2 | Tulipanes amarillos

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LEA

Cuando cayó la tarde mi abuelo y yo nos sentamos en el porche a disfrutar de la tranquilidad. Ese lugar te transportaba a una ingente calma que ningún otro sitio me podía proporcionar.

Sentada a su lado me sentía la nieta más afortunada del mundo. Nuestras miradas estaban puestas en el horizonte. Un atardecer precioso inundaba nuestro campo de visión creando una tonalidad de colores anaranjados y rosáceos que envolvían el ambiente. Sentí la necesidad repentina de que me volviera a explicar una de las anécdotas más bonitas que tenía junto a mi abuela. Bajo la luz del atardecer y nuestras miradas puestas en el cielo. Como si recordarla pudiera hacer que ella estuviera con nosotros en ese mismo instante. Así que sin importar las veces que la había escuchado, le pedí que, una vez más, me la volviera a contar.

—Aquella tarde estaba muy nervioso, tan nervioso que me sudaban las manos y a cada metro tenía que secármelas en los pantalones de pinza, que me había comprado solo para ocasiones especiales. Pero aquella ocasión lo merecía.

Tu abuela estaba preciosa, llevaba el pelo en una especie de recogido que solía hacerse para que el pelo no le molestara, siempre se ponía muy nerviosa cuando algún mechón se le escapaba.

Llevábamos saliendo un par de semanas juntos, habíamos ido al cine alguna vez y nos encantaba hacer el camino que hay hasta el lago, solía descalzarse y mojarse los pies, aunque el agua estuviese helada. Me gustaba llevarla allí, sabía que le encantaba y eso me hacía tremendamente feliz. Debo admitirte que yo supe que estaría con tu abuela desde el primer día que la oí reír y la imagen de sus labios pintados de carmín se quedó grabada en mi cabeza. Pero esas semanas conociéndola, reafirmaron la idea de que Grace era la indicada.

No soy muy detallista, ella lo era mucho más que yo, pero ese día quise sorprenderla. Antes de ir a buscarla me pasé por la floristería que hay en el pueblo y compré un ramo de tulipanes amarillos. Bajé la calle hasta donde habíamos quedado temblando como un flan, el corazón me palpitaba a toda velocidad y tenía la boca más seca que un zapato.

Te lo prometo Lea, nunca había sentido lo que era el vértigo hasta que la vi aquel día.

Llevaba una blusa blanca y una falda de cuadros escoceses, me esperaba sentada en un banco con la mirada perdida. Ella vivía en su mundo, siempre estaba allí. Me acerqué con las flores y antes de que pudiera decirle lo que llevaba preparándome toda la mañana se abalanzó sobre mí y me dio un beso en los labios, el beso más dulce que me han dado jamás. En ese momento todo se desvaneció, los nervios, el miedo y el mundo. Solo me importó a que sabía su boca. Desde ese momento me volví adicto a su sabor para siempre.


Es impresionante como la mente guarda cada detalle de los momentos más especiales que vives a lo largo de tu vida, cada sensación, cada mirada, cada precisión con tal de que lo puedas revivir todas las veces que desees. Mi abuelo recordaba cada momento que había marcado la historia de amor con mi abuela como si se tratase de un recuerdo reciente, como si se tratase de un libro que se acababa de terminar, pero la mente es igual de caprichosa que la vida y no todo el mundo alberga todos los recuerdos que ha vivido a la perfección, no todo el mundo tiene la memoria suficiente para acordarse de absolutamente todo y mucho menos él.


— ¿Sigue siendo ella, ¿verdad?

—Nunca dejará de serlo.

El lago de los corazones vacíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora