Capítulo VIII: Catarsis.

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Alguien golpeó la puerta y enseguida se abrió para dar paso a un sonriente Alejandro.

-¿Hola? -canturreó.

Luciana, que estaba sentada frente al espejo de su tocador, sonrió al escuchar la voz de su hijo.

-Hola, mi amor -respondió con amor-. Pasa.

Alejandro ingresó a la habitación cerrando la puerta a sus espaldas y se acercó a su madre para besarla en la mejilla.

-¿Cómo estás, mamá? -preguntó.

-Bien, hijo -respondió Luciana con sinceridad.

Alejandro sonrió encantado porque sabía que era verdad, su madre ya presentaba las primeras mejorías de su tratamiento al que la había sometido el médico en contra del alcoholismo y la depresión. Ahora Luciana parecía cada vez más tranquila, más equilibrada e incluso había comenzado a salir de su habitación y daba paseos matutinos por las mañanas. A veces Regina se le unía para hacerle un poco de compañía. Pero pese a su evidente mejoría, aún había un problema... Luciana se alteraba cada vez que veía a Constancio. Con solo verlo Luciana estallaba en gritos acusatorios hacia su marido y lanzaba al aire cualquier cosa que tuviera al alcance, precisamente por ello Constancio había dejado de ir a verla para ver cómo se encontraba. Ahora él salía de casa lo suficientemente temprano y regresaba lo suficientemente tarde como para no encontrársela.

Alguien llamó a la puerta.

-Adelante -respondió Luciana.

La puerta se abrió y por ella apareció Braulio, el mayordomo de la familia.

-Perdone que interrumpa, Señora -se disculpó Braulio-. El joven Alejandro tiene una visita esperándolo en la sala.

-Gracias, Braulio -respondió Alejandro y miró a su madre-. Enseguida vuelvo, madre -prometió y la besó en la mejilla antes de irse.

Braulio permaneció en la habitación.

-¿Se le ofrece algo, Señora? -preguntó cuándo quedaron a solas.

Luciana negó con la cabeza y cogió un cepillo del tocador con el cual comenzó a cepillarse el cabello.

-No, gracias Braulio. Solo... ¿Dónde está mi marido? -preguntó Luciana con cautela.

Si Braulio se sorprendió por la pregunta no lo demostró y, después de todo, no habría sido extraño puesto que él sabía muy bien que la relación entre sus patrones era malísima.

-El señor no está en casa -respondió.

Luciana se tensó, dejando el cepillo en el aire momentáneamente congelado.

-Es sábado... -espetó Luciana más para sí misma que para Braulio.

Ella sabía perfectamente que Constancio no trabajaba los sábados ¿Dónde podría estar su marido entonces? Luciana no quería angustiarse, pero no podía sacarse de la cabeza que, al estar nuevamente en la ciudad, tal vez él no habría perdido oportunidad alguna para correr a los brazos de Victoria... Tal como había hecho hacía veintitrés años.

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A pesar de estar disfrutando el beso y de la cálida sensación de tener a Victoria entre sus brazos, Constancio se maldijo a sí mismo cuando saboreó lo salado de las lágrimas femeninas y, sintiéndose un miserable, rompió el beso.

Victoria sollozó cuando él liberó sus labios. Abrió sus hermosos ojos y su verde, pero triste, mirada se posó en Constancio quien aún la sujetaba suavemente por los antebrazos.

-¿Por qué lo hiciste? -preguntó con voz rota y lágrimas aun corriendo por sus mejillas.

Él la miró con culpa.

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