Capítulo XXXVIII

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Maldije al tiempo y al destino, que nos habían condenado a esas vivencias, que se sentían tan lejanas, despojadas de casi cualquier contacto físico

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Maldije al tiempo y al destino, que nos habían condenado a esas vivencias, que se sentían tan lejanas, despojadas de casi cualquier contacto físico. ¿Por qué, de entre todos los enamorados que existieron y existirán, nosotras éramos imposibles?

A su lado, después de sentirme hundida en la miseria, algo de calma logró abordarme. Como si mi corazón supiera que era ya incapaz de soportar y se obligara a encontrar algo de quietud. Anne me miraba con ternura. A veces me parecía que era ella la única que me dedicaba esas miradas genuinamente. No esperaba recibirlas de vuelta, ni eran una cortesía; ya que, antes, había conocido muy bien aquellas miradas fulminantes en las que solo había lugar para el desprecio. Quería expresarme cariño en aquel brillo tintineante en sus pupilas. Y si no deseara hacerlo, el asunto era simple: no lo haría.

—Elohim, respóndeme —musitó—. ¿Estás bien?

Negué con la cabeza, ni siquiera me quedaban fuerzas para mentirle en pos de no preocuparla. No hizo la pregunta, sobre qué me ocurría o cual era el asunto que me robaba el bienestar. tan solo se sentó a mi lado. Terminamos echadas en el suelo del establo, al lado del corral entreabierto.

No la miraba directamente, volteaba alrededor como quien busca algo en lugar de esconderse. No quería que me viera llorar, muy a mi pesar de que ella lo había hecho por sentirse en plena confianza, muy a mi pesar de que junto a ella antes ya había derramado algunas lágrimas. La vergüenza me nublaba. No tenía por qué, todas las revelaciones aunque me involucraba a mí y mi origen, aunque existiera alguna culpa, esta no recaía en mí. ¿Por qué, entonces, no podía ni hablar?

—No te voy a obligar a decirme nada, no si no es tu deseo —me decía, y me pareció que removió una herida que apenas había comenzado a cerrarse. Recordaba aún todo lo que le dije, que si la obligué a decirme la verdad—. Quizá soy incapaz de ayudarte, no como tú lo desearías. Pero puedo escucharte y si crees que eso puede aligerar tu carga, aquí estoy.

Ella terminaba de hablar, una sonrisa modesta en sus labios solo me expresaba dulzura y amor. Me sentía indigna de ella, tan poco para un ser de enorme pureza.

—¿Qué harías si te revelaran que toda tu vida fue un engaño? —pregunté, resignada a confesarle mi inquietud, el motivo de mi estado de ánimo tan grave. Deseaba hablar con ella y, si el tema de conversación para mi conveniencia se desviaba, terminar olvidándome de todo por un instante.

—Me sentiría terrible, no lo dudo —respondió, despacio, como si cuidara sus palabras, la duda las frenaba—. No sabría que hacer, no habría nada que quedara por hacer…

—¿A qué te refieres?

Esperaba que al hablar, algo de todo lo que sentía mermara o que al menos se tornara un poco resistible. Como quien canta para olvidar que tiene miedo, hablaba con ella con la esperanza cesante de obviar mis sentimientos más confusos.

—Continúas con la mentira y te sigues dañando, o te libras de ella, cual fuera que haya sido. No te queda mucho por hacer —corrigió.

¿Mantener la mentira o librarme de esta? Ella lo decía tan fácil. Pero de esto no podía culparla. Solo le di una bocanada a saborear, vergüenza y temor me impidieron revelarle más en ese instante. Ni siquiera llegaba a imaginar que yo no era una Van Svendsen… Logré sentirme más indigna de ella incluso. Si mi familia ni siquiera era noble y yo ni siquiera parte de ellos, ¿qué podía ofrecerle? ¿Qué podía ser en verdad? Una plebeya maldita que tuvo la extraña fortuna de encontrarse amada por una reina. Era indigna o demasiado digna. Nada más.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora