VI

534 43 2
                                    

Lo que le molestaba no era que el cocinero lo hubiese rechazado o que le dijera «maricón», esas cosas no lo afectaban; estaba seguro de quien era y no necesitaba la aprobación de nadie. Era la estúpida necesidad que tenía Sanji de mentirse a sí mismo lo que lo enfurecía.

Desde que lo conoció, sintió que era excesiva la forma en que deificaba a las mujeres, pero ahora que entendía que eso era solo una máscara, le parecía aún más estúpido.

Zoro era un hombre simple y no le importaba el origen de las personas, su dinero o sus modales. Lo que le demostraba si una persona era valiosa o no, eran los 7 principios con los que regía su vida: integridad, respeto, valor, honor, compasión, honestidad y lealtad.

Tristemente, aquel hábil moreno sentía que Sanji aplicaba esos principios con todos, excepto consigo mismo.

Salió de la cocina calmadamente, su carácter samurái lo protegía en momentos así; quizás otra persona habría actuado de forma emocional, pero él no. El cazador de piratas siempre mantenía una actitud estoica ante los problemas y no tenía intención de que eso cambiara.

Supuso que el rubio tendría sus motivos, después de todo, quién era él para decirle qué hacer o cómo comportarse. Si Sanji quería seguir negando su naturaleza, eso no era problema suyo.

Le gustaba muchísimo el cocinero de mierda, pero no toleraba a las personas cobardes.

Esa misma tarde, cuando el sol comenzaba a declinar en el horizonte, Zoro observó la silueta de Franky regresar al barco luego de una intensa tarde de "espionaje" en Dressrosa.

El ciborg traía consigo unas diminutas bolsas de compra que se veían ridículas en comparación con su enorme tamaño.

—Mira esto, Zoro—bro —dijo mientras alzaba con ambas manos una tanga masculina que se acababa de comprar.

Era diminuta, roja y con puntos negros.

—Y eso no es todo —sacó otra, igualmente roja pero, en lugar de puntos, tenía estampado un toro.

Zoro se echó a reír ante la estupidez de su nakama.

El tipo se sentía orgulloso de andar en tangas y sin pantalones. Eso al espadachín le parecía respetable, ya que demostraba lo seguro que estaba de sí mismo, sin importar lo que los demás pensaran de él.

—Deberías probarlo algún día —le dijo sinceramente.

—¿Qué cosa? —preguntó Zoro.

—Las tangas —dijo al tiempo que le lanzaba la prenda que tenía el toro estampado.

El peliverde atrapó el pedazo de tela con una de sus manos y lanzó una carcajada en respuesta.

—Es la mayor libertad que puede experimentar un hombre —continúo el Ciborg.

—Yo no tengo esa clase de ataduras —respondió Zoro con una sonrisa astuta.

Esta vez fue el ciborg quién se carcajeó, comprendiendo a cabalidad lo que el peliverde le estaba insinuando: Zoro no usaba rompa interior.

Pasada la medianoche, Sanji volvió al Sunny. En la cubierta del barco encontró a Zoro durmiendo despreocupadamente: estaba semisentado empuñando una botella de sake vacía, y del bolsillo de su pantalón se asomaba un trapo rojo.

Se agachó para quedar a su altura y tomó cuidadosamente la tela. Parecía una de las tangas de Franky.

El peliverde abrió los ojos y le quitó la prenda de las manos. Se levantó para irse, pero el otro hombre lo detuvo por el brazo, haciendo que se le erizara la piel.

Corazón atadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora