10. Enamorarse

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Efectivamente, al día siguiente Dena y yo tuvimos que llevar a la niña a la nieve. Era domingo, por lo que mi amiga no trabajaba, así que a eso de las siete y media de la mañana salimos en su furgoneta hacia la montaña en la que vimos la aurora boreal aquel maravilloso día.

Ay... ese día.

¿Cómo me lo tatúo?

Subimos a ese sitio más que nada porque en la ciudad no había mucha cantidad; es decir, haber había, pero no tanto como en la cima de un monte.

Desde dentro del coche se notaba el brusco cambio de temperatura tras una larga curva en la carretera. Yo estaba tiritando, mientras que mi sobrina gritaba emocionada mirando por la ventana, deseando abrir la puerta y salir corriendo a hacer muñecos y ángeles de nieve. Yo solo quería que ese infierno acabara ya. Suficiente nieve por hoy.

Tras una arriesgada maniobra para un suelo resbaladizo y nevado, Dena aparcó entre dos coches justo delante del peligroso acantilado. En cuanto quitó el seguro de las puertas, Roma volvió a chillar, esta vez con la adrenalina en las venas, y saltó de la furgoneta lanzándose sobre la masa blanca que inundaba Estocolmo.

—¡Roma, tranquilízate, jod...!

—¡ADRIEL! —me paró Dena antes de pronunciar aquella palabra malsonante.

—Perdón, perdón... Roma, cariño, hazme el favor de bajar esa hiperactividad e intentar relajarte.

—¡Nunca había visto la nieve... —gritó, cogiendo con cada mano un puñado de esta—, es tan... tan... blandita, blanca y fría!

Dena negó con la cabeza mientras yo me mordía la lengua para no responderle con un: lo gracioso sería que estuviera calentita. Nos sentamos en el maletero del coche observando como mi sobrina corría de aquí para allá lanzándose a sí misma...

—¡GUERRA DE NIEVE!

Creo que no hace falta que describa de qué manera acabamos los tres sacando lo que ya os imagináis del maletero del coche.

—Lo siento, tito... —se disculpó mi sobrina por séptima vez. Dena y yo no habíamos tenido la oportunidad de refugiarnos ni defendernos de su repentino ataque, por lo que se nos ocurrió la maravillosa idea de entrar en el vehículo. Maravillosa, sí...

—No pasa nada, Roma.

—Es que...

—Calla y saca nieve.

Cuando terminamos, decidimos que la decisión más apropiada sería irnos a casa. Eso hicimos. Cuando llegamos, sobre la hora de comer, Dena se fue.

—Eh... hoy no me voy a poder quedar a comer con vosotros. Tengo cosas que hacer.

—¿Estás bien? —parecía haber perdido todo el color de la cara en ese momento. Me levanté del sofá y me acerqué a ella, apartado de mi sobrina, para hacerle entender que si me quería contar algo sin que lo oyera la niña, ese era el momento.

—Si, sí; ya nos veremos.

—¿Qué vamos a...?

—Espera, Roma —la interrumpí—. Que el pesado de tu padre no para de escribirme.

Ella se empezó a reír.

—Lo has insultado.

—¿Qué? ¡No! Pesado no es un insulto —aclaré rápidamente. 

—¿Y entonces qué es?

—Es... una cualidad.

—¿Qué es una cualidad?

Lo efímero de nuestra historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora