(LGBTQ+) Una joven burguesa se enfrenta a una maldición, al mismo tiempo que se enamora del fantasma de un chica atormentada. ¿Qué pasará cuando ese vínculo la lleve a terminar en el epicentro de una guerra?
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El reino de Idalia se enfrenta a una...
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Era su misma nariz respingona y pequeña que lucía su rostro fantasmal; los mismos labios estrechos que se sonrosaban levemente; los mismos almendrados ojos, cuyas iris en el retrato contenían al mismo océano de tan azules que eran; la forma estrecha de la frente, los pómulos ruborizados, la barbilla recta y estilizada. Todo coincidía a la perfección, apenas el pintor corrigió las pocas asimetrías que en sus facciones se hallaban y que le daban, en persona, incluso más encanto. Los cabellos dorados caían, rebeldes y libres, y una corona se volvía parte de esa cascada de oro puro. La inocencia que en su gesto se reflejaba tan contraria a lo estilizado del esbozo, indicaban la juventud que poseía y la vida que le arrancaron. Rodeada de oro y de terciopelo, de lujos, así estaba pintada; no como yo la había visto: destruida, de negro, muerta.
Todos a mis espaldas aplaudieron al unísono, oí comentarios que alababan la técnica del artista y un par más, la belleza de la chica.
Sentí mi alma arder y volverse cenizas en una mezcolanza de sentimientos, y eran esos mismos un fuego salvaje que empezaba a consumirme. Entendí tantas cosas y a la par me surgieron tantas cuestiones. Entendía entonces su reticencia a hablarme más de ella, aunque seguía existiendo tantas lagunas que me impedían comprenderla del todo. Me comenzó a faltar el aire, así como la razón y la certeza.
—¿Estás bien, Elohim? —preguntó Kalantha ante mi temple de increíble y repentino pasmo—. Palideciste de pronto, te pusiste lívida como un cadáver.
—Estoy bien —murmuré, aunque ni yo misma pude creerlo—. Estoy bien…
Un par de espectáculos más se suscitaron para hacer de la larga ceremonia algo un poco más ameno: un par de dragones dorados pasaron por encima de las cientos de cabezas, portando la bandera de la nación; la cúpula se volvió a abrir mostrando al sol de la media tarde en todo su esplendor, ya que el castillo apuntaba hacia occidente y enmarcaba perfectamente al Astro Rey, la misma cúpula enmarcaba en una imagen casi divina al Sol; luego, la sala entera calló y unimos nuestras manos para, en la paz de nuestra mente, orar por el alma de la reina. Aunque hice todo lo que la solemnidad de la ceremonia requería, no pude pedir por su alma. Sabía que aún estaba allí, entre la vida y la muerte, cumpliendo una condena injusta. Me costó resistir el impulso de despegar las palmas de las manos y huir del lugar, de gritar que sabía que el alma de Anne no tenía paz.
Luego de todos aquellos actos ceremoniosos, miles de camareros pasaron con bandejas de pequeños vasos de cristal llenos de licor. Cuando cada presente tuvo uno entre sus dedos y antes de que se enfriase el líquido, el rey pronunció:
—Levanten vuestras copas.
Todos obedecimos.
—Brindemos por que, junto a nuestro Dios Sol, la reina Ozanne nos llene de bendición, de dicha…
Todos se dispusieron a beber y chocar sus copas con otros, luego de decir al unísono una frase complementaria a la oración, ignorantes de lo que en menos de un segundo ocurriría y desde las sombras se estaba labrando.
Una flecha envuelta en llamas viajó desde algún punto cercano a la entrada, ayudado el atacante por las sombras tan marcadas que producía la ubicación de la única fuente de luz, directo hacia la cabeza del rey. Aunque fue certera en su rumbo, un par de manos mágicas escudaron a aquel hombre y lo salvaron de perecer de forma trágica e incipiente, igual que su antecesora. Esas manos mágicas fueron las de la reina quien sin tocarla verdaderamente la había detenido con magia, había terminado el trayecto a escasos centímetros del objetivo y ahogado las llamas. La flecha, unos instantes después, cayó al suelo. Una orden fue dada y decenas de guardias cerraron la enorme sala y acudieron en búsqueda del atacante.
El caos no fue sembrado de inmediato: al principio muchos murmullos se oyeron, eran de gente que decía cosas impensables sobre la reina y lo que acababa de hacer, alabanzas y comentarios llenos de recelo a partes iguales. Pero cuando la cúpula volvió a cerrarse y se oyó de un guardia una orden: «¡Aguarden, afuera está el atacante!», mientras que unos feroces e imparables golpeteos oíanse en el portón cerrado, se inundó la sala de gritos de terror de todos los presentes. Los guardias que se encontraban adentro, guiaron a la enorme multitud a través de los corredores del pasillo, a una sala más alejada y protegida.
De camino, oímos todos los presentes un estruendo: un golpe muy fuerte, humo, y el posterior sonido de metales y cristales rotos. Alcancé a divisar como ocultaban tras la puerta que estaban cerrando, los rastros de una humareda y algo de fuego. Habían detonado dinamita. Por suerte, y por que todos hubimos cumplido el protocolo, nadie resultó herido ni siquiera de forma superficial.
Pasado uno o dos minutos, caóticos y colmados de temor, nos pidieron que evacuásemos del palacio por uno de los muchos corredizos que llevaban al exterior. Afuera, en los jardines, se volvió a respirar algo de paz. Y más allá de los límites del cercado de hormigón y acero, en la calle, la muchedumbre se agrupaba para poder divisar el desastre que ocurría al interior del Palacio Real.
La ceremonia se dio por terminada ante la conmoción y tuvimos que emprender el viaje de retorno a nuestra casa.
—No vi a Laurent nunca, durante todo este caos —me dijo Kalantha en el camino, tan bajo que era opacado por la conversación que mantenían nuestros padres, aún temerosos por todo lo ocurrido en los últimos cinco minutos—. ¿Estará bien? ¿Estará a salvo?
—Seguro Lady Daciana y él se habrán ido ya en su carruaje —le dije—. Seguro actuaron de buena forma y ahora están a salvo.
No estaba segura de que pudiera ser así, pero sin dudas era lo más probable y reconfortante, e indudablemente cuando algo cumple con aquellas dos características pensar en ello como seguro es lo mejor para el alma. Sabía que mi Lady era astuta, al igual que Laurent, no habrían obrado de forma en que resultase difícil la evacuación o la ayuda, aunque Kalantha tenía razón, jamás los divisé entre todos los que nos ocultamos en los corredores y eso con lo inconfundible que era Laurent. Deduje que fue por la adrenalina del momento, pues tampoco recordaba la mitad de cosas que oí y que se habían dicho.
Cuando llegamos, el estupor fue transmitido a las criadas, quienes escucharon el relato y se aterrorizaron como si estuvieran viviéndolo en su carne. Mamá contó con un tono dramático —menos hiperbólico que el mío, al menos— todo lo que en apenas un segundo y medio ocurrió: el rey casi muere, fue salvado por su mujer y por la magia que utilizó y quién sabe desde cuando poseía, la detonación y el escape presuroso de todos los presentes hacia la sona segura. Todos se instalaron en la cocina, buscando agua y algo de comer que les brindara en el delicioso gusto la tranquilidad perdida. Las criadas ofrecieron el más sincero consuelo que pudieron dar. Yo no pude encontrar tranquilidad y menos permitir que me consolaran.
Me sentía consternada, aunque no completamente por la catástrofe suscitada, sino por lo que acababa de descubrir. Anne, mi dama de la noche, era la mismísima Reina Ozanne. Se sintió como un balde de agua fría contra la piel desnuda haber descubierto tan de pronto y tan así ese secreto. ¿Se me podía prohibir que me sintiera de aquel modo tan desolado, tan siquiera?
Oía a todos hablar aún con los nervios invadiendo su voz y su semblante, cuando un canto proveniente de mi dama comenzó a oírse. Aunque solo para mí era audible y no tenía nadie que comprobase que no era mi cabeza jugando conmigo, era sin dudas aquella sinfonía de terror, emoción y cariño a partes iguales. Me sentí hipnotizada, atrapada, como si me estuviera llamando. Y por muy confundida que me encontrara, era débil, incapaz de resistir y no caer ante ese encanto. Tuve que salir corriendo a buscarla, mientrás me volvía ignorante de las palabras de mis allegados que me preguntaron a donde corría aún con el apretado corsé y la aparatosa falda.
Su voz provenía del techo, al que podía llegar por una escalera que trepaba por la tapia y llevaba a un llano hecho de tejas en que bien se podía estar. Trepé dicha escalera, con cuidado de no caerme por el peso que sumaban las prendas, y pude llegar hasta el llano. Allí estaba ella, sentada, admirando la grandeza de las calles y de los modernos edificios, preguntándose por qué no podía estar allí, ser materializada y ser humana, no ser aquel recuerdo, aquel espejismo del pasado, esa memoria dolorosa que en esos instantes era.
—Anne…
Detuvo su canto y volvió su mirada vacía, de la que entonces conocía su verdadero tono, hacia mí. Pude contemplar su temple arruinada por la tristeza y comprendí perfectamente por qué: ya se esperaba lo que yo iba a reclamarle, ya había previsto mi descubrimiento.
—Conozco ya tu verdadera identidad. Eres la reina Ozanne Angelique I…
Bajó la mirada, como si la vergüenza o algo más le impidiese verme.
—Sí, supuse que en este día, a estas tardías horas, ya habrías de saberlo. Lo supuse desde que me dijiste que toda tu familia asistiría a dicha ceremonia.
—¿Por qué no me contaste? ¿Por qué decidiste que lo mejor era guardarme ese secreto? —cuestioné, con algo de rabia y decepción, pero también en un tono que no dejaba de ser suave y gentil.
—Sé que hubieses querido saber más, y yo simplemente me hubiera desmoronado.
No pude negarlo. Eso era lo que quería en ese instante, de hecho: saber más.
Sin dignarme a preguntar si no había problema alguno, me senté de su lado y miré hacia el punto que antes ella observaba. Me costó encontrar una posición cómoda para solamente estar sentada en el suelo con las aparatosas ropas que llevaba.
—Sí me lo hubieras pedido, me hubiera quedado con las mil dudas solo por no perturbar tu alegría —murmuré. Por más que deseaba sonar gentil, se sentía el tono de reclamo y acusasión que arrastraba conmigo en cada fonema, en cada sílaba—. Y cuando hubieses querido, cuando el dolor haya mermado lo suficiente como para aceptar abrir ese cofre de secretos, yo te habría escuchado… Desde el primer instante en que te vi supe que lo estaría, que estaría dispuesta a esperar…
—¡Ya basta! —exclamó, interrumpiéndome, de forma hasta agresiva—. Solo hablas de que «desde la primera vez que me viste», ¿qué se puede sentir esa maldita primera vez? ¿Qué estás dispuesta a dar todo? ¡Patético! Ni siquiera me conoces, ni siquiera conocías mi verdadero nombre hasta hoy, ni siquiera osas verme como otra cosa sino como una extensión de tu desgracia.
No comprendí su rabioso y estrambótico actuar, me hice la idea de que el ser descubierta en su mentira y verse acorralada fatídicamente le había afectado. Pero me hirió, por mucho que me convencí que la entendía.
—No eres una extensión de ninguna desgracia… ¿Sabes que pasó por mi mente y mi corazón cuando te vi por primera vez? Sentí una magia tan poderosa que parecía haberme curado de mi maldición, o de sus efectos secundarios —contesté—. Ya no hubo desgracia por ti… Sé que una maldición también te acecha, una que no es necesariamente un inquebrantable hechizo, pero que te quita la tranquilidad igual que antes hacían los fantasmas conmigo. Unos fantasmas te acechan y tú les tienes miedo… Anne, tú, sin saberlo, me ayudaste a que ese miedo menguara, déjame ayudarte a lo mismo —pedí.
Si su cuerpo no hubiese sido un haz de luces y formas apenas perceptibles o una niebla espesa que se negaba a mermar, por la cercanía en que nos hallábamos me hubiera recostado en su hombro, tan cerca de su pecho como fuera posible y hubiera disfrutado el eco de los latidos de su corazón sincronizándose con los míos. Me habría recostado en el suelo para admirar, desde un ángulo distinto, sus facciones armoniosas.
—¿Por qué crees tú que puedes y que debes ayudarme? —dijo, con resentimiento.
—¡Porque tú ya lo hiciste conmigo! Por eso debo y por eso sé que puedo, por eso insisto.
Miré sus labios, los mismos que en aquel retrato idealizado se pintaban de un suave rosa. Eran atractivos, de formas no tan voluptuosas como algunos cánones consideraban atrayentes pero magnéticos como si yo fuese de hojalata y ellos un imán. Mi boca pedía a gritos acercarse y en mi mente yo gritaba que, aunque lo hiciera, no podría besarlos ni sentirlos de cualquier otro modo.
—¡Elohim! —gritó mi padre, matando de golpes mis deseos y haciendo que me levante y me aproxime al borde del llano—. ¿Qué haces allí, hija?
—Observo el panorama, que tan glorioso y sublime se levanta —mentí tan obviamente que ni él pudo creerlo—. En un minuto bajaré. Descuiden todos ustedes. Quiero unos minutos de soledad.
Volví a mi sitio al lado suyo. Noté como unas lágrimas descendían por sus mejillas y, casi inaudibles, unos sollozos se escapaban de su boca. No se secaba las lágrimas como si pensara que, si no lo hacía jamás, yo no notaría lo triste que se sentía. No me atreví a pedirle que detuviera su llanto, pues todos necesitan recurrir a aquel efímero escape en algún momento determinado, todos necesitamos en algún punto el alivio que las lágrimas corriendo a cántaros brindan.
—Perdón si te herí aún más con mis palabras —dije, por si fue mi insistencia la que había provocado tal decaimiento, tal desánimo, y aunque lo dije por si las dudas era aquello lo más obvio y más probable, tanto así que sentí que la desventura también era para mí—. Pero, en verdad anhelo saber qué ocurrió y poder ayudarte si aquello está en mis manos…
—No debes disculparte —musitó, en un volumen bajo, apenas audible—. Aún no puedo contarte lo que ha ocurrido, no puedo, no puedo… y no sé cuándo seré capaz de hacerlo. Simplemente las palabras al pasar por mi garganta la queman y me dañan. ¡Entiéndeme, por favor!
Sí, lo hacía. Comprendía qué muchas veces los recuerdos duelen, las verdades duelen, las preguntas duelen, y aceptar todo lo desastroso y malévolo que pudimos haber pasado u obrado incluso más. Mas, por mucho que lo entendiera no pronuncié que lo hacía. Me quedé callada. De cierto modo, yo también me sentí herida y traicionada, yo también sentí la necesidad de callar. Quise, con una de mis manos, secar una de tantos cientos de lágrimas que bajaban rápido por sus mejillas, pero era imposible. A medio camino me detuve y solo quedaron sus ojos sin pupilas mirándome con cierta decepción.