La verdad acerca del futuro

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Geralt, Jaskier y Yennefer
(Adaptación)

Hasta que alguien descubre que los problemas son tuyos y que de buena manera podrían ayudarte en la derrota. Quizá por eso Jaskier pudo ser un mensaje, el pequeño Jaskier, con los enrulados pelos feos en patas y orejas y la mujer de la veterinaria empujándolo, pobre perro, dentro de la jaula, diciendo qué lindo el perrito italiano, mirando a Yennefer para dejarla a ella también tocarlo, halagarlo, dejarla decir qué lindo perrito, qué lindo perrito italiano.

Hasta que alguien descubre.

Ahora, varios años después, Yennefer mira el paisaje por la ventana del Jaguar y no puedo tocarla porque ya no me quiere.

Es abril, es de noche, el camino es la autopista que va a Ezeiza. A esta altura Jaskier, el pequeño perro Jaskier y yo, hemos establecido una amistad inquebrantable y viajamos juntos en la parte trasera del coche. Mientras que el otro Jaskier, el segundo Jaskier, viaja adelante, conduciendo mi auto y Yennefer, en el asiento de acompañante, sonríe y le dice cosas dulces al oído. Yo, con el campo oscuro hacia los lados y la mirada constante de Jaskier, me pregunto si habremos tomado el camino correcto, si será verdad que, como informó Vesemir, en ese pueblo pequeño vive la mejor bruja de Rivia y si esa señora estará dispuesta a arreglar de una vez por todas estos problemas que arrastramos desde hace tanto tiempo.

Varios años atrás, en una ruta parecida pero camino al entierro de un amigo común, yo había tomado la mano de Yennefer y ella, por primera vez, había dejado de mirar el paisaje para mirarme. Más tarde le ofrecí un café y días después veraneábamos juntos en una playa de Skellige. Nos casamos cuando comenzó el invierno y en la luna de miel ella eligió recorrer Redania , empezar por Yspaden y terminar en Murivel. Pero no llegamos a Murivel: una predicción nos detuvo en Oxenfurt.

Nunca suceden acontecimientos inútiles, pero sí acontecimientos que no debieran suceder, y quizá los últimos años de mi vida sean fiel ejemplo de esta observación. En la feria de una plaza de Oxenfurt, en un domingo nublado de poca actividad, Yennefer hermosa se acercó a las carpas de visiones y profecías. Me dijo que entráramos, que era sólo por curiosidad, que nos divertiríamos un rato y después comeríamos algo en algún café. Luego, en una carpa dorada, una mujer tomó sus manos y las apoyó sobre un almohadón cubierto por un pañuelo. Cerró los ojos y frunció el ceño. Yennefer la imitó. Las conclusiones a las que llegó la gitana no podían ser peores: la mía era una mujer sensible y yo un hombre racional que nada entendía del amor. Es decir que yo era el hombre equivocado y Yennefer conocería al correcto de un momento a otro. Alto y atractivo, buen compañero, cuidaría de ella para siempre. Un extranjero leal, lo más probable un redano de Lettenhove que ella reconocería sin esfuerzo. Y yo, compañero de su luna de miel, pagué por la predicción y me esforcé en divertidos temas de actualidad para que el café con tostadas ayudara a olvidar todo y nos trajera el resto del día.

En la mañana siguiente busqué a Yennefer. Recorrí el hotel, los bares de los alrededores, y pregunté por ella a los pocos conocidos locales. La encontré por la tarde, con el pelo cambiado a rubio y la falda nueva y corta, toda vestida en dorado y verde, y enfrenté sus ojos que ya dejaban de mirarme para investigar hacia los lados, buscando a aquel hombre que pronto llegaría. Acento extranjero, redano de Lettenhove, sensible y compañero. Según ella, la ciudad era hermosa y la gente amable y alegre. Varios fueron mis intentos, mis súplicas ya hacia el final, de seguir el viaje o volver a Rivia, pero Yennefer se negaba; el lugar le gustaba mucho y había que disfrutarlo en profundidad, eso decía, decía que a esa altura del viaje era mejor si cada uno salía por su cuenta y visitaba la isla como le pareciera mejor.

A fuerza de presencia, de pasear solo y sin rumbo por los pasillos del hotel, mis conocidos locales terminaron por invitarme a las reuniones del restaurante que da a la calle y que se extendían siempre desde el fin de la tarde hasta la madrugada. No tuve que explicar mucho, ellos mismos vieron a Yennefer sonreír sin mirarme, cantar sola al llegar por la noche y cantar otra vez por la mañana antes de irse.
Una vez, cuando, al ver llegar a Madelaine, todos nos levantábamos ansiosos, me dijeron que en Oxenfurt hay tantas penas de amor como conchas en la playa. Por un momento sentí pena, compasión por Yennefer, encontrar un redano atractivo y compañero no le sería demasiado fácil. Más tarde, cuando llegó llorando con la pintura corrida y el ánimo herido por el disgusto, comprobé lo fácil que era para mí sentirme culpable por las desgracias ajenas.

Lanza una moneda  [One-Shot's]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora