09: una encomienda

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glosario al final del capítulo

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—Médico Kangdae... ¡Médico Kangdae!

El ocaso se ocultaba en el horizonte marino junto a la Casa Kisaeng, forsitias llorando con el viento donde el joven aprendiz de médico veía con desolación el pasto. No escuchó la voz de Heena.

—¡Médico Kangdae! Soy yo, Heena.

Se volvió hacia la voz sólo porque percibió sus delicadas pisadas cerca a su cuerpo tembloroso. Entonces, hipervigilante, aunque el resto de sus sentidos estuvieran entumecidos, miró a todas partes con el susto de que algún guardia de la Casa lo viera.

—Heena Noona.

—Kangdae, no te preocupes. Nadie vino conmigo. ¿Te encuentras bien? Se te ve algo nervioso.

Kangdae forzó una sonrisa en los labios y asintió. No era necesario que le dijera a esa amable Kisaeng lo mal que la estaba pasando por pasársela el día anterior buscando el libro de su padre. No lo había encontrado, su padre cada vez respiraba peor, y él todavía le había insistido con que fuera a hacer su sesión de curación y cuidado a la casa Kisaeng. No era la decisión más sensata, pero le hacía honor a las promesas.

Heena fue la hija de un íntimo amigo de su padre. Al morir el hombre, les había encomendado el bienestar de su pequeña. Eso había mutado lo suficiente para que ahora Kangdae se escabullera una vez cada par de semanas para cuidar de ella y de cualquier Kisaeng que solicitara algo; claro, en secreto de la guardia del palacio, ya que sus médicos eran más hombres irrespetuosos que cualquier cosa con ellas y les huían, incluso bajo la peor de las condiciones de salud. Las Kisaengs, sabias damas, podían ser realmente necias.

Por eso mismo el capricho con el trato paciente y efectivo de Kangdae lo mantenía yendo. Ellas podían realmente ofenderse si no iba a visitarlas.

—Sí, estoy bien. ¿Cómo sigue su cadera, Heena Noona?

La siguió dentro de la casa, entrando por el jardín trasero. Usualmente a esa hora las Kisaengs se preparaban para sus labores, o para dormir, por lo cual no era nuevo ver a las bellas mujeres de un lado para otro, cuchicheando, riéndose y con el cabello recién lavado en sus ropas más sencillas, o a medio maquillar. Kangdae sonrió y presentó respetos ante cada una que se detuvo en el camino a saludarlo y pedirle favores. Varias de ellas, libres de tiempo, fueron junto a él hacia los aposentos de Heena.

También comentaron ante su aspecto desganado, pero Kangdae supo sortear sus preocupaciones. Para el final de la noche, con el corazón pesado de angustia, recogía sus cosas para retirarse de la Casa Kisaeng. En el cuarto solo quedaban Heena y él.

—Ah, Médico Kangdae, ¿cómo es que mantienes tu cabello tan suave? —Heena dijo eso desde su cama, después de la curación en los músculos de su cadera, subiendo con dulzura una de sus pálidas manos para acariciarle las hebras al hombre. Sabía que quedaba adormilada y sensible después de los tratamientos, y ellos habían crecido pasando tiempo juntos gracias a la amistad de sus padres, así que la confianza no era incómoda. Heena, como su mayor, siempre lo molestaba como si se tratara de su hermanito.

Kangdae le sonrió con sutileza. Pero antes de poderle responder con alguna cosa que la distrajera, la puerta del cuarto se abrió.

La nueva presencia hizo a Heena sobresaltarse, sentándose, rápidamente intentando ocultar a Kangdae. Kangdae solo se dejó ocultar, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

Los hijos de la camelia «KookTae» ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora