8. Bienvenida, Roma

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Pues sí, iba a meter en mi casa durante tres meses a una cría de cinco años a la que no conocía y en un país nuevo para ella, ¿y qué?

Cuando terminé de hablar con mi hermano, me puse a buscar un nuevo apartamento como un loco. No podía instalarla con Fran, más que nada porque no había espacio suficiente para tres personas a pesar de que él llevaba dos días desaparecido, aunque me importaba lo más mínimo.

Por suerte, encontré un piso bastante económico de dos habitaciones cerca de allí... en concreto, en el edificio de Dena, lo que me recuerda que debo mencionar que no había hablado con ella desde nuestra conversación en el coche.

Os podéis hacer una idea de cuál fue su cara cuando me vio subiendo muebles al apartamento que había justo en frente del suyo.

—¡Hola, vecina!

—Estás de coña —dijo, flipando.

—Qué va. Es una larga historia. Ven, entra a mi nueva casa y nos tomamos unas cervezas.

Se lo conté todo al detalle, mientras ella asentía y bebía pequeños sorbos de su lata. Cuando terminé de fardar de mi hermano y de explicarle lo nervioso que estaba porque no sabía lidiar con una niña pequeña, por fin habló.

—Sobre eso, no te preocupes. Es fácil, solo dale lo que te pide y si llora, le compras algún juguete nuevo y ya.

—Magnífica idea sobre tratar a un bebé.

—No es un bebé, idiota, tiene cinco años.

—Hablas cómo si la conocieras...—suspiré—. No sé qué coño voy a hacer, te lo juro.

—Para empezar, mejorar tu lenguaje si no quieres traumar a la niña. Yo te acompañaré al aeropuerto.

En un visto y no visto, ya estábamos esperando a Roma en el aeropuerto de Estocolmo. Me llegó un mensaje de Luca, que ignoré completamente; no por odio ni por rabia, que seguramente sería lo que pensaría él, sino porque estaba atacado. También ilusionado porque, joder, era mi sobrina. Era una cría que compartía mi sangre y no sabía como sentirme. Tampoco sabía si podía quererla sin conocerla, o si ella me iba a querer a mí.

Me puse aún más nervioso cuando el altavoz anunció que el vuelo de Madrid ya había aterrizado. Comencé a dar vueltas alrededor de Dena, quien me miraba divertida y negando con la cabeza.

—Relájate, hijo, que estás esperando a tu sobrina. 

—¡Pues por eso mismo estoy así! ¿Qué hago? ¿La abrazo? ¿Le doy la mano? ¿Le hago una reverencia? ¿Le beso los pies?

—¡Se te ha ido la cabeza! —exclamó mi amiga al mismo tiempo que soltaba una carcajada. Entonces, una sensación extraña recorrió todo mi cuerpo. Era un sentimiento de conexión, algo... extraño.

Inconscientemente me giré y la vi. Una niña pequeña con el pelo naranja brillante, cortado en una melena y la piel pálida como la de toda la familia Molina. Desde la distancia no pude reconocer el color de sus ojos, pero más tarde descubrí que eran tan grises cómo los míos. Una pequeña sensación de orgullo me invadió.

Iba vestida con unos pantalones largos de chándal negros, unos zapatos deportivos azules de los que sobresalían los calcetines. Me llamó la atención ver que uno de ellos era rosa y el otro amarillo: al parecer había heredado la estúpida costumbre que yo había tenido de pequeño también de combinar unos pares de calcetines con otros. Llevaba un chaquetón que le quedaba bastante grande de color rosa, cuyas mangas escondían a media los guantes grises que le resguardaban las manos del horrible frío que hacía. Una bufanda de colores intercalados le cubría la mitad de la cara, que estaba ruborizada por culpa de la baja temperatura, y en lo alto de la cabeza tenía un pequeño gorro rosa con un gran pompón del mismo color.

Efectivamente, la acompañaba una mujer bastante alta, morena y trajeada, con un semblante aparentemente serio. Llevaba lo que supuse que era la maleta de mi sobrina, que no era para nada pequeña, de color rosa. Entonces me alegré de seguir la recomendación de Dena y pintar lo que iba a ser la habitación de la niña de color rosa, porque parecía que le gustaba.

Entre los dos la habíamos decorado con juguetes, alfombras, un espejo... Incluso le había comprado ropa, aunque al ver lo pequeñita que era para su edad, imaginé que no le quedaría bien.

Parecía que ambas estaban buscándome entre la multitud de gente que había en el aeropuerto. La azafata se asustó cuando la niña se soltó del agarre de su mano y salió corriendo en mi dirección. No sé quién estaba más sorprendido de los dos, pero juraría que yo, porque mi cara cuando la niña se lanzó encima mía gritando era para haberle hecho una fotografía.

—¡TITO! ¡ERES TÚ!

Me quedé completamente inmóvil mientras la niña permanecía enganchada con brazos y piernas a mi rodilla. La azafata se acercó mientras Dena sonreía, con un aire triste en su mirada.

—¿Es usted Adriel Molina?

—Sí, soy yo, hermano de Luca —casi me costó admitir que compartíamos sangre.

—Perfecto. Le enviaré un mensaje a Luca diciéndole que Roma ha llegado...

—Ya lo hago yo, no se preocupe. Gracias.

Asintió en forma de despedida, le dio un seco abrazo a la niña y se fue.

—Bueno... Roma, ¿vamos a tu nueva casa?

—¡Sí! —gritó, contenta—. ¿Hay mucha nieve?

Miré a Dena, porque yo había estado demasiado nervioso como para fijarme en la cantidad que había.

—Pues sí, estamos en plena temporada de nevadas.

—¡Bien! —pegó tal chillido que creo que tanto mi amiga como yo nos quedamos sin tímpanos. Estaba bastante emocionada, y lo estuvo aún más en el coche, cuando, atada a la sillita que le habíamos comprado, miraba como loca por la ventanilla. Quería bajar y hacer un muñeco de nieve, según nos dijo, pero le aseguré que iríamos al día siguiente, que antes tenía que instalarse en su nuevo hogar temporal.

Nos estuvo contando prácticamente toda su vida. Me tensé cuando empezó a hablar sobre mi hermano; decía que sus padres estaban todo el día trabajando, y que cada día tenía una niñera diferente que se sentaba a ver la tele, ignorándola y sin jugar con ella. Decía que se aburría en casa, pero que como estaba acostumbrada a jugar sola no le importaba. Me prometí a mí mismo que esos iban a ser los mejores meses de su vida. ¿A qué clase de padres se les ocurría tener a la niña así, completamente abandonada y sin nadie que la entretuviese? Definitivamente, mi hermano mayor se llevaba el premio al gilipollas del año.

—La abuela me ha hablado de ti también, aunque mi papá no, pero...

—¿La abuela? ¿Mi madre?

—Sí, claro. A no ser que seas adoptado, porque entonces...

—¿Qué te ha contado sobre mí? —pregunté, entre asustado y mosqueado. ¿Quién se creía para hablarle de mí a una niña a la que ni siquiera conocía ni sabía que existía? Desde luego, cuando la viera le iba a decir unas cuantas cositas...

—... entonces tu abuela sería la mamá de tu papá o de... —puse los ojos en blanco, desesperado, cuando ella siguió hablando de adopciones.

—Ey, Roma. ¿Qué te ha dicho la abuela de mí? —insistí.

—Pues... Me dijo que eras su hijo. Te describió así —me señaló—, como eres. También me contó que eras el más pequeño, aunque eres mucho más grande que papá y que el tito Marco. Dijo que eras gracioso, pero no lo pareces...

—¿Que no soy gracioso? —negó con la cabeza, riendo, en forma de respuesta—. Cuando lleguemos te vas a enterar, renacuaja.

—No me dijo nada más; solo que eras divertido, valiente, fuerte...

Medité unos instantes las palabras. Valiente. Fuerte. Así me había descrito mi madre. Desde luego que huevos no me faltaban: había tenido los cojones de irme a otro país, sin apenas equipaje y solo, durante seis meses en un mundo nuevo y desconocido para mí. Y fuerte... nada que comentar al respecto.

Pero vaya que si lo era.

Lo efímero de nuestra historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora