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Noah estaba harto.

No soportaba un segundo más en ese lugar, y haría lo que fuera con tal de salir de ahí.

Él y Bob avanzaban dando por el cielo de la caverna sobre el lomo del drakon; el aire era denso y frío, y en el suelo se alternaban las parcelas de rocas puntiagudas con los charcos de fango.

—Este sitio es peor que el río Cocito —murmuró, mirando el paisaje desolador debajo de ellos.

—Sí —contestó Bob alegremente—. ¡Mucho peor! Eso significa que estamos cerca.

A Noah ya no le importaba si iban a un lugar peor que en el que ya se encontraban, lo único que quería era volver a ver la luz del día, sentir el calor del sol y saludar a las estrellas.

Apretó el collar de Percy y acarició el anillo de Nico. Pronto, pronto volvería a verlos.

Palmeó el lomo el drakon y siguieron avanzando. Entonces la oscuridad se dispersó emitiendo un gran suspiro, como el último aliento de un dios moribundo. Delante de ellos se abría un claro: un campo árido lleno de polvo y piedras. Noah le indicó a su nuevo amigo que descendiera a nivel de suelo. En el centro, a unos veinte metros de distancia, había una espantosa figura de mujer arrodillada, con ropa andrajosa, miembros esqueléticos y piel de color verde correoso. Tenía la cabeza agachada mientras sollozaba en voz baja, y el sonido quebrantó toda la cordura que quedaba en su cuerpo.

Aquella mujer derramaba lágrimas como si llorara la muerte del mundo entero.

—Ya hemos llegado —anunció Bob—. Aclis puede ayudarte.

Bob descendió del drakon y avanzó. Noah se sintió obligado a seguirlo, palmeando un poco las fauces de su amigo alado para que se quedara tranquilo en lo que ellos volvían. Por lo menos esa zona era menos oscura; no estaba exactamente bien iluminada, pero había una espesa niebla blanca.

—¡Aclis! —gritó Bob.

La criatura levantó la cabeza, y el estómago de Noah gritó: «¡Socorro!». Su cuerpo era horrible. Parecía una víctima de la hambruna: miembros como palos, rodillas hinchadas y codos nudosos, harapos que hacían las veces de ropa, uñas de manos y de pies rotas. El polvo cubría su piel y se amontonaba en sus hombros, como si se hubiera duchado en el fondo de un reloj de arena.

Su cara era desoladora. Sus ojos hundidos y legañosos lloraban a mares. La nariz le moqueaba como una cascada. Su ralo cabello gris estaba enredado con mechones grasientos, y tenía las mejillas llenas de raspazos y manchadas de sangre como si se hubiera arañado.

Noah apenas soportaba mirarla a los ojos, de modo que bajó la vista. Sobre sus rodillas había un antiguo escudo: un maltrecho círculo de madera y bronce con un retrato pintado de la propia Aclis sosteniendo un escudo, de modo que la imagen parecía perpetuarse eternamente, cada vez más pequeña.

—Conocí al dueño de ese escudo —murmuró Noah.

—El escudo de Hércules —dijo gimiendo la vieja bruja—. Él me pintó en la superficie para que sus enemigos me vieran durante sus últimos momentos de vida: la diosa del sufrimiento —tosió tan fuerte que a Noah le dolió el pecho—. Como si Hércules supiera lo que es el auténtico sufrimiento. ¡Ni siquiera es un buen retrato!

—¿Qué hace aquí su escudo? —preguntó Noah.

La diosa lo miró con sus húmedos ojos lechosos. Las mejillas le empezaron a chorrear sangre y mancharon su andrajoso vestido de puntos rojos.

—Él ya no lo necesita, ¿no? Vino aquí cuando su cuerpo mortal se quemó. Un recordatorio, supongo, de que ningún escudo es suficiente. Al final, el sufrimiento se apodera de todos ustedes. Hasta de Hércules.

SECOND CHANCE // NICO DI ANGELO Y PERCY JACKSON Donde viven las historias. Descúbrelo ahora