IV

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Zoro se separó lentamente, sintiéndose un poco mareado. Al parecer el alcohol se le había subido a la cabeza. El rubio se veía aparentemente petrificado y al espadachín le hacía algo de gracia eso, o así habría sido si no fuera por las cosas que estaba comenzando a ver:

Una diminuta hada verde, más pequeña que su mano, comenzó a revolotear por la habitación. Su vuelo emitía un zumbido... No, no era un zumbido, era como un sonido chispeante que no lograba descifrar. Se posó en el hombro de Sanji y lo estaba mirando directo a los ojos de forma traviesa.

Las colinas reviven con el sonido de la música —comenzó a canturrear la creatura mientras hacía un bailecito sexy.

El espadachín se llevó una mano a la cabeza, y con la otra comenzó a tantear a su alrededor buscando dónde sentarse. Sanji se estaba riendo, claramente la absenta había golpeado a su amigo.

Al principio tuvo dudas de si Zoro llegaría a sentir los verdaderos efectos de aquella mística sustancia, después de todo, el desgraciado podía beber litros y litros de sake sin emborracharse, pero ahora estaba seguro de que su querida «Fée Verte» no lo había abandonado.

—Creo que me estoy volviendo loco —reconoció sentándose de culo y siguiendo con la mirada el aleteo del diminuto espíritu.

—Es normal —dijo el rubio entre risas— es el efecto de la absenta, voy a buscarte agua.

Mientras esperaba que su amigo volviera, Zoro se acostó en el suelo, cerró los ojos y comenzó a tener extrañas visiones.

Su mente recreó el escenario del Moulin Rouge, podía ver el elegante columpio de Santine descendiendo desde lo alto del techo, pero algo era diferente. En lugar de «ella», quien cantaba y se contorsionaba en el aire era «él», un rubio de ojos azules y cejas rizadas.

Los franceses están contentos de morir por amor, se deleitan en batirse en duelo, pero yo prefiero un hombre que esté vivo y regale joyas costosas —cantaba el exótico bailarín.

Sus largas y tonificadas piernas se elevaban en un movimiento descaradamente seductor. Zoro sintió que le palpitaba la entrepierna y un grueso bulto comenzaba a incomodarle.

El moreno se esforzó por romper el hechizo y abrir los ojos. Aquella visión le gustaba, pero la excitación comenzaba a controlarlo y su disciplina de espadachín le advertía que no estaba en condiciones de manejarse a sí mismo en ese momento.

—Toma —el rubio había entrado al camarote y ahora le extendía un vaso con agua.

Zoro bebió el líquido de buena gana, al tiempo que hacía un movimiento desvergonzado con su mano libre para acomodarse el bulto que tenía en la entrepierna.

El cocinero lo miró con atrevimiento, aquella hinchazón se veía más grande de lo que habría imaginado.

—Te faltan los zapatos —dijo finalmente el espadachín.

Sanji sonrió tímidamente, bajó la mirada y un leve rubor se le formó en las mejillas. Gesto que su compañero no pasó desapercibido.

Sin que ninguno de los dos supiera cómo, Zoro lo había tomado por una de las piernas y lo había tumbado al suelo, haciendo que el rubio quedara acostado de espaldas. La pierna por la que lo había agarrado ahora estaba apoyada en el hombro del espadachín, quien se encontraba encima de él con el rostro peligrosamente cerca de su cuello. ¿Lo estaba oliendo?

El fornido moreno acercó sus labios al cuello terso y pálido que tenía en frente, y lo hizo en un movimiento enloquecedoramente lento.

Sanji nunca había estado con un hombre, ni siquiera había fantaseado con en ello jamás, pero de alguna forma estaba paralizado y con los pezones duros, comenzando a sentir que la sangre se le iba de la cabeza en un erótico descenso al sur.

Zoro no pensaba con claridad, sentía la mente nublada y todavía podía escuchar el sonido chispeante que hacía el hada mientras dejaba estelas de brillo por toda la habitación. Un ansía incontrolable se había apoderado de él y ni con toda su disciplina fue capaz de contenerse.

Atrapó el cuello del cocinero en un beso excesivamente suave, y chupó el lugar donde momentos antes el hada había posado su mano. Sanji tenía un olor varonil que el peliverde no lograba descifrar. Supuso que era el aroma de alguno de los perfumes caros y pretenciosos que le gustaban al rubio, y por primera vez en su vida entendió la relevancia de utilizarlos.

Sanji se dejó hacer; su corazón latía profusamente, pero no era lo único que comenzaba a palpitarle sin control. Además, su cuerpo parecía tener voluntad propia, porque sin él autorizarlo, ya tenía la otra pierna enroscada en la espalda del fornido moreno, y sus labios dejaron escapar un gemino grave y tenue.

—¿Estás borracho? —le preguntó Zoro al oído con voz seductora.

—No...

—Entonces, ¿quieres hacer esto? —continuó el moreno cada vez más cerca del cuerpo del otro.

—Sí, pero no creo que sea el momento, alguien puede entrar y vernos.

Zoro cerró los ojos y suspiró, sabía que era cierto, además no quería hacer sentir incómodo al rubio. Así que se aferró a él unos segundos más, le besó nuevamente el cuello y se separó.

Una vez sentado de rodillas, contempló al hombre que tenía debajo: el escote del vestido se le había movido, dejando al descubierto los duros pezones.

Todavía tenía una de las piernas de Sanji sobre su hombro, así que giró la cabeza y le besó el tobillo, al tiempo que acariciaba la esbelta y suave pantorrilla. Sabía que debería detenerse, pero algo más poderoso que él lo controlaba.

El rubio no le decía nada, solo lo observaba; se veía vulnerable y un pequeño hilo de sangre comenzaba a deslizarse por su nariz. Zoro sonrió complacido, pues sabía que era la reacción natural del cocinero cuando estaba excitado.

Sin pedir permiso, siguió bajando hasta la cara interna del muslo; los besos eran cada vez más hambrientos y eróticos, intercalados con suaves mordiscos y lamidas. Sanji gimió nuevamente, se estaba volviendo loco de deseo.

De pronto, escucharon movimientos en la cubierta. Alguno de sus nakama había regresado al barco. Zoro se puso de pie como un soldado y salió a ver.

—Cámbiate, yo te cubro —dijo antes de cruzar por la puerta del camarote.


Continuará...

Corazón atadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora