimientos que más sentimientos eran la carencia de los mismos, había sido una lejana pesadilla y que despertaba finalmente.

Fue tan solo un momento al final, que fue disipado en medoo de la oscuridad nocturna al paso de unas horas, fue una veta luminosa, una pequeña chispa, antes de que el torrente verdadero y sofocante empezara.

Cuando por la noche el descanso se negaba a venir, por mucho que el agotamiento físico fuera igual de feroz que los pensamientos que acechaban mi mente, oí el eco de voces que los muros de cal y ladrillos suprimían, unos pasos amortiguados, que sentí por el ínfimo retumbar del suelo. No le di importancia, pensé que una conversación cualquiera hasta que una de varias voces elevó en volumen tanto que ni las paredes pudieron mantener en secreto.

—¡¿Qué pretendes, Allerick?! —aquel era mi padre, pude reconocerlo, noté que sonaba irritado, colérico, como para mí resultaba impensable oírle.

—Que ella sepa la verdad, ¡Eso es todo!

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora