(LGBTQ+) Una joven burguesa se enfrenta a una maldición, al mismo tiempo que se enamora del fantasma de un chica atormentada. ¿Qué pasará cuando ese vínculo la lleve a terminar en el epicentro de una guerra?
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El reino de Idalia se enfrenta a una...
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Con todo y el denso aire que comenzó a respirarse en nuestro hogar, con todo y la gris actitud que pareció afectarnos a todos como si de una epidemia mortífera se tratase, al cabo de casi dos semanas nos alistamos con nuestras mejores prendas y partimos todos juntos en un carruaje hasta el centro de Elisea. Una carta nos hubo llegado, llamaba a un grupo muy selecto del Reino Libre y Soberano de Idalia a asistir a una ceremonia que conmemoraba un año de fallecimiento de La Reina Ozanne. Claro, la familia que manejaba una de las compañías textiles más grandes del reino estaba incluida entre sus invitados.
Hacía un año atrás, el país entero se sumió en un luto hipócrita por tres meses enteros, el país cuyas banderas se teñían del dorado del sol se vistió de negro por ese tiempo. Fue una verdadera desdicha según palabras de muchos porque era la única que quedaba de su casa, que se había mantenido en el trono durante más de dos siglos. La llamada «reina joven» no dejó ni un sucesor, era demasiado joven —valga la redundancia— para pensar tan siquiera en casarse y, aunque lo hubiera hecho, su reinado fue muy corto como para concebir un hijo, por lo que al morir el hermano de su madre tomó el trono junto a su mujer. Aunque en el sector económico el reino seguía siendo próspero y poderoso, aunque algunas cosas se mantuvieron, el descontento entre las masas era algo notable cuanto menos. Con todo lo que se les vino encima, los reyes siguieron con el plan de conmemorar la muerte de su única sobrina.
A plena luz del mediodía partimos. Desde tiempos inmemoriales se consideraba una ofensa a nuestro Dios celebrar por las noches, en que la oscuridad y la luna reinaban, y no a la luz que nos regalaban el Sol y el día. Fue la primera vez que me vi en un vestido tan ostentoso, contrario a la cómoda vestimenta que solía usar. Kalantha me dejó escoger uno de los muchos que tenía y que a mí me quedaban bastante bien, pues no éramos tan distitas en altura y proporciones, quizá se notaba que el atuendo no estaba hecho a mi medida pero me asentó bien según mi madre. Estaba sentada en el carruaje portando un vestido de un color índigo, cuyos matices también se fundían con el violeta; un corsé que quería ceñir en mis formas una cintura no tan acentuada; y un sombrero a juego, decorado con flores de un tono más claro del mismo matiz azulado.
—Te ves hermosa, hija —mencionó mi padre, en el trayecto.
Nunca creí que mi apariencia pudiese entrar en el significado de aquella palabra, me contentaba con sentirme cómoda bajo varias capas de tela, que el frío o el calor no me estorbaran junto con muchas capaz de tela. Mi madre estaba llena de dicha luego de lograr su cometido de verme tan bien arreglada, como una dama, según sus palabras. Algunos comentarios suyos y de Kalantha me fueron dados en todo el camino hasta el sitio de la ceremonia, comentarios que acepté y respondí muy gustosa. Él que nunca comentó nada, ni lisonjero ni déspota, fue Allerick. Permaneció en silencio, observando a través de la ventana, de vez en cuando volvía su vista sobre mí y con sus ojos, aún llenos de vivaces sentimientos, me decía algo que era incapaz de intepretar para darle algún significado.
Luego de unos largos treinta minutos, llegamos al palacio en que se celebraría aquel umbroso aniversario. Aunque era parte de nuestras creencias conmemorar la muerte más bien con fiesta y ventura, el aire que se respiraba al entrar a aquel palacio era todo lo contrario, se sentía pesado y agobiante.
El castillo se levantaba con ayuda de imponentes pilares corintios; los muros apenas existentes ceñían el espacio donde el acto solemne se realizaría, teñidos de blanco resaltaban la pureza y paz que pretendían evocar; las cristaleras eran coloridas como la paleta de un artista impresionista, aunque su tono predominante eran los amarillos. Vestidos de dorado los arcos y los marcos de ventanas y puertas, hacían preguntarse si eran de oro. Una cúpula de cristal se levantaba a modo de bóveda en la nave en que se reuniría la multitud, dejando paso para los rayos naturales y vívidos del Sol.
Papá, mamá y Allerick —con todo y un cierto desgano de éste último— fueron atrapados por un grupo de hombres y mujeres, amigos de nuestro padre y socios de la compañía de textiles. Kalantha y yo nos quedamos solas. Caminábamos de la mano, no queríamos perdernos entre tantas personas y entre tantas vueltas que dábamos.
—¿Conoces a la señorita Alice Lemaire? —preguntó de repente.
—No…
—Es la hija de la pareja que se quedó hablando con nuestros padres —explicó—. Aquella que ves en la segunda planta.
La apuntó con sus labios y su mirada. Pude divisar a una joven muchacha vestida de gris junto a otro joven gallardo vestido del mismo color. Noté al verla, que lucía una barriga que denotaba un embarazo muy avanzado. Comentó luego de asegurarse de que la había divisado entre todo el público, que tenía nuestra edad y empezó a explicarme a detalle la historia apasionada y fugaz con aquel joven que de su lado estaba. Aunque yo no quise creerlo, en efecto, no tendría aún más de quince o dieciséis años, ante mis ojos se veía mayor, tan siquiera de la edad de Kalantha, quizás por el embarazo o por la historia que me hacían ver a través de un filtro de moralidad lo que pasaba.
—Espérame aquí —pidió, luego de finalizar su relato.
Noté que se alejó a saludar a un grupo de mujeres, a algunas las reconocí como parte de su círculo de amistades y visitas recurrentes en nuestra casa. Hablaban, vivaces y risueñas. Me pregunté por qué yo no estaba dentro de ningún grupo. Estaba apartada, como uno de los fantasmas a los que siempre temí. Era yo misma una simple y triste extensión, reflejo de toda esa oscuridad que yace oculta de los ojos mundanos.
—Señorita Elohim, que gusto verle —pronunció una voz masculina, no muy grave pero muy particular, a mis espaldas.
Volteé y me encontré con Laurent. Lucía un elegante traje color caramelo; su cabello antes desordenado se pegaba a su cráneo y se peinaba firmemente hacia atrás con kilos de gel: y sus ojos chocolate eran ensombrecidos por un sombrero de copa baja. Aunque la vestimenta que tan orgulloso lucía era claramente masculina, no opacaba por completo a sus rasgos andróginos, ni sus labios finos pero naturalmente tintados de un leve rosa, la nariz pequeña y sus ojos amplios almendrados, nada opacaba el sutil punto medio tan armonioso entre lo masculino y lo femenino de sus rasgos.
—Se ve usted muy bien, distinta a como siempre lo hacía en casa de Lady Daciana —comentó.
—Gracias, lo mismo digo, Laurent —contesté—. ¿Qué hace aquí?
—No ignora usted el hecho de que, sin intervención alguna, no podríamos codearnos; nos separan un par de eslabones en la pirámide social.
—No era mi intención ofenderle.
—¡No lo ha hecho! —dijo, con apremiada tranquilidad—. Bueno, mi Lady fue invitada y ella me propuso que la acompañase. No hace falta decir que acepté gustoso —explicó con orgullo.
Lo miré de pies a cabezas. Una leve sonrisa que arrastraba consigo algo de soberbia, disfrazada de simple orgullo, se posaba en sus labios atractivos. Supe que se regocijaba altaneramente de que mi maestra lo hubiese escogido a él como acompañante y no a mí. Y, para sincerarme, había despertado un diminuto monstruo hecho de celos en mi interior.
—Es bueno verla —me dijo, cambiando ese gesto que comenzaba a fastidiarme y reemplazándolo por uno más tranquilo, aunque melancólico—. ¿Sabe? Soy bastante inconfundible y no conozco a nadie de nada… Me siento tan ajeno a todo. Como una pintura cuya única función es ornamental.
—Comprendo lo que dice.
Me dedicó una sonrisa muy sincera y se quedó a mi lado. Al parecer los dos buscábamos a alguien mínimamente familiar para aferrarnos durante esa parte previa del evento en que los círculos sociales nos habían dejado aparte.
—¡Elohim, disculpa la tardanza! —gritó mi hermana a mis espaldas.
Y fue ahí donde sus ojos coincidieron. Sin decirse nada aún se dijeron todo. Los dos ansiaban, aunque a nadie se lo habían confesado, hallar amor en alguna parte, un amor dulce pero de sabor intenso, ardiente y que les quemara la piel en cada tacto. Y eso fue lo que experimentaron cuando los ojos azul grisáceo de Kalantha se encontraron con los castaños de Laurent. Fui testigo de como, sin haberse conocido y mucho menos tenido, dos almas se pueden añorar con tanto fervor que es capaz de sentirse en el aire. Dos seres destinados a coincidir tarde o temprano que, sin saberlo, encontrarían el complemento ideal.
Luego de su encuentro de miradas, hubo un amplio silencio que yo sólo acompañé yendo del uno al otro en su diálogo hecho solo de breves vistazos. Supe por el brillo en sus ojos lo que se querían decir.
—¿No vas a presentarnos, hermanita? —preguntó mi hermana, risueña y jovial.
—¡Oh, sí! —salí de mi trance observador de lo que sus expresiones se profesaban—. Kalantha, él es Laurent Drábek. Es hijo de un colega de Lady Daciana. Nos presentó hace un tiempo ya —aclaré de forma insospechada—. Laurent, ella es Kalantha, mi hermana mayor.
—Creo que vuestra hermana no ha tenido el decoro de hablarnos del otro, ¿o me equivoco, señorita Kalantha?
—No se equivoca en lo más mínimo —contestó ella, con actitud risueña.
Ellos dos comenzaron a platicar, alegres y encantados con el otro. Me quedé a una distancia prudente, donde no me sintiera invasora de su cercanía pero pudiese escuchar de qué hablaban. Vi como un par de risas indiscretas se les escapaban al hablar, como los labios de cada uno se observaban sin cesar, deseosos de conocer el sabor y textura de aquellos otros que tenían enfrente.
El monstruo de celos que Laurent había osado despertar antes, aunque por motivos muy distintos, ahora comenzaba a carcomerse mis adentros muy ferozmente. Sentí cierta rabia, además, dirigida hacia mi hermana porque me había robado la única agradable compañía en ese amplio lugar. Me encontré en un diálogo interno, a mí misma, diciéndome que me sentía así por quien se trataba y no por la situación, que ante cualquier otro individuo el arrebato de la compañía ansiada no me hubiera importado. Me reí en primera instancia por el absurdo, pues ¿qué significaba aquello? ¿Qué estaba enamorada de Laurent o algo semejante?... Hasta que lo comprendí. Desde el principio quedé absolutamente maravillada por su atractivo, y en nuestras últimas pláticas estaba esa comodidad sentida a su lado. Comprendí qué, aunque en definitiva no estaba «enamorada», sí tenía cierto sentimiento de afecto hacia él.
Ellos hablaron de forma entusiasta hasta que unas trompetas anunciaron el inicio de la ceremonia y el regreso de dos hermanas a los brazos de sus padres.
—Talvez cuando termine todo el acto solemne y religioso podríamos continuar con nuestra plática, señorita Kalantha.
—Estaría encantada con eso, joven Laurent.
Se dedicaron una sonrisa coqueta y mi hermana se acercó a mí. Volvimos a dónde estaban esperándonos tomadas del brazo, nadie sospechaba del romántico y efímero encuentro de su hija y un joven alado que resaltaba entre la multitud.
Un mecanismo complejo y moderno cubrió la cúpula que permitía el paso de la luz al interior del recinto, dejando todo sumergido en la oscuridad a la que antes temíamos. Frente a un largo corredor donde cientos de sillas a su lado se acomodaban, estaban dos tronos, cubiertos de oro, piel y terciopelo. Una luz artificial apuntó en aquella dirección y de la escalera descendió el rey junto a su esposa. Por primera vez en tanto tiempo, los gobernantes se vestían de un color distinto al dorado de los brazos del sol. El Rey Denarius usaba honradamente los colores de su casa: rojo, azul y negro; apenas unos detallitos dorados destacaban del cargado atuendo y devolvían la sensación de costumbre; su esposa, la Reina Morana, usaba los mismos tonos, pero menos saturados y más oscuros para diferenciarse de su marido. Con una reverencia, casi ensayada y condescendiente, todos recibimos a la pareja.
—Buenas noches, damas y caballeros. Es un placer haber reunido aquí a las más nobles personas de este reino, las más ilustres y poderosas —comenzó a hablar el Rey Denarius—. Un día como hoy, hace un año, una terrible y devastadora tragedia azotó a nuestra nación. Hace un año el reino se vistió nuevamente de negro, en señal del luto que cargaríamos. El reino perdió a una hija predilecta del dios Sol, perdió a su reina, la última de su casa, la casa Haugård: Ozanne Angelique I. Solo cinco meses después de perder a nuestro rey, perdíamos a su hija —hizo una pausa, dolorosa y sombría, que ardió como el fuego en la piel de todos los presentes—. Yo conocí a ambos —dijo alzando mucho la voz, en un acto dramático, casi ensayado—, puedo dar fe de su corazón noble y de su gran devoción por servir al reino, a este reino que hoy les recuerda con alegría y orgullo.
—Es por eso que, en su honor y en el de sus servicios a la nación creciente de Idalia, hemos preparado esta ceremonia —prosiguió la reina—, para recordar y honrar a su memoria esperando que al lado de nuestro Dios Sol ella nos brinde su bendición y nos proteja con su mano angelical.
Subieron más nobles que conocieron a la reina en vida, le dedicaron algunas cortas palabras, de aprecio y añoranza, cuando concluyeron los reyes tomaron nuevamente la palabra.
—En honor a la Reina Ozanne, uno de los mejores retratistas de Idalia y de la corte ha ampliado uno de sus retratos, para poder así ser observado y apreciado por todos en el reino. Para que jamás sea olvidada y en el paraíso que sin dudas merece tenga paz y armonía.
Sirvientes llevaron hasta aquella plataforma un enorme cuadro que yacía oculto bajo una cortina dorada. Lo apoyaron en suelo de mármol y otros dos sirvientes jalaron cuerdas que parecían hechas de oro, moviendo la cortina para revelar así la imagen de la bella y joven dama que en vida fue la Reina Ozanne.
La perplejidad en mi rostro se quedó plasmada y no pasó desapercibida por nadie que alcanzara a verme. Mis ojos estaban tan abiertos que parecían salirse de las cuencas y mis labios, preparados para espetar algún grito de confusión. Lo veía y no podía creerlo. ¡Es que sólo no podía ser cierto! El rostro de esa chica, de la reina, con todo y los arreglos que un retrato pueda contener para enaltecer una imagen poética, con todo y los detalles que alteraban indiferentemente el significado y la forma de la retratada, con todo y eso era el mismo que el de mi dama de la noche. La anterior reina, quien murió de forma tan misteriosa como repentina, era Anne.
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