capítulo 3

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Maia

En cuanto desperté, mis ojos dolieron al ver directamente la luz de una habitación desconocida, lo que causó un dolor insoportable en mi cabeza. Los recuerdos de lo sucedido vinieron a mi mente como un flashback. Me incorporé de inmediato al pensar si Zeus estaba bien. No tenía ni idea de cómo llegué al hospital, pero recordé al hombre que vi antes de cerrar los ojos. No logro recordar sus facciones, solo el color de sus ojos: eran verde esmeralda. Eran hermosos, pero no debía pensar en eso ahora. Estaba sentada y miré a mí alrededor. Tenía una venda en la muñeca, un parche en la cabeza y una aguja insertada en mi brazo. A mi lado, en la pared, había un reloj que marcaba las ocho y media de la mañana. Me volví loca al ver la hora; estaba intentando sacar el suero de mi brazo cuando entra una enfermera.

—Has despertado, ¿cómo te sientes? No deberías sacar la aguja de tu brazo. Aún no estás en condiciones para irte —dijo.

—Me siento bien. Necesito irme, no puedo quedarme acá.

Ella siguió diciendo que no podía irme, pero no la estaba escuchando. Solo podía pensar en Zeus, sin tener idea de dónde estaba.

La enfermera llamó a alguien, y no me importaba si era algún médico que dijera que no podía irme; tenía que ir a buscar a mi perro, y no tenía ni idea de dónde encontrarlo. Lo que más me asustaba era que se hubiera perdido. Estaba lista para irme cuando entra un hombre en la habitación y la enfermera se va.

—No puedes irte hasta que lo indique el médico; aún no estás bien —dijo.

Reconocí esos ojos verdes; era el hombre que vi antes de desmayarme. Ahora lo podía ver mejor: era alto, creo que medía un metro ochenta, tenía el pelo negro, un poco largo, la mandíbula marcada, delgado, pero con bastante musculatura.

—Me encuentro bien. Tú debes ser quien me atropelló —no me dejó terminar de hablar.

—Te atropellé por accidente, además tú fuiste la imprudente. Si no hubieras sido tan irresponsable, tú y tu perro estarían bien —dijo. Me asusté cuando insinuó que Zeus no estaría bien por mi culpa.

— ¿Qué le pasó a Zeus? ¿Está bien? ¿Dónde está? —Era inevitable no sentirme intimidada por su mirada; parecía molesto por estar aquí.

—No te preocupes, tu perro está bien —comentó. Sentí un alivio enorme al oír eso. Decidí retomar la conversación.

—Por cierto, en ningún momento dije que haya sido tu culpa el accidente, y no deberías interrumpir a las personas mientras hablan. Eso es de mala educación. De todas formas, quería darte las gracias por traerme al hospital.

—Al menos eres consciente de que fue tu culpa —respondió.

¡Qué persona tan desagradable!

— ¿Sabes dónde está mi perro? ¿Qué hiciste con él? —pregunté. Su mirada se puso más seria, y de una manera nada educada me cuenta lo sucedido.

—Tu perro pulgoso está bien. Por cierto, deberías educarlo mejor.

Lo miré confusa, no entendía qué quería decir.

—Orinó en mi auto y no dejaba de ladrar mientras te traía. En un momento, cuando iba a tocarte para ver si respirabas, casi me muerde —dijo.

Sonreí cuando dijo que Zeus casi lo muerde; siempre me protege. Me dio pena pensar en lo asustado que debió estar. El hombre frente a mí frunció el ceño.

—¿Te parece gracioso que haya orinado mi auto y que casi me haya mordido? —preguntó.

—No me causa gracia eso. Lamento si fue mucha molestia; cuando está muy asustado, a veces se orina, y seguramente casi te muerde porque creyó que me harías daño —comenté. — ¿Dónde está mi perro en este momento? —pregunté.

—Está en mi auto, encerrado —lo dijo como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Estás loco? ¿Eres imbécil? ¿Hace cuánto está ahí? Debe tener sed, ganas de orinar... No debes dejar a los perros encerrados en un auto. Es peligroso —hablé molesta.

—Lo bajé hace un rato para darle agua y para que hiciera sus necesidades. Además, tenía los vidrios del auto lo suficientemente bajos para que le entrara aire.

Sentí alivio al escuchar eso. Decidí irme del hospital; me sentía bien y necesitaba ver con mis propios ojos que mi perro estaba bien.

—Ya me aburriste. Si quieres irte, hazlo. Ya cumplí con traerte al hospital; no haré nada más por ti. Ve por tu perro y vete. No quiero volver a verte, ya estoy lo suficientemente estresado como para lidiar contigo —dijo.

Dios mío, ¡qué persona más desagradable! Me sentí horrorizada al darme cuenta de que yo trataba a las personas igual que él. Entonces pensé en aquellas a las que he sido desagradable; se sentirán igual que yo en este momento... mal. Pensar que para este hombre he sido un problema, lo cual es cierto. Si no hubiera sido tan irresponsable, nada de esto habría sucedido. Pero dolía saber que para todos era un problema.

Tomé mis cosas y salí de la habitación.

—¿Dónde está tu auto? —pregunté.

—Está acá, fuera del hospital —contestó.
—eso es obvio— digo con sarcasmo, se voltea y me mira como si quisiera matarme.

Llegamos al estacionamiento y vi a mi hermoso perro, quien al verme movió la cola muy emocionado. Me encantaba pensar que era el único feliz de verme siempre. El hombre abrió la puerta de su auto y Zeus bajó corriendo. Se lanzó encima de mí, lo cual casi me hizo tambalear y caer, pero el chico frente a mí tomó la correa y le ordenó que se calmara y se sentara, lo cual extrañamente hizo que mi perro obedeciera. Él no suele obedecer a nadie que no sea yo. Abrí la boca, sorprendida.

—¿Cómo es posible que te haya obedecido si dijiste que orinó en tu auto? —dije.

—En las horas que estuve aquí, tuve que estar cerca de esta cosa peluda, así que hice que me obedeciera —contestó.

—¿Por qué no esperaste dentro del hospital? —pregunté.

—Eso no es de tu incumbencia —no me sorprendió su respuesta.

—¿Acaso lo golpeaste para que te hiciera caso? —dije sin rodeos.

Él me miró sorprendido, pero al instante volvió a ponerse serio.

—¿Estás loca? Puede que no sea fan de los animales, pero jamás les haría daño —comentó.

Me entregó a Zeus, quien ya no estaba tan emocionado como antes. Él se giró para irse.

—Oye, ¿cuál es tu nombre? Al menos así puedo saber quién me ayudó —pregunté. No sé por qué quería saber su nombre si no lo volveré a ver.

Zeus se acercó y le lamió la mano, como si se estuviera despidiendo de él.

—No necesitas saber mi nombre, no nos volveremos a ver, así que no hay necesidad de que lo sepas. Adiós, y procura ver por dónde caminas —dijo, y se dirigió hacia su auto, desapareciendo de mi vista.

Un Invierno a tu ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora