(LGBTQ+) Una joven burguesa se enfrenta a una maldición, al mismo tiempo que se enamora del fantasma de un chica atormentada. ¿Qué pasará cuando ese vínculo la lleve a terminar en el epicentro de una guerra?
***
El reino de Idalia se enfrenta a una...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Las paredes mantuvieron ese tono blanco tan exquisito, que brindaba a los salones un aspecto pulcro, luminoso, capaz de ensombrecerse tan solo con presencias extraordinarias. Una enorme mesa redonda se extendía a lo ancho y largo de la habitación, dieciocho sillas se acomodaban alrededor de la misma; cada una se engalanaba recubierta de terciopelo y joyería, imitando la apariencia de tronos. Sobre la mesa, descansaban de igual forma documentos y plumas, así como copas de vino y bocadillos.
—Las reuniones eran largas, aunque no tan frecuentes —habló Anne, a mi lado. Su mano se enredó en la mía, como si buscara algún consuelo—. Me enfrentaba a un desafío: ser escuchada. Era la reina, sí, pero era joven, más que cualquier otro gobernante en la historia de mi país. Me consideraban una niña, obediente e instruida, portadora quizá de la sangre y el nombre de la casa real; pero finalmente, una chiquilla. Y consideraban que era incapaz de comprender la gravedad de muchos de los temas que discutíamos. No expresaban su descontento explícitamente, pero algunos de sus gestos y comentarios me dejaron intuirlo.
La noté incómoda al hablar de aquel recibimiento un tanto austero. Me cuestioné si la incomodidad provenía del tener que revelarme a mí los sentimientos que le afloraron durante su reinado, o porque las sombras de aquellas críticas le persiguieron hasta ese momento.
Recordar generaba en ella una sensación de impotencia, eso lo entendí, que anhelaba haber tomado decisiones distintas, aquellas que le hubieran ahorrado más inconvenientes.
Mi vista y mis oídos se fijaron en un hombre que daba un detallado informe en la mesa, con un tono serio aunque cargado de una profunda preocupación. Éste se veía cansado, como si las experiencias y los pesares le hubieran pasado más rápido, pero su apariencia seguía siendo lozana; lucía, además, con una distinción y gallardía incomparables, un uniforme militar con varias medallas adornando su pecho, reconocimientos por heroicas hazañas.
Cual si en esa habitación se hubiese congelado el mundo, al hablar de Faelynn todos callaron.
—Se han reunido a favor de una mujer que se hace llamar La Dama blanca. Exigen su independencia de Idalia así como una audiencia con la Reina Ozanne I. Esperan llegar a un acuerdo que favorezca a ambas naciones. —Anne sostenía en sus manos la carta que resumía el hombre con agravantes—. Cuentan ahora con una organización militar, estrategia y no obviemos la esencia del asunto: su magia. Se han vuelto peligrosos.
—Antes he recibido noticias similares, Comandante. ¿Habrían sido un reconocimiento para Faelynn o una angustiada advertencia? —le cuestionó su Majestad a aquel hombre que habló antes, severo en su tono y tan confuso en su intención—. ¿Teme que ante una negativa tengan oportunidad de hacer un llamado a las armas?
—Temo que Idalia sea incapaz de defenderse esta vez, Majestad.
Un silencio sepulcral inundó la sala.
—Nuestro ejército no es numeroso y nuestra opción de solicitar respaldo de naciones externas desaparecerá cuando revelamos que nos enfrentamos a magia —prosiguió—. Fueron trescientos años de guerra, millones de caídos en batalla. Nadie querrá repetir ese fragmento tan oscuro de nuestra historia.
—¿Entonces nos dice, Comandante, que considera una buena alternativa concederle al arcaico Faelynn su independencia? —inquirió otro caballero, cuya apariencia era decrépita en comparación, como ver un árbol marchito al lado de un cerezo florido—. No podemos perder el territorio que representa para Idalia. Somos una nación pequeña en el medio de grandes imperios, nos dejaríamos vulnerables a un ataque.
—Me parece que nos encontramos ya en una encrucijada, caballeros —interrumpió Ozanne, poniéndose de pie con una brusquedad impropia para el evento o para una dama—. Idalia se forjó de la mano de Faelynn, ni siquiera tener en consideración sus demandas o sopesar la posibilidad de una guerra, además de precipitado, es un acto de traición. Un acto que, en caso de ser cometido, nos conduciría a un fin irremediable.
Era aquella una realidad aunque clara e inminente, pesarosa para ser aceptada, pues era reconocer la debilidad de la nación que llamaban suya y aspiraban proteger.
—Dada nuestra situación, conceder la audiencia es lo más adecuado; no tenemos muchas alternativas que nos permitan negar su independencia de Idalia, alternativas que no conduzcan al desastre. Lo idóneo sería pactar una alianza política con el gobierno que establezcan, llegar a acuerdos que no les desaten completamente de nosotros pero que les brinden las libertades que su pueblo reclama.
Ante las palabras de la reina, representantes de una solución incómoda pero única en medio de la copiosidad de problemas, ninguno de los parlamentarios se atrevió a rebatirle. El ambiente se tornó más luminoso, como si acogiera su presencia en el revestir del aire. Su energía, el aura que la envolvía estaba desde antes. Si me hubieran dicho que los herederos de su casa procedían de dioses o de seres de existencia superior, lo hubiera creído sin dudas.
Cuando tras unos segundos de profunda introspección, pareció haber terminado dicho debate, alguien a la diestra de su Majestad habló, desafiando la resolución anterior:
—Hay una manera de evitar someternos a Faelynn, así como de evitar en el futuro un ataque desde las afueras, Majestad. —El caballero en cuestión, era Denarius. Se le veía confiado; si debiera sincerarme, debía admitir que era un hombre de aspecto gallardo: tenía una melena de hebras castañas y lisas, un par de ojos ámbar que se enmarcaban en un mirada seria, penetrante. Él imitó la acción brusca de saltar de su asiento.
—¿Cuál sería esa manera, Lord Denarius? —cuestionó Ozanne—. Dígalo porque este reino flaquea ante la amenaza, y está en nuestras manos su protección.
—El corazón de Gea —respondió, firme como desde que su interludio dio comienzo. Los presentes, recelosos, mantuvieron el prolongado silencio—. Gea es el espíritu de Faelynn, un ser casi inmortal que alguna vez gozó de un cuerpo físico y una majestuosidad que ni en todo el mundo se ha apreciado. Su corazón petrificado aún late y aquella es la fuente de la magia del bosque que ha crecido a su lado.
—Lord Denarius, no comprendo como es que una leyenda puede ayudarnos —objetó Ozanne.
—Déjeme aclarar que no se trata de sinsentidos tomando forma de leyendas, no. Mi mujer, Morana, ha estado allí, ha visto el corazón palpitante.
La forma de hablar de tal locura, con tal convicción, con declaraciones tan delicadas como aquella fue perturbadora. Entonces, ¿Morana era oriunda de Faelynn? ¿Qué era en realidad?
—Si Idalia tuviera ese poder en sus manos —prosiguió—, no habría momento en que Faelynn pudiera amedrentarnos como ahora lo hace. Lo que propongo, Majestad, es enviar tropas a buscar al interior del Bosque, éstas reforzadas por nuestros mejores hechiceros. Buscar esa reliquia es, según veo, la más efectiva de nuestras opciones.
Algunos parlamentarios se mostraron complacidos con dicha aportación. No significaba rendirse ante la posibilidad de una guerra, fuere con Faelynn o con otra nación, u otorgarle libertades a un pueblo que consideraban de su pertenencia, además de incivilizado y caótico. Tan solo Ozanne y el Comandante parecían obviamente descontentos.
—Lord Denarius de Tandberg —irrumpió su Majestad. Callaron todos con un inusitado recelo al oírle levantar la voz—, le he concedido el puesto como Consejero Real ansiando de su parte aportes con un verdadero valor para Idalia, no para proponer atrocidades como ésta.
—No son atrocidades majestad, le pido mantenga un carácter estoico y no se inquiete ante este tipo de situaciones —dijo Denarius, con una actitud altanera, como si buscara desafiar a la reina—. Usted lo dijo: nos encontramos en una encrucijada; en cualquier camino parece asomarse la posibilidad de un conflicto, será mejor tomar ventaja.
—¡¿Tomar ventaja de una fracción de nuestra patria?! —Ozanne no se mantuvo dócil o tranquila—. ¿Es necesario, acaso, que recuerde hoy tan la tan extensa historia nuestro país? ¿O los votos que pronuncié al ser coronada? Juré proteger y guiar a mi nación, esto incluye a Faelynn. Mientras un acta no se firme y declare que ya no forman parte de Idalia, seguirá siendo parte de este reino libre y soberano. No permitiré que sus tierras sean profanadas y sus reliquias, robadas; ni ahora, ni nunca.
¿Qué se esperaba de ella, sino diplomacia y aquellas cualidades fuertes de un líder, pero adornado con una pincelada de la apacibilidad correspondiente de una mujer? Talvez en ese instante se acentuó en ella la entereza y desvaneció la sutilidad, lo cual pareció desconcertante cuanto menos. Aunque mermó la serie de interminables opiniones, que dejaban a la vista los intereses de muchos de los parlamentarios, no alcanzó para convencerles.
—Lord Denarius logró su cometido: no solo cuestionarme, sino plantar en la comitiva la semilla de la duda hacia su reina —habló Anne, inmersa en el recuerdo—. Él, habiéndose presentado como el portador de un nuevo porvenir, reunió a algunos nobles que simpatizaron con su propuesta y… con la idea de que él sería un digno rey.
Comprendí, pues, con aquella última aclaración, que aquellos hombres que se levantaron a favor de Denarius fueron los mismos que al morir la reina le declararon un sucesor legítimo. Y al ser él coronado, su esposa se convirtió también en soberana.
Para mostrarme lo siguiente, me invitó a seguirla a lo ancho del tiempo y del espacio. Era extraño, como un paisaje cambiante, casi onírico; se transformaban notoriamente, de vez en vez, las sombras tan imponentes formuladas en los pasillos por los que avanzábamos, así como algunos elementos de la decoración. Nos detuvimos frente a una puerta vigilada por guardias reales, éstos se distinguían del ejército o la guardia civil por su uniforme, azabache, tan solo las hombreras y otros detalles eran dorados.
Al interior, la reina recibía una singular visita. Noté de éste que no era humano: tenía esas extrañas orejas puntiagudas que había visto tan solo en Laurent, una piel un tanto anaranjada y un cabello que se elevaba, ondeando con cada mínima alteración del aire, cual llama descontrolada. Sus rasgos generales eran, también, complicados de describir. Su rostro tenía características que bien podrían coincidir con ambos géneros; su cuerpo, delgado, o la forma del mismo, tampoco ayudaba a darse una idea.
—Majestad —el mensajero se arrodilló ante ella, en un gesto torpe y sobreactuado—. Mi nombre es Aalish, vengo desde Los Ríos de Lava y me encomendaron para entregarle esta carta a su Majestad.
—¿Quién le ha enviado? Es de suma importancia el porqué, desde Faelynn, envían personalmente a alguien a darme un mensaje.
—Me envía Eirys, a la que conocen como la Dama Blanca. —Anne quedó estupefacta ante la respuesta de aquel mensajero. Intentó no mostrar la enorme impresión que le abordaba, pero le fue casi imposible no sentirse diminuta ante la situación que se le estaba presentando—. Espera que acepte reunirse con ella lo más pronto posible.
—Conozco ya el motivo, la audiencia tendrá que esperar, hay desacuerdos en los miembros del Paralamento.
—Eirys le ruega que acepte tener una reunión solo con ella, sus motivos van más allá de la independencia, Majestad. —Sin antes darle tiempo de hablar, Aalish sacó de un bolso oculto debajo de su capa un pergamino envuelto y asegurado con una finísima cuerda púrpura.
No obtuvo coraje ni permiso para poner el manuscrito directamente en las manos de la reina, sino que le dio paso a uno de los guardias para que sea él quien se lo entregara.
—¿Qué motivos son, sino aquellos?.
—Todo lo que necesite saber está en el contenido de la carta.
«A su Majestad, Reina Ozanne I:
Agradezco la consideración de nuestra propuesta, sin dudas durante estos cortos meses ha obrado mejor de lo que muchos otros antiguos reyes lo han hecho en largas décadas de gobierno. Sin embargo, temo que el motivo que aborda esta carta supera gravemente el rendirle pleitesía, una felicitación, o tan siquiera una insistencia para apresurar la reunión que le he solicitado.
Deseo hablar con usted para advertirle sobre un peligro latente que le acecha. Una persona conspira en su contra y con esto, me atrevo a suponer que tiene ya un nombre en mente. Pero le aseguro que no puede siquiera pensar en la verdadera codicia de esta, que se le ha unido por lazos familiares y que ha labrado desde las sombras un plan que la vuelve su blanco. Morana, esposa de Lord Tandberg, es este peligro.
Usted, Majestad, no es su único objetivo. Idalia y Faelynn se encuentran también en juego. Le pido que se reúna conmigo, tan pronto como entre en sus posibilidades, sin que tengan conocimientos ni los señores Tandberg como aquellos miembros de la corte que simpaticen con su ideal. Es crucial, esto talvez logre salvarla.
Atentamente:
Eirys de Faelynn, la Dama Blanca».
Sin muchos más enredos, aquella criatura, que después descubriría en su despedida que se trataba de un hada del fuego, se marchó. Anne no le vio irse con la forma que tenía cuando se le presentó, sino como un fuego fatuo que avanzaba lentamente por la arboleda aledaña al palacio hasta finalmente fundirse como una estrella lejana en el horizonte.
Una vez más, avanzamos a lo largo de los días. Vi entonces a Ozanne, a la que pertenecía el presente de las visiones, melancólica, como el retoño de un rosal marchito antes de tiempo. Me preocupó sobremanera, el verla así solo me había ocurrido contadas veces, y una de ellas había sido culpa mía. ¿Qué habría dicho esa carta para provocar en ella esos ánimos?
—¿Qué decía la carta? ¿Era tan terrible como puedo suponer? —le pregunté a la Anne que se encontraba tomándome la mano. Vi en su mirada la duda, la resistencia que tenía para no derrumbarse en ese instante. Debía admitir que la desconfianza aún me dolía, pero me había acostumbrado al misterio que envolvía a mi dama, a sus reservas.
Vaciló unos instantes, inquieta, sin atreverse a mirarme, y me instó a seguirle a través de los salones. Nos detuvimos frente a una sala de estar en donde el fuego de la chimenea abrasaba la estancia, las nodrizas y damas de compañía se reunían en torno a su reina, tejiendo y conversando con vivacidad. Era un recuerdo lindo, emanaba una calidez especial, aquella que se tiene solo al bajar la guardia en la comodidad del hogar. Fue talvez ese sentimiento lo que la hizo hablar finalmente.
—Me advertía que estábamos bajo grave peligro, Idalia, Faelynn y yo… Señalaba a Morana como la conspiradora, la cabeza detrás de un plan que, honestamente, no supo explicarme en esa cuartilla.
Sus palabras me dejaron atónita. Aquellos que entonces reinaban habían maquinado algo perverso. Sin entender bien qué era lo que buscaban, llegué a pensar que, talvez, la muerte de Anne… No. Me estaba adelantando, concentrándome en lo que esperaba saber, mas no en lo que ella me explicaba y permitía conocer.
—Dudé de todo, de todos. Estaba asustada. ¿Qué pasaría si era, en realidad, una trampa a la que estaba cayendo? O, por el contrario, ¿si era verdad y pensando esto perdía la oportunidad de salvar mi reino, si acaso ahora tiene salvación? Talvez, si solo hubiera decidido antes…
Vi como aquella coraza, casi indestructible, de refinados modales y entereza, caía dejándome ver a una muchacha sensible, arrepentida, que encontraba desamparada pese a tener una corona sobre la cabeza. Era una hermosa contradicción poética que pocas musas logran inspirar. Ver sus ojos cristalinos, empapados, me había conmovido.
La abracé fuertemente, sin jamás soltarle la mano porque era lo que nos permitía estar allí, juntas. Anne me correspondió. Sentirla acurrucarse entre mi hombro y mi cuello era enternecedor. Nos mantuvimos así unos instantes.
—No te culpes tanto, por favor —dije, en un tono muy bajo, como si compartiéramos un secreto—. Si tenías miedo o no, al final actuaste en vez de preferir la cómoda indiferencia e hiciste cuanto estuvo en tus manos por tu pueblo. Eso es tener coraje.
El tiempo en los recuerdos de Anne, en aquel sitio en que nos encontrábamos, pasó muy rápido; pero en nuestra pequeña burbuja se mantuvo congelado, nos mantuvo en esa habitación cálida y tranquila, aunque aquella perpetuidad terminase abruptamente cuando ella saltó de mis brazos. Me miró con una sonrisa, le vi más aliviada que antes, y sonreí con ella.
Para ver la siguiente memoria, recorrimos las escaleras de la servidumbre de camino a una habitación, sino secreta más oculta que la sala de asambleas. La distribución era similar: una mesa amplia de la que varias sillas se desprendían, así como retratos de monarcas antiguos y decoraciones ostentosas de oro y plata; pero se le veía más abandonada., algunas telarañas en las esquinas más remotas y una finísima capa de polvo hacían acto de presencia
—¿Qué hacemos en esta sala? —pregunté.
—Acepté reunirme con Eirys y su comitiva. Entendí que, aunque pareciera incómodo, era lo adecuado. —Contemplaba aquel viejo salón, sin nostalgia, pero sí con congoja, como si lo revelado allí marcara aún un punto de no retorno. Después de un silencio pesado, agregó—: Convoque a algunos aliados, tantos como logré dentro del concejo, tantos como no habían sido ya envenenados por Denarius o Morana. Tuve suerte, en realidad, diez de los dieciocho parlamentarios estuvieron allí ese día.
—¿«Ese día»? ¿Qué fue lo que ocurrió en esta habitación?
—Se firmó la independencia de Faelynn y, por supuesto, la paz y la alianza entre ambas naciones.
No tuve tiempo de cuestionarle más cosas. La mitad de la habitación se llenaba de la reina acompañada de algunos súbitos, todos ellos nobles de antiguo linaje, dispuestos a razonar.
Los invitados supieron dar una enorme impresión. El carruaje que esperaban los porteros se reemplazaron por dragones plateados, pequeños en comparación de las historias legendarias relatadas en el pasado; no se les vio volar en la majestuosidad de los cielos, pero arribaron en los jardines de la fortaleza de Elisea.
La corte que le acompañaba a Eirys era igual de numerosa que la de la reina Ozane, a diferencia ésta se conformaba por hadas mayores, elfos, ogros y algunos alados. Aquella de aspecto más humano era, sin dudas, la misma Dama Blanca, que bien merecido se tenía ese apodo: lucía una cabellera platinada que descencía uniformemente hasta la cintura, su piel era también pálida, inmaculada; y para rematar su armadura de placas, anticuada en estilo, se recuerda de algún pintura que le volvía tan resplandeciente y exquisita.
La bienvenida fue cordial, un tanto seca. Nadie esperaba que se diera de otro modo. Como fuere, la Dama Blanca no se molestó en seguir los protocolos de Idalia y le presentó claramente el problema por el que se habían presentado.
—Conocemos las intenciones de su consejero de invadir nuestras tierras para profanar el corazón de Gea —dijo, en un tono solemne que fue difícil de concebir en alguien con dicha apariencia—. Déjeme decirle, Majestad, que aquel acto no será tolerado.
—Comprendo, yo tampoco permitiré que Faelynn sea atacada. Es más, todas las personas reunidas aquí son miembros del concejo que se oponen a tal atrocidad, propuesta por Lord Tandberg—explicó Anne.
—Pero no se han presentado todos los miembros de su concejo —afirmó.
Reinó por breves momentos un silencio que se acompañaba de la tensión palpable en el aire.
—Si ha sido capaz, Lady Eirys, de ser tan directa, lo seré yo también —dijo Ozanne—. La urgencia con la que ha instado esta reunión y el porqué la he programado tan improvistamente es porque en su carta me advertía de un peligro: Morana. Ella no tiene participación alguna en la política, es apenas una mujer desconocida que Lord Denarius tomó por esposa. Dígame, ¿cómo se supone que conspira ella en mi contra?
—Magia —respondió, sin detenerse a pensar— y, por supuesto, el poder que ha conseguido con su matrimonio.
Algunos comentarios, fugitivos y apenas audibles, sobre las sospechas ya existentes de magia oscura en dicha mujer circularon entre los presentes.
—¿Qué es lo que planea Morana? —preguntó, ciertamente invadida por el miedo de, entonces, estar segura de que su tía política era más que una simple humana. Se miraba intranquila en su asiento, a la expectativa de obtener allí una solución.
—Planea asesinarla, Majestad.
La expresión impasible que se posaba en el rostro de la reina, como si fuera una máscara que se había roto, desapareció dejando ver las verdaderas emociones que le atormentaba en el interior. Sintió el aire congelarse alrededor de ella, y su cuerpo temblar ante la idea de la muerte.
—Sé que tan aterrador suena, pero es así… Y con ello, sin dudas, terminaríamos en un punto de inflexión. No habría herederos legítimos y el ascenso de Denarius al trono, patrocinado por los aliados que le ha arrebatado en la corte, sería indudable.
La verdad que llenaban las palabras de aquella mujer, viéndolas cumplidas al pie de la letra, era casi perturbadora. Después del fallecimiento de Anne, se concretó que sería coronado su familiar vivo más cercano, esto con la intención de evitar un conflicto de intereses más grande o incluso una guerra civil al interior de un país en una situación de por sí muy delicada.
—Lo que Morana busca no es únicamente el gobierno a cualquier costo, no. Su objetivo se extiende a Faelynn, el corazón de Gea. Y con tal poder en sus manos me es… inimaginable lo que pueda suceder.
Todos habían escuchado atentamente a Eirys, que se mantenía firme y elocuente. A pesar de tratarse, en esencia, de una desconocida había instaurado en esas personas una barrera de confianza; como si hubiera una certeza casi divina de que lo que estaba diciendo era la verdad.
—¿Cómo podemos estar seguros de que lo dicho es cierto? ¿Qué nos garantiza, a su merced, que esto no es una trampa, mi Lady? —La reina Ozanne, aunque tan recta como podía esperarse, empezaba a comportarse impaciente y alterada.
—Puedo mostrarle, puedo mostrarles a todos los que se encuentran aquí, lo mismo que me ha mostrado Gea para poder protegerle —respondió la dama Blanca, confiada.
—Hágalo entonces.
A su orden le siguieron una serie de eventos de naturaleza mágica, que se convirtieron casi inefables para mí. Eirys desenvainó su espada, provocando que los guardias se armaran y prepararan para un enfrentamiento; por el contrario, el mango de madera se extendió por el filo, dándole al objeto la forma de un báculo. Al ver esto, los hombres no bajaron sus armas sino hasta la indicación de su reina, quien estaba tan fascinada e hipnotizada por lo que pudiera hacer su invitada con su magia.
Con un solo golpe logró crear una onda que se expandió hasta donde los muros limitaban el salón. Se transformaron el techo en un cielo, el suelo en una pradera verde y las paredes en amplios horizontes. Entendí al instante que se trataba de un ritual similar al que Lady Daciana ejecutó conmigo. Fue sorprendente la facilidad con la que logró tal hechizo.
Las imágenes fueron cambiando, escenas sueltas que se acomodaron a la perfección para confirmar todo lo dicho por Eirys. Paisajes gloriosos se mezclaban con aquellos más desamparados y sombríos; la muerte solía posarse en la mayoría de ellos, si no era un manto oscuro, que indicaba tan solo de tragedia, lo que envolvía las imágenes. Denarius se revelaba como su cómplice, compartiendo en mi presente la corona con Morana. Creí ver imágenes tan solo del pasado, hasta que apareció aquella en que, durante la conmemoración del fallecimiento de Anne, una flecha casi impacta contra la reina infame.
Al fundirse las imágenes y concluir con el hechizo, Eirys no se mostró ni siquiera agotada mentalmente. Los presentes, guardias y nobles, consternados por lo que acababan de ver, perdieron la compostura un momento, emitiendo en voz alta sus juicios a la reina: algunos dudaban de la magia tratándola de ilusionismo, otros se aterraron y pidieron piedad así como un fin prematuro a los planes de esa mujer. Ozanne habló, primero, para rogar orden.
—¿Cómo podemos evitar que ese poder llegue a manos de Morana? —preguntó, mostrándose tan débil ante esa situación.
—Debemos aliarnos, Majestad. Es el único amparo que, mutuamente, podemos dar por ahora…
Ozanne la miró, convencida de que detrás de sus palabras había una súplica. Conocía muy bien las intenciones de la corte de Eirys de firmar su independencia de Idalia. Comprendió que, por más gentil que se mostraran ante ella, debía moverse con cuidado: si ya tenía declarados enemigos a aquellos que eran familia, no deseaba echarse más conflictos al hombro. Habló con su guardaespaldas; entre susurros, le ordenó que fuera en búsqueda de los escribanos.
Esa misma tarde, se firmó por más de veinte personas la independencia de Faelynn, así como su permanente alianza con Idalia y la paz mutua entre ambas naciones. Se le llamó Protectorado de Faelynn transitoriamente.
Antes de retirarse, Eirys le entregó un pequeño pero simbólico obsequio a la reina: una rosa blanca. Aunque, confundida por el gesto, Anne la tomó y agradeció, no sólo la flor, sino la sinceridad de su interlocutora. Esa fue la última vez que ambas se vieron, irónicamente también la primera.
Hubo algo en el proceso de redactar el acta que nadie notó: debajo de las hojas yacía una capa de papel carbón que transcribía lo mismo a otra cuartilla, y así con la cantidad de hojas que se utilizaron. Esto fue pactado por los escribanos, el guardia y la reina, aquella que se mostraba tan íntegra y sincera. Obtuvo así, pues, una copia del tratado, habiendo desafiado sus principios.
Días más tarde, descendió en completa soledad a la cripta de su familia. Allí, decenas de tumbas, cada una tan diferente de la anterior. Presumían el nombre de la persona que sepultaban, además de una estatua de mármol que imitaba la forma más gloriosa que hubiera tenido en vida. Era evidente el paso del tiempo en algunas, cuya pintura blanca caía llevándose pedazos de la piedra, arruinando así los monumentos. Más que un cementerio de gobernantes caídos de Idalia, parecía un museo donde eran exhibidas preciosas obras de arte.
Anne caminó hasta el fondo, donde se encontraban las tumbas de sus padres. Se intuía en la blancura de la piedra algunos de los rasgos, pero quedaba por completo a la imaginación la totalidad de su aspecto, las sombras pronunciadas en contraste distorsionaban la imagen y era todavía más difícil adivinar. En la piedra se les había tallado juntos, compartiendo un abrazo eterno. Era una experiencia arcana, casi divina y prohibida para mortales, pasearse por allí.
En la placa se leía con claridad: Rey Elio III y Reina Adelyne. La Dama a la que le pertenecía aquel instante, se mantuvo allí, deleitándose con el espectáculo de sombras hasta que la conciencia comenzó a pesar.
—¿Fueron enterrados juntos? —le pregunté a la Anne que me acompañaba.
—Mi padre lo pidió después de que falleciera mi madre, hace muchos años —contestó—. Supongo que jamás imaginó que llegaría allí, tan pronto, para hacerle compañía hasta el fin de los tiempos.
La única iluminación era unos candelabros de débiles velas, cuyo fuego titilaba amenazando consumirse. Ozanne, la que era reina, se escurrió entre ambas lápidas. Allí, en aquel rincón sombrío, oculto a la vista, un escondite se abría paso entre las lozas que conformaban el suelo. Una de estas se encontraba floja, se notaba raída en los bordes, fue cuestión de moverla un poco hasta que se desprendiera. Una cavidad del tamaño idóneo, tan profunda y tan amplia, como para ser ocultos allí un pequeño libro o en su lugar unos papeles amontonados. Los dobló por la mitad y los ocultó, cubriéndoles nuevamente con la loza.
—Es por esto que te digo que debí ser más rápida —me dijo, de repente, angustiada—. Ahora formo parte también de esta catacumba. Me tardé en responderle a Eirys, así como de firmar ese tratado y declararlo públicamente… Es lo único que queda que puede ayudar al pueblo a detener a Morana.
—¿Cómo nos ayudaría? —le cuestioné. Quise no sonar hostil con ella pero no pude evitar que raspara en las palabras un dejo de la rabia que contenía —. Lo único que vi fue beneficios para la gente de Faelynn, su libertad, su alianza…
—Tienen la obligación de apoyarnos, acudir a un llamado y desplegar sus tropas. Todo eso fue estipulado en el acta. El problema raíz de este asunto es que Idalia no ha cumplido con su parte.
Lo había comprendido finalmente.
—Los aliados de Faelynn actuarán cuando se les declare libres… Ellos necesitan ese documento —dije, en voz alta, ilusionada con la idea.
Ella asintió con la cabeza y me dedicó una sonrisa ladeada. La noté ansiosa, como ni siquiera había estado antes por la idea de dejar al desnudo su alma de esta forma para mí, alguien con quien, según lo que me dijo, no tenía algo que pudiera denominar confianza. La escena, una vez más, cambiaba, drástica y con prisas.
Se levantaba una nave de estilo gótico, tan alta y tan fina que asemejaba a una torre, de amplios vitrales y ambiente umbrío. Reconocí el lugar, aunque lo viera desde el interior. Lo había visto en sueños, ahí le había hablado por primera vez a mi dama de la noche.