12. Confesiones a contrarreloj

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—Mi madre murió poco después de que yo cumpliera los dieciséis, el veinticinco de febrero, cuando yo cursaba cuarto, a punto de graduarme.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El veinte del mismo mes, ¿el tuyo?

—El dieciocho de noviembre.

Asintió y siguió.

—Como comprenderás, mi mundo se fue a la mierda. Repetí porque me desentendí totalmente de los estudios. Los profesores lo entendieron y, como pasaba a Bachillerato, decidieron que lo mejor para mí era repetir ese año. Por eso me gradué con diecisiete. Mi hermana es mayor que yo por cinco años: entonces tenía veintiuno. Su relación con mamá... no era del todo perfecta, ya me entiendes; así que no me tomes por nada si te digo que no le afectó tanto como a mí su muerte. Le dolió más la de papá. Se suicidó en verano, concretamente el treinta de julio. Él... supongo que no soportó la idea de que la mujer de su vida se hubiera ido y pensó más en su paz mental que en la de sus hijas. No lo culpo, porque yo me hubiera sentido capaz de hacerlo si no fuera por mi abuela y mi hermana.

Tragué saliva nervioso al imaginarme a una Dena pequeñita y rota. Pobrecita...

—A partir de entonces, mi relación con Sofía, mi hermana, fue creciendo. Nos hicimos inseparables; supongo que el dolor de las mayores pérdidas de nuestras vidas hizo que nos necesitásemos aún más la una a la otra. Vivíamos con mi abuela, que no era muy mayor y podía cuidar perfectamente de nosotras. Ahora es la única familia que me queda... y que me quiera. 

Hizo una pausa, con los labios y la voz temblorosa al decirlo todo de golpe. Tenía la mirada perdida en Dios sabe dónde, y parecía estar pensándose si continuar. 

—Todo se jodió cuando Sofía decidió que era mejor opacar el dolor saliendo de fiesta que yendo a un maldito psicólogo, o... o... —suspiró, frustrada—. Cuando llamaron a casa de madrugada preguntando si era familiar de Sofía Gómez, todo a mi alrededor se paró. Creí... creí que la perdía... No lo hubiera soportado.

—Pero, ¿qué pasó?

—Exceso de alcohol —negó con la cabeza, aparentemente decepcionada—. Se le fue de las manos, y a mí se me fue la cabeza gritándole como una loca que si volvía a poner en riesgo su vida de ese modo, no le iba a volver a hablar.

—¿Y...?

—Sí, lo hizo. Sí, dejé de hablarle. Pensé... quizá pensé que, sin hablarnos, si le pasaba algo iba a doler menos, pero creo que me dolió más su ausencia en mi vida que el hecho de que pudiera ocurrirle cualquier cosa... Entonces traté de recuperar nuestra relación, al mismo tiempo que intentaba sacar adelante el año de instituto echado a perder y mi vida. Lo conseguí. Me gradué con todas las asignaturas recuperadas con buena nota. Mi hermana dejó de salir tanto y no volvía a la casa tan borracha ni tan tarde. Todo era perfecto... hasta lo de mi graduación. Ahí me harté y ya cualquier contacto que había entre las dos se fue a la mierda, pero esta vez de verdad: sin vuelta atrás. 

—¿Pero durante ese año antes de que cumplieras la mayoría de edad...?

—Yo con mi abuela, ella con quién sabe quién en un apartamento alquilado en Madrid. 

—¿Desde entonces no os habéis vuelto a hablar?

—No... —pude notar la pena y el arrepentimiento en su voz—. Mi abuela sigue viviendo en la misma casita que hace unos años. Yo... no hice Bachillerato. Dejé los estudios porque sabía que no estaba hecha para eso después de todo, que no podía permitirme otro año más así. Mi abuela... ella me apuntó a una escuela de canto —se sonrojó y no pude evitar interesarme aún más.

Lo efímero de nuestra historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora