Once

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Londres es frío, está en otra zona horaria y la deja tan sola que le da suficiente libertad como para dejar de preocuparse por todo. Absolutamente todo, incluyéndose. Supongamos —en un caso muy hipotético— que Lena no es una vorágine de autodestrucción, porque planteando el escenario ideal de Londres para su poca voluntad y su escaso cuidado personal, las cosas no apuntan a salir bien.

Y, de hecho, no están yendo bien.

Podría estar haciendo todo lo posible para olvidarse a sí misma. Tiene a todo Londres en sus manos, desde los bares más arruinados hasta los más prestigiosos, está ahí y nadie la acompaña. E incluso entonces decidió no beber ni una gota de alcohol, aunque su loft está repleto de vinos.

Se ha pasado las mañanas en cama, helada y solitaria; los mediodías ignorando su celular y por tanto sus responsabilidades; las tardes cenando comida precocinada y las noches durmiéndose en su autodesprecio. Todo bajo una cortina de sobriedad dolorosa.

Ya no sabe muy bien cómo está. Siente, a diferencia, como si no estuviera. Piensa en automático, actúa por supervivencia y descansa de sí misma porque debe hacerlo. No porque quiera y porque tampoco sabe qué quiere.

A veces, cuando en las tardes el cielo nublado se oscurece, ella pretende leer pero se distrae con su falsa introspección y reconoce que debió esperarse todo eso. Tuvo muchas señales previas. Siendo la más grande el cómo ignoró, dejó de lado, fingió asumir —o alguna otra variante— sus emociones más profundas sobre Kara; no lo obvio sobre ella, como su amor, sino todo lo demás, el significado entero de su existencia.

El quién es y el cómo no se lo dijo. Las razones detrás de sus actos, no su traición, eso es cosa del pasado, más bien todas las pequeñas partes previas. El rompecabezas de su traición antes de llamarse así. Nunca ha sido buena olvidando, sin embargo lo ha hecho muchas veces con Kara, eligiendo qué partes de su historia llevar consigo y cuáles dejar atrás porque no puede guardarlas en una caja. Aquellas demasiado grandes para empaquetar y abandonar en el ático hipotético de su mente.

Tuvo una predilección casi inmediata por ignorar los signos obvios de su identidad, como si no importaran, para luego tragarse el dolor albergado a la mitad de su abdomen por cada pequeña mentira poco creíble. Porque Kara pudo haber usado un poco de su valentía heroica para decirle la verdad. Ese es el punto.

Haberlo sabido antes no habría servido de nada, porque ¿qué habría hecho Lena entonces? ¿Qué habría sido diferente? Nunca habría asumido esa noticia con una sonrisa en el rostro por la misma razón que todavía sigue pensando en soluciones alternas. Porque quiere mucho a Kara como para creerla capaz de hacerle daño.

Da el primer sorbo de té esa mañana, las persianas están cerradas, el loft es claro, llenándose muy poco de la luz frágil de un día nublado. Es 24 de octubre y cumple años. No se siente particularmente sola, ni triste, mucho menos emocionada.

No más en comparación al resto de días.

Decide saltarse el desayuno porque le da pereza servirse un plato de cereal. Además se declara enemiga del cereal. En cambio, vuelve a su desordenada cama de colchas blancas, no sabe cuándo se hizo tan fanática del blanco ni por qué. Es un color sencillo, supone.

Se sienta en la cama, echándose la manta sobre las piernas y arropándose tan bien como puede, sostiene sobre su regazo la taza. El silencio le hace compañía, el té le calienta el cuerpo cuando lo bebe y la habitación está vacía. Recorre con la vista sus paredes y pronto se echa a llorar, nublándose la vista y mojándose las mejillas.

No tiene ganas de luchar contra el llanto, de anteponérsele con orgullo ni con fuerza. A veces llorar está bien, a veces lo necesita. Y en ocasiones, como ésta, sólo se encuentra rebasada por todo lo demás.

La forma del hogarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora