Merlín

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Crossover

El lago estaba encantado. No había duda alguna.

En primer lugar, se hallaba situado junto a la garganta del valle maldito de Cwm Pwcca, el valle misterioso, cubierto por eterna niebla, famoso por sus prodigios y apariciones mágicas.

En segundo, bastaba con mirar.
La superficie del agua era de un azul profundo, exquisito y tranquilo cual verdadero zafiro pulido. Era lisa como un espejo, hasta tal punto que las cumbres de las montañas de Y Wyddfa, que se miraban en él, ofrecían un aspecto más hermoso en forma de reflejo que en la propia realidad. Un viento frío y vivificante soplaba desde el lago y nada perturbaba la digna calma, ni siquiera el chapuzón de un pez o el graznido de un ave acuática.

El caballero se estremeció de la impresión cuando le alcanzó un sonido que viajaba por sobre la superficie del lago. Alzó la cabeza. El caballo relinchó, como confirmando que él también lo había percibido.
Aguzó el oído. No, no era una ilusión. Había escuchado un canto. Cantaba una mujer. O más bien, una muchacha.

El muchacho, como todos los muchachos, había crecido con las canciones de los bardos y los relatos de caballerías. En ellos, nueve de cada diez veces las llamadas o los cantos de una jóvenes mujeres eran cebos, el caballero que iba detrás de sus voces por lo general caía en una trampa. A menudo, mortal.
Pero la curiosidad le venció.
El caballero, al fin y al cabo, no tenía más que dieciséis años. Era muy atrevido y bastante poco juicioso.

El canto que el caballero había escuchado surgía precisamente de aquellas riberas. Y la muchacha que cantaba era invisible. Tiró del caballo, lo arrastró del bocado y los ollares para que no relinchara ni bufara.

La ropa de la muchacha descansaba sobre una de las rocas que estaban en el agua, tan plana como una mesa. La chica, desnuda, con el agua por la cintura, se estaba lavando, canturreando y chapoteando al hacerlo.

La muchacha dejó de cantar por un instante, se sumergió hasta el cuello, salpicó, rebufó y lanzó unas impresionantes maldiciones.

Salió chapoteando del agua, presentándole por un momento al caballero todo su agradable esplendor. Se lanzó sobre la roca en la que estaba su ropa. Pero en vez de cubrirse decentemente con él, ella tomó la espada y la sacó de la vaina con un silbido, aferrando el hierro con una asombrosa maestría. Duró esto tan sólo un corto instante, escondiéndose en el agua hasta la nariz y sacando por encima de la superficie la mano enderezada que sujetaba la espada.

El caballero parpadeó de estupefacción, soltó las riendas y dobló la pierna, arrodillándose sobre la arena mojada. Había comprendido al momento a quién tenía delante.

—Le saludo— murmuró, al tiempo que estiraba la mano—. Es un gran honor para mí... Una gran distinción, oh, Dama del Lago. Acepto esta espada...

Esa voz la había escuchado antes.

—¿Y no podrías levantarte y darte la vuelta? — la joven sacó los labios por encima del agua—. ¿No podrías dejar de mirarme? ¿Y permitirme que me vista?

Él obedeció.

Escuchó cómo chapoteaba al salir del agua, cómo crujía la ropa, cómo maldecía por lo bajo al ponérsela sobre el cuerpo mojado.

—Puedes darte la vuelta

—Dama del Lago...

—Y presentarte

Lanza una moneda  [One-Shot's]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora