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Eleanor

Habían pasado dos semanas, y aún me encontraba en la hacienda de Carlo.

¿Por qué?

Porque sentía algo extraño acerca de él, como si lo conociera de alguna parte, pero no tenía idea de dónde. Debo aclarar que nunca había visto una foto suya antes; era como si algo me susurrara al oído y me alentara a indagar más.

Pero, ¿Debía hacerlo?

Y si lo hacía, ¿desataría un infierno o un paraíso?

Las preguntas carcomían mi ser.

Pero ya no quería más ese sentimiento de no poder hacer lo que quería solo por miedo a lo desconocido.

Para empezar, Carlo debía saber quién era yo.

Salí de la habitación en la que me habían hospedado y me enfoqué en buscarlo. No estaba en la sala de estar, tampoco lo vi en su salón de música, porque sí, tenía uno. En la cocina tampoco se encontraba, pero solo me faltaba un lugar.

El establo.

De camino allí me encontré con Dante, que muy amablemente me invitó a tomar unas copas, pero le dije que lo haríamos después con todo gusto. Él me sonrió y siguió su camino.

Carlo era amante de los animales, pero sobre todo de los caballos. En una de nuestras charlas me contó que amaba salir a cabalgar en medio de los viñedos mientras el atardecer estaba en función; era una de las mejores sensaciones, y creo que eso era lo que iba a hacer en ese mismo instante.

Lo vi acomodar el sillín en un caballo negro, y ahora que lo analizaba, ese era el caballo que estuvo a punto de matarme.

Notó mi presencia y me saludó dulcemente.

—Bella, Eleanor.

Ciao, Carlo. ¿Vas a cabalgar?

—Así es, ya casi empieza el atardecer y no me quiero perder el espectáculo. ¿Quieres acompañarme? —alzó una ceja y pude notar cierta emoción en su voz.

Hice una mueca cuando miré al gran caballo, y él rió.

—Sabes que no soy la mejor montando.

—¡Per favore, Leah! Te daré un caballo más tranquilo, así podrás disfrutar del paisaje.

Me reí por su intento de convencerme y acepté.

—Va bene. —me rendí — Te acompañaré.

—¡Grazie, Dio! — había dicho dramáticamente y luego se perdió unos segundos para después aparecer con una hermosa yegua blanca. — Ella es Molly, es un amor y tiene una belleza que es algo... salvaje.

Fruncí el ceño por su rara descripción del animal.

Me acerqué lentamente, alcé mi mano para acariciarla, pero algo que me tomó por sorpresa es que ella dio unos pasos hacia mí como si rogara porque la tocara.

—Le agradas. —susurró Carlo.

—Eso veo. —toqué la gran melena blanca que cargaba; sus pequeños e inquietos ojos eran hermosos, Molly lucía cariñosa pero a la vez imponente. Una combinación perfecta.

Minutos más tarde, Carlo terminó de preparar ambos caballos; me demoré en subirme al sillín, pero con ayuda de un banco de madera lo logré, y emprendimos camino hacia los viñedos.

Yo me encontraba nerviosa; además, no sabía cómo soltarle la bomba de que era la hija de la mujer a la que más amó y a la que le creó un vino en honor a ella.

𝐌𝐄𝐌𝐎𝐑𝐈𝐄𝐒 𝐎𝐅 𝐔𝐒 | Evan PetersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora