Capítulo 9

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Para mantener un registro de todas sus ejecuciones, Sydney se hizo un informe personal usando su computadora. En él, puso el nombre, descripción física, los crímenes y la manera de morir de cada uno de sus objetivos. Añadió los documentos enviados por Joshua a cada perfil y los mantuvo a todos bien separados y ordenados en una amplia variedad de carpetas.

La más nueva adición a dicho informe había sido una mujer llamada Susan Taylor Greene, acusada de maltratar a sus hijos y de ofrecerlos como "bienes" a pedófilos, a cambio de dinero vivo.

Sydney hizo con ella algo similar a lo que había hecho con Matthew Quaker. Le pidió al DPI el uso temporario de una identidad falsa para contactar a Susan, le ofreció una suma más que generosa para pasar dos horas a solas con sus gemelos, y así que los tuvo para sí mismo, abrió la ventana de la habitación facilitada por la mujer para su uso y les dio órdenes de huir. En la calle trasera, dos agentes del DPI esperaban por los chicos. Sydney apuntó a la furgoneta y les prometió que ahora estarían a salvo. Aterrados, pero desesperados por huir de aquella casa de horrores, le hicieron caso y corrieron a la dirección señalada.

Él cerró la ventana con un exhalo apenado, los observó con atención hasta que llegaron a los agentes en la distancia, y tan solo entonces se permitió proseguir con la misión.

Antes de llegar se había metido una pistola en la pretina de su pantalón, tras su espalda, y había ocultado el arma con su abrigo largo. La quitó de ahí al fin, le removió el seguro, y caminó a la sala de estar, donde Susan, su pareja y alguno de sus otros clientes estaban conversando.

Cada bala en la pistola de Sydney fue bien aprovechada. No hubo intento de defensa, ni manera de contratacar. Él mató a todos con rapidez y eficiencia.

Bueno, a todos menos Susan.

Al tenerla sola para sí, volvió a ponerle seguro a su arma, la ocultó en sus pantalones, y cerró sus manos en puños. Los guantes que llevaba puesto aquel día eran especiales. Estaban revestidos de acero en los nudillos.

Tal como ella lo había hecho con sus niños, él la molió a golpes.

Y no se sintió ni un poco mal por ello, luego de matarla y echarle un vistazo a sus alrededores. Había cadenas en las camas de los mellizos. Casi toda la comida de la cocina estaba podrida. Cucarachas caminaban por doquier y el olor a mierda en el aire era incomparable al de cualquier desagüe que Sydney ya había olido en su vida. Aquella casa no era un lugar digno para esas pobres almas. Y aquella vil mujer no era digna de ser su madre, ni de vivir para alegar lo contrario.

El sicario estaba terminando de añadir la foto de la rubia a su informe cuando sintió algo frotar contra su pie. Miró abajo y vio a su gato, Salem, pidiéndole cariño. Incapaz de rechazar al felino, él lo recogió del suelo y lo puso sobre su escritorio. El animal se sentó al lado de su computadora y dejó que Sydney jugara con su pelo, rascando su espalda y su cuello con delicadeza.

—¿Quieres galletas?

Al instante, abrió uno de los cajones a su derecha y sacó una bolsita de snacks de salmón que a Salem le gustaba. El gato soltó un maullido agudo, como alentándolo a abrir luego el paquete, y devoró la comida en un pestañeo.

Luego ronroneó, cruzó por encima del teclado de Sydney y saltó del escritorio a una estante cercana. Mientras el gato se acostaba en su cima, el celular del sicario vibró.

Eran Chris y Juan, los otros veteranos con los que había trabajado a unas semanas atrás.

Al parecer, Joshua les había entregado su número de celular y ahora los dos querían juntarse con él para comer hamburguesas.

—¿Qué carajos?... —se rascó la cabeza, entre confundido y desconfiado.

No alcanzó a terminar de hablar; el director también le escribió:

Santo SicarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora